Parecía no escucharme. Sin tiempo de ponerme los calzoncillos, recogí, en un bulto, la ropa y los zapatos. Alcancé a repetirle que no perdiera tiempo en vestirse y que adecentara un poco la cama. En la puerta, me di vuelta: no miraba.
Salí.
[…Pero por qué habla así, pregunta Esteban. Sic comme?, dice con asombro el padre Custodio. Yo te voy a explicar, pichón, tercia el profesor Urba: él no sabe de qué manera habla, en rigor, no habla de ninguna manera, y dicho sea entre nosotros a mí me pasa lo mismo. ¿Cómo?, pregunta Esteban. Lo qué?, pregunta el padre Cherubini. La diferencia entre Custodio y yo, explica el. profesor Urba, es una diferencia formal; yo estoy un poco más apegado a la belleza clásica [ma che stá perorando la Bestia?, se indigna el padre Cherubini) y, por lo mismo, a las simetrías del castellano y a sus angélicas resonancias, porque no sé si recordarás que alguien ya insinuó famosamente que los ángeles, si hablaran, hablarían español. Et vos te consideras entuavía un ser alado?, non me hágase ridere que me adolesce el umbligo! Técnicamente soy un ángel, dice con naturalidad el astrólogo, un arcángel de alta jerarquía y lugar preferencial: un Saraf. Sos un expulsado, un paliado de allá arriba; sos más negro que culo de dragón. Lo soy, admite el astrólogo, pero nunca renuncié a mi naturaleza angélica… Perdón, interviene Esteban, ¿esto qué tiene que ver con mi pregunta? Silencio, imperfecto y jediondo montón de barro, dice el padre Cherubini, o non te apropincuás de que stamos discutiendo entre substancias purísimas? Seguí, Satán. Lo que quiero decir, dice el profesor Urba, es que a Custodio no le importan las palabras, no las oye con tu oído, así como vos no podrías concebir la música de sus pensamientos (Esteban puede observar que aquí el padre Cherubini baja los párpados con rubor) ni la de los míos, naturalmente: digamos que Custodio toma las palabras como vienen, con tal que vengan del latín y del griego, que por otra parte es más o menos lo mismo que pasa acá abajo con los pueblos románicos; digamos, para resumir, que un ángel no tiene la menor conciencia de cómo habla, pero que su lengua terrena es por lo menos tan estricta y expresiva como cualquier otra lengua, vale decir tan arbitraria, cacofónica, casual, incoherente, etcétera; la de Custodio es una especie de protoargentino universal al que por el momento denominaremos Pancocoliche y básicamente está formado por voces derivadas del latín, del griego, del italiano, del francés, del castellano antiguo y futuro, del lunfardo y de su propia invención… Queperespe quepe tepe paparlepe jeperipingopozopo?, pregunta el padre Cherubini.
La concepción iluminista del mundo, el sueño laico de la Razón, la ilusión del progreso, el mundo europeo moderno, en fin, se derrumbaba, y entre nosotros aparecía una generación de divertidos pensadores, escritores mundanos y duelistas de opereta, alcancé a escuchar. La voz apagada, sarcástica e hipnótica de Bastián. La oí desde la galería. Verónica y yo habíamos llegado a la universidad del obispo Trejo una hora tarde, o cincuenta años antes, ya que Bastián parecía hablar de la Argentina de principios de siglo. Lo primero que vi al trasponer la puerta del Aula Magna fue la nuca del profesor Urba. No vi a su lado al padre Cherubini, si es que el padre Cherubini existía realmente. Nadie reparó en nuestra llegada. El astrólogo, sin embargo, como si hubiese estado esperándome, giró la cabeza directamente hacia mí, como un búho, y volvió a achicar los ojitos con el mismo gesto de aquella mañana. Todo fue tan rápido que cuando creí que estaba a punto de descubrir algo extraordinario él ya se había vuelto hacia la voz de Bastián, quien, de anteojos y leyendo un texto de Lugones, ilustraba algo que acababa de decir sobre la fastuosa vanidad de los argentinos. Autosuficiencia pueril, dijo ahora, mirándome, de la cual es un buen ejemplo el tono jactancioso, pedante, autocomplaciente, de libros como Mis memorias. Y leyó un párrafo de Mansilla. Yo pensé que