Miró directamente a Laura.
– Tienes que saber.
– Siempre traté de imaginar qué pasó realmente entre tú y Dantón cuando murió Santiago -adivinó Laura.
– Eso es lo malo. No pasó nada. Él siguió su vida como si nada.
– Tu hijo estaba muerto. Tú estabas viva.
– Yo estaba muerta desde antes de que muriera mi hijo. Para Dantón no cambió nada. Por lo menos, cuando se le rebeló Santiago lo desilusionó. Cuando murió, a Dantón sólo le faltó decir «él mismo se lo buscó».
La mujer de Dantón movió las manos como si rasgara un velo.
– Laura, he venido a exponerme ante ti. No tengo a nadie más. No aguanto más. Necesito abrirme ante ti. Sólo me quedas tú. Sólo tú puedes entenderlo todo, el daño que siento, toda la desilusión y el dolor que se me pudren por dentro desde hace años.
– Te has aguantado.
– No creas que sin orgullo, por más sumisa que me creas, créeme que nunca perdí el orgullo de mi persona, soy mujer, soy esposa, soy madre, siento orgullo de serlo, aunque Dantón no me visite en el lecho desde hace años, Laura, acepta que por eso mismo siento furia y tengo orgullo al lado de la sumisión y las intimidades de mi vida.
Se detuvo un instante.
– No soy lo que parezco -reasumió-. Creí que sólo tú me entenderías.
– ¿Por qué, hija? -Laura acarició la mano de Magda.
– Porque tú has vivido tu vida con libertad. Por eso puedes entenderme. Es muy sencillo.
Laura estuvo a punto de decirle, de decirte, ¿qué puedo hacer por ti, ahora que el telón va a caer, igual que con Orlando, por qué todos esperan de mí que les escriba la última escena de la obra?
Más bien, tomó de la barbilla a Magdalena y preguntó: -¿Tú crees que hay un solo momento de la vida en que asumiste tú sola, sólo tú y totalmente, la responsabilidad de tu vida?
– Yo no -se precipitó Magdalena-. Tú sí, Laura. Todos lo sabemos.
Sonrió Laura Díaz. -No lo digo por ti, Magda. Lo digo por mí. Te ruego que me hagas una pregunta. Pregúntame, Magdalena. ¿Tú misma, siempre, estuviste a la altura de tus propias exigencias?
– No, yo no -balbuceó Magdalena-. Claro que no.
– No, no me entiendes -replicó Laura-. Pregúntamelo a mí. Por favor.
Magdalena emitió unas palabras confundidas, tú misma, Laura Díaz, siempre estuviste a la altura de tus propias demandas…
– Y las de los otros -extendió Laura.
– Y las de los otros -brilló la mirada de Magda, levantando su propio vuelo.
– ¿No sentiste nunca la tentación? ¿Nunca quisiste ser vista sólo como señora decente? ¿Nunca se te ocurrió que las dos cosas podían ir juntas, ser señora decente y por eso mismo, ser señora corrupta? -continuó Laura.
Se detuvo un instante.
– Tu marido, mi hijo, representa el triunfo del fraude.
Laura quiso ser implacable. Magda hizo un gesto de asco. -Siempre ha creído que la vida de los demás depende de él. Te juro que lo detesto y lo desprecio. Perdón.
Laura apretó la cabeza de Magda contra su propio pecho. -¿Y no se te ha ocurrido que el sacrificio de tu hijo redime al propio Dantón de todas sus culpas?
Ahora Magdalena se apartó del brazo de Laura y la miró desconcertada.
– Tienes que entender eso, m'ija. Si no lo entiendes, entonces tu hijo murió en vano.
Santiago, el hijo, redimió a Dantón el padre. Magda levantó la mirada y la unió con una mezcla de desfallecimiento, horror y rechazo, a la de Laura, pero la mujer de setenta y dos años, no la viuda, ni la madre, ni la abuela, simplemente la mujer llamada Laura Díaz, vio desde la ventana alejarse por la calle a su nuera Magdalena Ayub, detener un taxi y levantar la mirada de regreso a la ventana donde Laura la despedía con infinito cariño, rogándole: entiende lo que te he dicho, no te pido resignación sino coraje, valentía, el triunfo inesperado sobre un hombre que lo espera todo de su mujer sumisa, menos la generosidad del perdón.
Laura recibió la mirada sonriente de Magda antes de que ésta abordara el taxi. Quizás la próxima vez vendría en su propio coche, con su propio chofer, sin esconderse de su marido.
