– ¡Válgame Dios! Cuanta vieja se mete aquí de sinvergüenza, luego dice que es de Tamazula. Como si aquí no las hubiera, y con más ganas de darse a la perdición.
– jAy, Laurita, perdóneme! No me acordaba que usted es de Tamazula.
– Y a mucha honra. Lo que pasa es que somos menos hipócritas, pero para que usted se lo sepa, aquí hay mucha más corrupción que allá. Somos más alegres y más bien dadas, por eso tenemos fama, pero hasta ái nomás.
– Por amor de Dios, Laurita, fue una equivocación…
– Lo que pasa es que todas aquí son unas moscas muertas, unas viejas troyas…
***
Por un lado está bien, pero por otro está mal. La iglesia prohibe las corridas de toros en los días del Novenario, pero el Municipio las permite. Antes se llamaban "las Nueve Corridas de Señor San José". Ahora ya no se llaman así, pero da lo mismo. Este año hemos tenido toro de once, por la mañana, y de entrada gratuita, precedida por el gran convite que le dicen "suelta de caja" porque mero adelante van tocando el pito y el tambor, seguidos de mojigangas. Luego van dos hileras de charros a caballo que resguardan los toros o vacas bravas, rodeados de cabestros. Detrás va un carro de mulas adornado con ramas verdes y banderas de papel, que conduce uno o dos barriles de ponche de granada con pólvora y alumbre, para que haga mejores efectos. Y lo único que se necesita es llevar un jarro y abrir la llave: tu boca es medida.
El convite está a cargo de las comunidades locales de obreros, campesinos y artesanos, o de las peregrinaciones de fuera, que toman a su cargo un día del Novenario. Todos se esfuerzan por lucirse y la generosidad llega a veces a verdaderos extremos. Los de Tamazula, por ejemplo, sacaron ahora tres carros con ponche distinto, de guayabilla, de zarzamora y de pina, y emborracharon a media población.
Ya en la plaza, que huele a madera recién cortada a petates verdes y a sogas de lechuguilla, todos se lanzan al ruedo, porque el que no anda perdido está a medios chiles. Es un desorden espantoso. Unos jinetean y otros torean con la cobija a los bueyes que sacan. La gente se divierte mucho y aplaude a los que logran aguantar dos o tres respingos. Muchos caen y ya no se levantan; golpeados y borrachos, sufren pisotones de toros y toreros.
Por la tarde es la corrida formal. Este año, como casi todos los últimos, trajeron a Pedro Corrales con su cuadrilla de maletas. Hay que verles los trajes de luces, tienen más remiendos que bordados. El único que sirve es el payaso, que baila muy bien y hace suertes.
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– Aquel vale Leónides caminaba aprisa, trotando de lado como coyote. Y sabía ver desde lejos. A veces, cuando uno de los luceros nos prestaba la chíspela, salíamos a buscar güilotas. Yo iba pelando los ojos sin ver nada, cuando aquél me decía: "¡Órale coyón, no hagas ruido, que ese mezquite está cargado de güilotas". Yo me quedaba parado y aquél se arrastraba hasta cerca del mezquite y se nimbaba dos o tres de un tiro. Nos las comíamos asadas, y cuando no había güilotas, les tirábamos a los zanates de pecho amarillo. Nomás que aquel vale nunca me dejaba tirar.
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Concha de Fierro siempre estaba triste. Desde lejos venían los hombres atraídos por el run run: "Yo le quito los seis centavos porque tengo lo que tengo y ella tiene por dónde". Bailaban primero y luego se echaban sus copas. "¿Vamos al cuarto?" Y volvían del cuarto acomplejados:
– Palabra, le hice la lucha pero me quedé en el recibidor.
Doña María la Matraca consolaba a Concha de Fierro:
– ¿Qué quieres, muchacha? Ya no le hagas la lucha, tú no eres para esto, dale gracias a Dios.
Pero ella era terca:
– Ya vendrá el que pueda conmigo. Yo no voy a vestir santos.
