El doctor Cantilo dijo:
– No me negará, joven, que el peronismo…
– Qué le voy a negar, doctor. Si fue lo mismo que argumenté yo. No me va a negar que el peronismo, considerado como fenómeno histórico, fue el producto espiritual de una profunda necesidad argentina. Ya sé lo que va a decir, le dije, se lo leo en la cara. No se ganó Zamora en una hora. Que Perón haya sido un dictador y hasta un payaso, está bien, es decir está mal. Lo oiré es lo que no está de ningún modo. Cómo qué otro. Lo otro es la negrada, los lirios del campo, los cabecitas negras, los que se nos vinieron el 17 de octubre con el bombo. El pueblo, la murga, llámelos como quiera. Lo otro es lo que ni el propio Perón se imaginaba, y en eso estamos de acuerdo, no sólo no se los imaginaba sino que si no los para le expropian hasta el tordillo. Que la policía y las torturas y la picana, todo lo que quiera, le dije. Que la quema de las iglesias y la Alianza Libertadora, no me aparto; pero Josefa Bertolotti, que no le había puesto un par de zapatillas a sus hijos hasta que se las regaló Eva Perón, y no me salga con la demagogia y la mala fe política, le dije, doctor, porque entonces Josefa Bartolotti se pone a gritar viva la demagogia, o basta de demagogia, y se hace comunista, ella qué como tiene que ver con las torturas y la picana. Seamos mayéuticos. Hemos quedado o no hemos quedado en que un país es la gente. No es una pregunta, así que no hace falta contestarla. Hemos quedado. Josefa Bartolotti, por lo tanto, también es este país. Muy bien. También hemos quedado en que esta ejemplar matrona de vasta prole no tiene nada que ver con los aspectos negativos del fenómeno analizado, pero que ella misma, en cambio, calzada por primera vez de dignidad y zapatillas, es per se un fenómeno positivo. La parte cachivache y a raer de la faz de la Tierra ¿cuál sería entonces? Pero sí, doctor. Justamente lo que yo le dije a mi ocasional contertulio del coche comedor. La parte a raer somos nosotros, los tilingos, los de la picana, los incendiarios, los fabricantes de cepillos. Quién tiene la culpa de la desgracia del peronismo, Josefa Bartolotti, que sólo buscaba calzarse de autoestima y, como dicen los bereberes, encontrar su propio centro para irradiar desde allí la llama de su amor fati, o nosotros, usted y yo, que nos pasamos doce años rezando para que Perón nos metiera presos, cosa de tener después algo que contar.
– Ah, no -dijo el doctor Cantilo-. Yo estuve realmente detenido.
– Mis propias palabras, doctor. Yo estuve detenido, señor mío. No hablo por resentimiento o frustración. Detenido es poco. Porque mi inerte cerebro no avanzaba para distinguir Perón de peronismo. ¿Le soy franco? En cierto modo estuve detenido hasta hace diez minutos. La conciencia es dialógica. Uno no sabe qué piensa de lo real hasta que salta de lo monológico a lo conversado. ¿Qué me iba a decir? No importa. La cuestión hay que plantearla así, le dije. San Martín, que yo sepa, nunca estuvo mayormente preso. Y no me va a comparar a Perón con animales como Fernando Séptimo. Por eso, doctor, yo opino como usted. Hay que dejarse de payasadas y de creer que porque Perón nos metió presos, San Martín, que andaba suelto; viene a ser una especie de acomodado. Ya lo sé, ya lo sé: "Nos levantábamos avergonzados cada mañana", como me dijo mi profesor de Botánica una tarde, en el jardín des Plantes. Durante doce años, nos levantábamos avergonzados cada mañana. Y creo que no mentía. Yo más bien me levanto tarde, pero sé qué es eso. Sueño cada cosa. No como San Agustín, que nunca se hizo responsable de sus sueños. Así que comprendo la vergüenza de mi viejo maestro, máxime cuando todo lo que sé de las monocotiledóneas lo aprendí de él, por eso no me animé a preguntarle "Qué has hecho de tu vida", como aquellos personajes patéticos y tremebundos de su amigo Roberto. Sí, doctor, no me diga nada. Ya sé