era la pura verdad. Sólo que iba a servirle, como todas las verdades que usaba aquella gente, la gente como Bastían, para engañar a los demás y engañarse a sí mismo. Lo malo, pensé, es que la gente como Bastián es la gente como yo, y miré a mi alrededor, buscándote. La sala apestaba a inteligencia. Adjuntos de literatura, poetas inéditos, barbudos, futuros suicidas, críticos del porvenir, chicas. Sobre todo chicas. Innumerable cantidad de jovencitas estudiantes de Humanidades, idénticas a Juliette Greco, a Ivich Serguin en versión sudamericana, con pulóveres notables y pelo lacio, con aspecto inequívoco de psicoanalizarse en grupo. Conmovedoras con sus libros sobre la falda: su anhelo de contraer un alma por osmosis uterina. Salvo el cantito, aquello parecía Buenos Aires. Cipayos, escuché. Era fatal. Después, todos iremos al Coto o al Florida y hablaremos de los calzones de las muchachas y, si Dios quiere, saltaremos de la mesa redonda a la cama redonda y gritaremos viva la revolución nacional. Y veo que estoy enojándome sin razón alguna. Comenzaba a sentir los efectos del cansancio, o algún otro efecto todavía sin causa precisa y, peligrosamente, estaba entrando en ésa zona de resentimiento e irritación desde donde, para qué negarlo, suelo proyectar sobre el mundo entero mi propia estupidez y mi propia maldad. Malo y estúpido, me sentí mejor: me sentí lúcido y bueno. Entonces te vi. Y vi junto a vos al mismo muchacho sombrío que unas horas antes se había cruzado con nosotros en el Calicanto. ¡Snoopy! Inclinado sobre tu hombro te hablaba al oído, vos mirabas hacia adelante y asentías. Verónica también los vio. "Vení", me dijo, tomándome de la mano: señalaba dos asientos libres que seguramente vos misma nos habías reservado junto al tuyo. Y aquello me pareció de pronto tan cínico que, cuando nos viste y sonreíste, me olvidé por completo del lugar en donde estaba. Olvidé hasta el sitio del que venía. No me importó ni mucho ni poco llegar de la mano de una mujer con la que literalmente acabábamos de levantarnos de la cama, ni me importó lo que mi conducta podía hacer pensar. Parado en mitad del pasillo, te llamé. Verónica abandonó mi mano como si ese contacto nunca hubiera existido, y sonrió de la misma manera en que aparece el arco iris. Dos o tres señoras se dieron vuelta. Pretenciosos tilingos, decía Bastían, aficionados a la filosofía y a la Legión de Honor, entre los que desentona como un grito, por su autenticidad, la palabra bárbara de Arlt. Y ahora va a hablar de él mismo, pensé. Vos me estabas mirando con leve asombro, lo cual acentuó del todo mi malestar, pero, al mismo tiempo, me produjo una maligna alegría. Hacerte una escena en ese lugar y delante de Verónica me resultaba inmensamente agradable. No sólo me ponía a cubierto de tus sospechas, sino que además me vengaba de ellas, de Verónica, aunque no supiera de qué me estaba vengando ni qué quería decir ponerme, a cubierto de tus sospechas. De cualquier modo mis celos eran reales y violentos. Volví a llamarte y te levantaste.
– Hola -dijiste sonriendo, en voz muy baja-. Creí que te habían raptado.
Hablabas con perfecta y desaprensiva ingenuidad. Señalando hacia la cátedra, en la que ahora vi a Santiago, agregaste que me esperaban allá.
– Quién es ese chico -mi voz fue como un disparo. Me miraste con gesto de no comprender. Verónica ya no sonreía; aquello la desconcertó, y hasta es probable que la haya atemorizado. -Quién es -repetí.
– Pero, esto es absurdo.
– Con ese tipo nos cruzamos hoy en la calle -murmuré.
– Salgamos, por favor -dijiste.
Verónica, a quien el desconcierto le duró apenas un instante, recuperó de inmediato su aplomo y, plácida e imperturbable, fue a sentarse junto al muchacho. Salimos al patio. Veo un aljibe. Veo la estatua del obispo Trejo y, allá atrás, las torres gemelas de la Compañía de Jesús. Oigo la voz de Bastían: insertaba a su generación en la tradición de Cambaceres y Martel. Acá empiezan las mentiras, pensé.
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