Y llegó por fin su Príncipe Azul, para la feria. El torero Pedro Corrales, que a falta de toros buenos, siempre le echan bueyes y vacas matreras. Después de la corrida, borracho y revolcado pasaba sus horas de gloria en casa cíe Leonila. Y alguien le habló de Concha de Fierro.
– ¡Échenmela al ruedo!
Poco después se oyeron unos alaridos. Todos creyeron que la estaba matando. Nada de eso. Después del susto, Concha de Fierro salió radiante. Detrás de ella venía Pedro Corrales más gallardo que nunca, ajustándose el traje de luces y con el estoque en la mano.
– ¡El que no asegunda no es buen labrador!,
gritó un espontáneo.
– Al que quiera algo con ella, lo traspaso. Dijo Pedro Corrales tirándose a matar.
Y ésa fue la última noche de Concha de Fierro en el burdel. Dicen que Pedro Corrales se casó con ella al día siguiente y que los dos van a retirarse de la fiesta.
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Los días de la feria se van unos tras otros, y todos los dejamos ir esperando el día de la Función y la llegada de sus Ilustrísimas. Aunque les preparamos gran recibimiento, estamos confundidos. Lo único que nos consuela es que no se trata de nosotros, sino del que está allí en el altar, con su vara de azucenas…
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– Si en mi mano estuviera, yo les aconsejaría a todos los visitantes que ya no vengan a la feria del año que viene. Estamos en la más completa decadencia, y no es porque yo ya me sienta viejo y cansado. Ahora todo lo veo como de mentiras y nadie se divierte de deveras. Hasta los mismos danzantes ya no parecen de aquí, vestidos de artisela como bailarinas de carpa. Antes tan serios, tan ensimismados, con sus guaraches burdos y sus calzoneras de cuero. Ahora se ponen zapatillas de charol, con moño y tacón…
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– Ya estoy metido aquí, tal vez donde quise estar. Aquí me acuerdo del ganado. Por la ventana se ven las nubes que van cambiando de colores según es de tarde o de mañana. Son como el ganado, y vienen y se van en manada. Yo las veo a veces barrosas, enchiladas, barcinas o duraznillas.
Pasó lo que tenía que pasar. Vino por la feria, muy bien ajuareado de ropa, con tejana. Nomás me vio y me dijo: "¡Órale coyón!" Nos encontramos sin querer allí nomás junto a la plaza.
Yo siquiera miro las nubes. Aquel vale Leónides ni siquiera las ve, con toda la tierra que tiene encima.
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– Por primera vez en nuestra historia, se necesitaba invitación para poder entrar a la Parroquia, figúrense ustedes nomás. Yo creí que iba a poder ver la Coronación, pero me quedé con las ganas, como casi todo el pueblo. Las puertas estaban guardadas por unos individuos vestidos de soldados antiguos. Tal vez tengan razón, la Parroquia es muy grande, pero no íbamos a caber todos allí. Lo que me dio más coraje es que el encargado del ceremonial se opuso a que entraran los tlayacanques, y eso que nomás estaban invitados dos de los cinco cabezales. Tenían su lugar separado, pero no los dejaban entrar por órdenes del nuevo señor Cura. Lo que pasaba, según supe, es que la ceremonia era de etiqueta y ellos iban vestidos de gala, pero de tlayacanques, según su costumbre. Quien puso fin a la situación fue el señor Farías, el que mandó hacer las coronas. Alguien le avisó y dijo que si no los dejaban entrar, él se salía de la iglesia.
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– Parece increíble que ocurran estas cosas en medio de tanto fervor. Claro que durante la feria pasan muchas cosas desagradables y hasta crímenes nefandos. En estos días por ejemplo, una riña a cuchilladas entre dos fuereños, acabó con la vida de uno de ellos. Y un anchetero fue hallado muerto, con la cabeza partida a martillazos. Pero no me refiero a eso, sino a algo que sin ser un crimen ni cosa parecida, está poniendo en las noches de octubre, tan esplendorosas en lo religioso y lo profano, una nota discordante. Se trata de la cancioncilla aquella de "Déjala güevón…", que parecía definitivamente desterrada, y que ha vuelto a surgir en estos días al amparo de la algarabía y de las aglomeraciones.
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