A dornas y caballeros
los calzamos como reyes,
porque no buscamos bueyes
perdidos en los potreros.
***
– Me acuso Padre de que corrieron a Luis Gómez de la escuela, nomás que se me olvida cuando me confieso.
– ¿Tú tuviste la culpa?
– Bueno, no toda.
– ¿Por qué lo expulsaron?
– Hizo un ejercicio de palabras de dos sílabas.
– ¿Cómo era?
– Decía… No puedo. Ya no me acuerdo. Eran de dos sílabas, pero juntas una tras otra, se hacían malas palabras y el profesor se dio cuenta.
– ¿Ya no vas a la escuela?
– No.
– Más vale. ¿Qué haces ahora?
– Trabajo en la imprenta.
– Ah… sí, en la imprenta…
***
– Yo estuve en la cena. Gracias a Dios que éramos pocos y pura gente de confianza. A don Faustino se le pasaron las copas, a cualquiera le puede suceder. Sin venir al caso, bueno sí, para dar las gracias de la cena, se levantó como pudo y dijo sin más ni más:
Señoras y señores, yo no creo en San José, en José, mejor dicho, porque él y yo nos hablamos de tú. Yo también fui muchacho y me dieron ganas de largarme del pueblo a buscar aventuras. Y me fui a Manzanillo, con ganas de hacerme marino, pero antes estuve a despedirme de Señor San José, porque yo era muy devoto, como todos ustedes. Le estuve rezando hasta muy noche, solos él y yo, hasta que me corrió el sacristán.
En Manzanillo me contraté en un carguero, el Cruz del Sur, por más señas. Para no alargarles el cuento, era yo el último de los pinches, el más pinche de todos los pinches que se hayan subido en un barco. Cuando pelaba papas, era día de fiesta porque había papas para comer… En las costas de Chile nos agarró un mal tiempo con tempestades de primer orden. Yo me la pasé embrocado sobre la borda, echando fuera hasta los hígados… ¿Y ustedes creen que Señor San José se acordó de mí? Síganle rezando y ya verán a la hora de la hora… Como ya no servía yo para nada, me dejaron en la costa. Si les digo cómo le hice para volver, sería el cuento de nunca acabar, estuve muriéndome de fiebres. Creo que nada más volví para arreglar cuentas con Señor San José. Lo cierto es que antes de ir a mi casa llegué primero a la Parroquia. Entré sin persignarme y con el sombrero puesto. Desde la puerta de enmedio, al comenzar la nave mayor, le grité: "¡José, entre tú y yo, cajón y flores! Ya no creo en ti, y ni falta que me hace…" Y me puse a trabajar. Ya ven ustedes, no me ha ido tan mal. Además, soy masón. Grado 33, para servir a ustedes.
Esto no quiere decir, señoras y señores, que yo, como presidente municipal, no esté dispuesto a colaborar con ustedes para que esta feria sea la mejor que ha habido en el pueblo, con permiso de José…
– ¿Y nadie dijo nada?
– Nadie.
***
Ahora somos una ciudad civilizada: ya tenemos zona de tolerancia. Con caseta de policía y toda la cosa. Se acabaron los escándalos en el centro y junto a las familias decentes.
– Yo, cada vez que pasaba por Las Siete Naciones, le tapaba a mi hijo los ojos con el rebozo.
– Pero piense usted también en los demás, en las familias decentes que viven por allá. Nosotros aquí muy a gusto en nuestros barrios limpiecitos, y ellos con semejante vecindad.
– No en balde se estuvieron quejando y hasta hicieron una junta para que no les echaran allá la vida alegre, pero ya ve usted, perdieron y ni modo.
– Muchos se han ido de sus casas.
– Las han vendido a como dio lugar, perdieron el dinero y la querencia, con tal de no estar revueltos entre las priscapochas.
– La que salió ganando fue doña María la Matraca. Todas sus casitas quedaron en la zona.
– Ya desde antes tenía dos o tres alquiladas para el refocile, y dizque las adaptó para que le pagaran más renta.
