Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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– Señoras, no me arruinen los triunfos de la fe ni los de la caridad. Todas en orden, qué chingaos.

El cura Jesús Morales amaba a su grey. El cura sustituto Elzevir Almonte quiso reformarla. Los dedos que le faltaban a la abuela Cósima le sobraban al nuevo párroco y los usaba para amonestar, fustigar, condenar… Sus sermones traían al trópico un aire de altiplano, enrarecido, sofocante, intolerable e intolerante. La gente comenzó a contar las prohibiciones lanzadas desde el pulpito por el oscuro y juvenil cura Almonte: basta de camisolas sueltas que muestran las formas femeninas, sobre todo cuando llueve y se empapan; en consecuencia, ropa interior modesta y paraguas de rigor; basta de ordinarieces y leperadas veracruzanas; aunque no soy edil ni justicia, dictamino que quien diga malas palabras no recibirá en su boca sacrilega el santo cuerpo del salvador, eso sí que lo puedo hacer; se acabaron las serenatas, pretexto para excitaciones nocturnas y estorbo para el reposo cristiano; se cierran los burdeles, se cierran las cantinas y moralmente se ordena un toque de queda a las nueve de la noche, lo refrende o no la autoridad, que sí lo refrendará, cómo no, sí señor; se dice de ahora en adelante con las que camino, no se dice «piernas», se dice con las que me siento, no…

Todo esto lo proclamó el nuevo cura poblano con su elaborado juego de manos, ridículo e insolente, como si quisiera darle forma escultórica en el aire a sus prohibiciones tajantes. Los burdeles se mudaron a Santiago Tuxtla, las cantinas a San Andrés, los arpistas y guitarristas se largaron a Boca del Río y en medio de la desolación caída como una plaga sobre los comerciantes del lugar el padre Almonte colmó la copa con sus procedimientos de confesión.

– Niña, ¿te miras desnuda al espejo?

Felipe no le reprochó su nueva fe a Cósima. Sólo la miró de frente, cada vez que regresaba de misa los domingos y ella por primera vez bajaba la altanera cabeza.

– ¿Te tocas en secreto, niña?

Laura se miró desnuda al espejo y no se asombró de ver lo que siempre había visto: creía que el cura había sembrado en su cuerpo algo insólito, una flor en el ombligo o una araña entre sus piernas, como la tenían sus tías cuando se bañaban en una orilla solitaria del río a la que dejaron de asistir apenas comenzó el cura Almonte a sembrar sospechas por todas partes.

– ¿Te gustaría ver el sexo de tu padre, niñita?

Para ver si pasaba algo, Laura repitió ante el espejo los extraños movimientos y las palabras, más extraordinarias aún, del señor cura. Mimó asimismo la voz, engolándola aún más, del sacerdote:

– Una mujer es un templo construido sobre un albañal.

– ¿Has visto desnudo a tu padre?

A su padre, Fernando Díaz, Laura no lo veía casi nunca, ni vestido ni desnudo. Era contador de un banco, vivía en Veracruz con un hijo de dieciséis años, fruto de su anterior matrimonio, y cuando su primera mujer, Elisa Obregón, murió en el parto, Fernando se enamoró de la jovencita Leticia Kelsen durante una excursión a las fiestas de Tlacotalpan, ella se enamoró del extraño pájaro porteño, vestido siempre con saco, chaleco, corbata y fistol y la única concesión al calor, un carrete de paja, lo que los ingleses llamaban un straw boater, anotó la tía Virginia, encontrando eco en el anglófilo pretendiente de su hermana. Los abuelos Kelsen, casados por correspondencia, no impidieron un love match como lo llamó, con insistencia, el señor Díaz, hombre de lecturas e influencias inglesas, que al cabo le parecieron saludables a Felipe Kelsen para continuar borrando la influencia germana. El arreglo de vivir separados lo aceptó la propia Leticia y cuando vino al mundo Laurita, Felipe, abuelo, se congratuló cabalmente de que su hija y su nieta viviesen a su amparo en el campo y no lejos, en el puerto ruidoso y, acaso, tan pecaminoso -le dijo a Cósima- como decían las malas lenguas. Ella lo miró con ironía. Pueblo chico…

A su nueva familia (Leticia primero y, cuando llegó, a los nueve meses justos, Laurita), Fernando Díaz le había pedido una cosa.