Tomó el Tren Interoceánico que tantas veces la llevó de regreso a V'eracruz. Como tantas cosas del pasado, el lujoso tren de antaño entre la capital de México, Xalapa y el puerto, se había hecho más chiquito, pero también, obviamente, más viejo. Telas gastadas, poltronas hundidas, resortes al descubierto, ventanas opacas, respaldos manchados, lavabos atascados. Laura decidió tomar el compartimento privado del pullman, una pieza aislada del resto del carro-dormitorio que de día regresaba a su condición de mero transporte y de noche, milagrosamente, dejaba caer una cama superior ya preparada con blancas almohadas y sábanas recién lavadas, cubiertas por una frazada verde. Asimismo, los asientos se convertían en camas y las ocultaban, para la hora del sueño, unas pesadas cortinas de lona con botonadura de cobre.
El dormitorio que tomó Laura, en cambio, mantenía una elegancia fané, como diría Orlando Ximénez, con espejos patinados, lavamanos con grifos bañados en oro, un cierto trompe l'oeil (Orlando) y, como anacronismo invencible, una escupidera de plata, como las de su hogar matrimonial primero, cuando Juan Francisco se juntaba con los líderes obreros. Los jabones eran Palmolive. Las toallas, meros velos de su antigua novedad. Y sin embargo, per-meaba el cuarto privado una nostalgia de la gloria pasada. Éste era el tren que conectaba a la capital del país y a su puerto principal y que esa noche conectaba a Laura con la emoción de demostrar que sí se puede regresar a casa. El precio del retorno, ése era el problema, y el boleto de los Ferrocarriles Nacionales de México no lo señalaba.
Durmió toda la noche. Xalapa pasó sin dejarse sentir, el camino a la hacienda de San Cayetano estaba cubierto de hierba. En cambio, el puerto mañanero la recibió con esa mezcla de frescura temprana que ya abriga -es su delicia- el calor de un día de sol espléndido. Ella no quería, sin embargo, detenerse demasiado en la nostalgia de un lugar que le devolvía memorias intensas de su pu-
bertad, de sus paseos por el malecón de la mano del primer Santiago, y de la muerte del hermano sepultado bajo las olas.
Gozó, más bien, alojada en el alto palomar del Hotel Imperial, del latente desafío del horizonte del Golfo, donde el día más brillante oculta la sorpresa de una tempestad, un «norte», lluvia, viento… y al descender de noche a la plaza, se sentó sola en una me-sita de los portales, sintiéndose más acompañada que nunca -tal era el goce que, cada vez, nos suscita la noche en la Plaza de Vera-cruz- en medio del bullicio, el gentío, el ir y venir de mozos con charolas cargadas de cervezas, cubas, mojitos y el mint-julep vera-cruzano, con su tupé de hierbabuena remojándose en ron.
Los conjuntos de todas las músicas del país -tamboras del norte, mariachis de occidente, tríos de boleros de la capital, jaranas yucatecas, marimbas chiapanecas y sones veracruzanos de arpa y vihuela- competían con una cacofonía exaltante a la que sólo imponía respeto, y reposo, la sesión de baile frente al Palacio Municipal, cuando el danzón convocaba a las parejas más respetables a bailar con ese movimiento que sólo compromete a los pies y le impone al resto del cuerpo una seriedad erótica incomparable, como si el mínimo ritmo de la rodilla para abajo dejase libre a la atracción sensual de la rodilla hacia arriba.
Aquí vino a bailar sus últimos días la tiíta María de la O, casada con el mentado Matías Matadamas, seguramente un hombrecillo tan enteco, frío y azuloso todo él -pelo y piel, saco y corbata, zapatos y calcetines- como el que viéndola sola, invitó a Laura a unirse al compás del himno de los danzones, Nereidas, la invitó sin decir palabra, no dijo nada mientras bailaba pero ella, en el danzón, se preguntó en secreto ¿qué perdí, qué gané?, ¿ya no tengo nada que perder?, ¿cómo mido la distancia de mi vida?, ¿sólo por las voces que surgen del pasado y me hablan como si estuviesen aquí? ¿Debo dar gracias porque no quede nadie que me llore? ¿Debo sufrir porque no tengo nadie más a quién perder? ¿El sólo hecho de pensar esto es suficiente para certificarlo: Laura Díaz, eres una mujer vieja? ¿Qué perdí? ¿Que gané?
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