– Dicen que alguien le dio el pitazo y estuvo compre y compre propiedades por todo ese rumbo…
– Hay quien asegura que todo el callejón de Lerdo es de ella y que no contenta con cobrar las rentitas, le está metiendo dinero al negocio.
– Válgame Dios, una mujer decente, que vivía de sus abejitas, y que ahora nadie la baja de madrota…
– Ella no tiene la culpa. Sus propiedades estaban allí desde un principio, y allí le cayeron las cuscas como llovidas del cielo…
– Hizo bien. Yo haría la misma cosa si estuviera en su lugar. Casitas que le daban ocho o diez pesos de renta, ahora no las baja de treinta y cincuenta. Le llovió en su milpita, como quien dice…
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– Bueno, ya basta. Palo dado ni Dios lo quita. Lo malo es que haya habido tanto escándalo. A muchas tuvieron que sacarlas a fuerzas porque se les venció el plazo y no se fueron por la buena. Hubiera usted visto cómo trataron en el Laberinto a los policías y a las gentes del juzgado que fueron a un lanzamiento de pirujas; el que no salió arañado se quedó sin camisa, y ni modo, eran mujeres. A la Trafique la tuvieron que sacar entre cuatro y en peso para subirla al camión. A don Tiburcio le rompieron los lentes de un manotazo y de milagro no lo dejaron tuerto. Lo que les iban diciendo por el camino, del presidente municipal para abajo, es lo que nadie ha oído en toda su vida. Ya en el Municipio, armaron una grita de todos los diablos. Dicen que en castigo, a las más rebeldes se las echaron a los presos, para que las pusieran en paz, porque los policías no ajustaron. Bueno, eso dicen…
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– Hojarascas, le están pegando a dar…
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– Dicen que a la gente se le ha pasado la mano en las denuncias y que no contentas con señalar a las que de veras le hacen al aíjale, algunas viejas quedadas se aprovecharon para echar de cabeza a más de una muchacha decente, diciendo que la habían visto entrar y salir de tal o cual casa colorada.
***
– Y pensar que todavía hay quienes critican al presidente municipal, siendo que ésta es una de las pocas cosas que tenemos que agradecerle: haber limpiado todo el pueblo de las casas de mala nota. Más vale tener un lugar de a tiro echado a la perdición, que no todas esas lacras desparramadas por el cuerpo de Zapotlán. Acuérdense nomás del Callejón del Diablo, ahora de San Ignacio, en el mero centro de la ciudad, casi a un lado de la Parroquia y a una cuadra del Palacio Municipal.
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– Todos los médicos tuvimos que prestar nuestra colaboración, porque el compañero encargado del departamento no se daba abasto. Yo estuve yendo varios días a la Presidencia a echar una mano. Nunca me imaginé que hubiera tantas en Zapotlán, seguro porque nadie las ha visto juntas. Examiné como treinta y más de la mitad estaban enfermas; casi ninguna había pasado por manos de un médico y la cosa no les gustaba, fíjense, como que les daba vergüenza. Una se puso a llorar y no se dejaba introducir el dilatador, el pico de pato, como dicen ellas. Después se quedó muy triste y me miraba con rencor, como si yo le hubiera quitado los seis centavos. Cuando le entregué su tarjeta de registro, firmada y sellada, para que es más que la verdad, sentí feo. Antes, era una aficionada y ejercía sin título. Ahora, gracias a mí, ya tiene uno y tal vez le sirva para toda la vida…
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– A mí me cayó en las manos Concha de Fierro. ¿Han oído hablar de ella? Yo creía que eran mentiras, pero es la pura verdad. Lleva tres meses con Leonila y sigue virgen y mártir porque todos le hacen la lucha y no pueden. Es la principal atracción de la casa. Y claro que no pueden, porque se necesita operarla. Se enojó porque no le dimos su tarjeta, ¿habráse visto? Quedó libre y no quiso salirse de la cárcel hasta que vino Leonila por ella. Antes de irse me preguntó que cuánto le costaba la operación. Pero Leonila le dijo: "¿Estás loca? Ya quisiéramos todas haber empezado como tú. Ojalá y nunca halles quien te rompa para que sigas cobrando doble y acabes tu vida de señorita…"
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