– No puedo darles aún lo que ustedes se merecen. Vivan bien en casa de don Felipe. En Catemaco, yo nunca pasaría de contador. En Veracruz, puedo ascender y entonces las mandaré traer. De tu padre, no quiero recibir limosnas, ni compasión de tus hermanas. No soy un arrimado.

Incómoda y arrimada fue en verdad la situación inicial de la joven pareja en casa de los Kelsen en Catemaco y todo el mundo suspiró de alivio cuando Fernando Díaz tomó su decisión.

– ¿Por qué nunca viene a vernos tu hijo Santiago? -le preguntaron las hermanas solteras.

– Estudia -contestaba secamente Fernando.

Laura Díaz ardía por saber más, cómo se conocieron sus padres, cómo se casaron, quién era ese misterioso medio hermano mayor que él sí tenía derecho a vivir con su padre en el puerto. ¿Cuándo se reunirían todos? Con razón era tan hacendosa su madre, como si se ocupara de dos casas a la vez, la de su padre presente y la de su marido ausente, como si cocinara para los que estaban allí y también para los que no.,. Era cierto. La soledad de madre e hija se extendía cada vez más a toda la casa, a las tres hermanas solteras. Hilda tocando el piano, Virginia escribiendo y leyendo, María de la O tejiendo chales de lana para los fríos cuando azotaba el viento del norte…

– No nos casaremos, Leticia, hasta que te reúnas con tu marido, como debe ser -decían, casi a coro, Hilda y Virginia.

– Lo hace por ti y por la niña. Ya no tarda, estoy segura -añadía María de la O.

– Pues que se apure, o las tres nos vamos a morir solteras -reía, solitaria, Virginia-. Que lo sepa el buen señor. Mein Herr!

Pero la verdadera soledad la encarnaba la abuela doña Cósima.

– Ya hice todo lo que tenía que hacer en la vida, Felipe. Ahora respeta mi silencio.

– Y tus recuerdos ¿qué?

– Ni uno solo me pertenece. Todos los comparto contigo. Todos.

– No te preocupes. Lo sé.

– Entonces cuídalos bien y no me pidas más palabras. Todas te las entregué ya.

Esto lo dijo doña Cósima ese mismo año de 1905 en que todo se precipitó.

Zandungueros, dicharacheros y bullangueros, los lugareños también podían ser (cuando los visitaba el santo) muy devotos, tanto como lo sabía el cura Morales y lo ignoraba el cura Almonte. Más que los ricos y riquillos de la comarca, eran los pobres, los sembradores y recolectores, los tejedores de redes, los pescadores y remeros, los albañiles y todas sus mujeres, los que le hacían las mejores ofrendas a la iglesia.

Don Felipe y otros cafetaleros de la región regalaban dinero o costales de alimentos; los más pobres, secretamente, llevaban joyas, piezas antiguas heredadas durante siglos y ofrecidas para agradecer bondad propia o desgracia ajena, ambas consideradas milagrosas, a Dios Nuestro Señor. Collares de ónix, peinetas de plata, brazaletes de oro, esmeraldas sin montar: pedrería lujosa sacada quién sabe de qué escondite, desván, morral o cueva; de qué piso de terraplén protegido por petates, de qué mina secreta.

Todo se fue acumulando celosamente, pues el padre Morales era escrupuloso en conservar para su grey lo que de ella era y vender en Veracruz una pieza valiosa sólo cuando sabía que necesitaba dinero la misma familia que, por principio de cuentas, le ofreció la joya al Cristo Negro de Otatitlán.

Como en todos los pueblos de la costa del Golfo, los santos eran celebrados con bailes sobre un tablado para que se oyera mejor el zapateado. El aire se llenaba de arpa, vihuela, violín y guitarra. Sucedió entonces, lo recuerdan todos en el año cinco, que el día de la fiesta del Santo Niño de Zongolica, el señor cura Elzevir Almonte no apareció, y yendo a buscarlo el sacristán a la iglesia, no halló ni párroco ni tesoro. El arca de las ofrendas estaba vacía y el cura poblano desaparecido.

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