que mi hombre estaba chocho e hice bien en callarme, pero lo malo es que en este país todo el mundo chochea. Y esto sí se lo dije, no a mi mentor sino al caballero del coche salón, pedazo de cínico, le dije, no ve que todos ustedes están chochos, los reblandeció equivocarse con el peronismo, creer en la revolución libertadora, votar a Frondizi, no saber qué hacer si Fidel Castro se declara comunista, sin contar que acá, después de los treinta años, se comienza a chochear por método, por miedo a perder el alma o a que nos vengan almorranas si nos asalta una gran pasión o una gran idea. Nada de grandeza. La grandeza no existe o de lo contrario yo soy enano. Y por eso nos levantábamos avergonzados cada mañana. Pero dígame un poco, doctor, le dije, cómo se levantaban antes, ¿felices?, ¿alelados?, ¿entumidos? ¿No sentían un poco de asco, cada mañana? ¿Y cómo se fueron a dormir la noche de Uriburu? ¿Y ahora? Y la semana que viene. Qué vamos a hacer todos, dentro de quince años, por la mañana, cuando nos despierten al compás de la marcha Capibarí y al afeitarnos nos encontremos con eso enjabonado, la jeta, pegada en el espejo, blanca como los sepulcros aquellos de que hablaba mi catecismo. Muy cierto lo que está pensando, doctor, tiene toda la razón del mundo, soy algo joven e inexperto para hablar con serenidad de estas cosas. La tetera mejora con los años, proverbio japonés. Pero quién dijo que en este país hace falta serenidad, y además, ¿yo qué tengo que ver con Perón?, si cuando subió al poder yo estaba pupilo en un internado salesiano y cuando lo bajaron me encontré arriba de un caballo tirando tiros para cualquier parte y a la única que casi le acierto es a Josefa Bertolotti, hágame el favor, le dije -dije.
Alcancé a agregar dos o tres proverbios y oí por fin el timbre de llamada para la última parte de La Danza Macabra , de Strindberg. Ignoro qué ocurrió con exactitud mientras hablaba o cuál era la expresión del doctor Roque Cantilo. Y en cuanto a esto, mejor que lo ignore. Tampoco sé qué hizo Santiago ni por qué vos tardaste tanto en hablar por teléfono. Me acuerdo mejor de tus ojos, afantasmándose entre el humo, y de cómo, más tarde, Verónica no apartó su brazo cuando, en un movimiento casual, su brazo quedó junto al mío en la oscuridad. Verónica, que ahora, con los codos apoyados sobre la mesa y el rostro entre las palmas de las manos, como dentro de un tulipán abierto en dos, y mirándome desde un fiordo noruego, está preguntando de qué conversábamos, con tanta animación.
– De bueyes perdidos -dijo Cantilo.
Apagón. Luz sobre el Capitán, ojeroso, canoso y ajado. Se ve que también ahí arriba el tiempo pasa de cualquier manera. El Capitán hace una cantidad de cosas, como ser: tirar una caja de cigarros por la ventana, sacar del armario tres botellas y también tirarlas por la ventana, son de whisky, se ve que está loco. Va hacia el piano, le pega unos cuantos puñetazos al teclado. Tira una llave por la ventana. Saca de la chiffoniére un gran paquete de cartas atadas con una cinta azul. No las tira por la ventana, las quema en la estufa.
– Mañana, pedile a Cantilo que te muestre los soldaditos -murmura Santiago a mi lado, en la oscuridad.
– Qué soldaditos.
¡Húsares, blandengues, granaderos…
– Vos decile que te los muestre.
El Capitán, en la costa bávara, sigue rompiendo todo. Si alguien no interviene, este hombre va a hacer un estrago.
Por fin, te veo llegar. Antes de que te sientes, me pongo de pie.
– Vamonos, Strindberg me da miedo -te digo.
Dijiste que sí.
Cervecería Wittenberg. Rechonchos toneleros germánicos, en las paredes, bebían alegremente cerveza, tumbados bajo las pipas de los barriles. Ves llorar la Biblia, dice la voz sobrenatural de Rivero. De profundis clamavi. Ves llorar la Biblia junto a un calefón, clama el tango, desde lo profundo del abismo.
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