Manuel Montalbán - La Rosa de Alejandría

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Manuel Vázquez Montalbán acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al atípico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigación del sabueso galaico-apátrido-catalán pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente fórmula de un asesinato con connotaciones estéticas -la víctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado científicamente- y sociológicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronomía), erotismo, crítica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperación de sentimentalidades auténticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entrañables.

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“Ere tan bonita como el firmamento; lástima que tenga malo centimiento…”

Y el capitán aparecía y desaparecía en sus idas y venidas por un escenario delimitado por luces de varietés que él sólo veía. En su cara se habían dibujado rasgos canallas de puta en desguace y por un corte de la falda asomaba una pierna vieja, musculada, llena de vello, apoyada en el mundo a través de un rojo zapatito de charol.

Germán se apartó, cogió a Ginés por los hombros y le apartó también a él con una cierta firmeza. Los cuatro se metieron en el camarote de Basora y buscaron las cuatro esquinas de la estancia para no mirarse, ni hablarse, como si tuvieran que pedirse perdón los unos a los otros por algo que habían hecho y que les avergonzaba.

– Mierda -dijo Basora.

– Pobre hombre -comentó Germán.

Ginés simplemente tenía miedo, un miedo inexplicable, como si se hubiera metido en una casa desconocida y todas las puertas hubieran quedado cerradas a su espalda.

– Así que lo que vio el “Cojoncitos”, el fogonero, no era ninguna chaladura. Este tío tuvo las agallas de pasearse por cubierta vestido de tía.

– Un capitán de barco que se viste de tía puede pasearse por cubierta si le da la gana. Por algo es el capitán. Y otro día se saca el carnet de baile y te pide una polka.

Martín reía como un histérico ante la broma de Basora, pero, en los demás, pesaba más el sentimiento de disgusto y del no saber a qué atenerse.

– Y mañana qué. Mañana cuando empiece a dar órdenes, o en el comedor, ¿qué?, ¿le seguiremos viendo como el capitán o como la “Niña de la Venta”?

Escupía Martín por la nariz la risa que no podía sacar por la boca y esta vez arrastró a Basora y luego a Germán. Ginés sostenía una media sonrisa indeterminada, mientras los demás se aguantaban el pecho o el vientre o la meada, porque la carcajada era ya una asfixia histérica que les revolcaba por la cama o les hacía caer al suelo en busca de los rincones del camarote.

– ¿Sabéis qué le diré mañana cuando le vea? -preguntó Martín con lágrimas en los ojos.

Germán y Basora también lloraban, pero se aguantaron las lágrimas y la risa porque sabían que Martín iba a echar más leña a la hoguera de su hilaridad.

– ¡A sus órdenes, tía buena!

Y el capitán oyó las carcajadas desde su camarote convertido en camerino.

Al día siguiente, Ginés dijo estar totalmente recuperado y convenció a Germán de que le dejara hacer sus tareas habituales. Le horrorizaba la perspectiva de quedarse en la encerrona del camarote, entregado a las entradas libres de Tourón y a la necesidad de tratarle como si nada hubiera pasado. Merodeó por los rincones del buque menos propicios a la visita del capitán e incluso bajó a la sala de máquinas, donde fue recibido con sorpresa por los maquinistas y Martín, que le confesó que también estaba jugando al escondite. Llegó la hora del almuerzo y no había más remedio que acudir al comedor, aunque lo hizo con retraso, en la confianza de que tomaran asiento antes sus compañeros y asumieran ellos la primera conversación con Tourón. Llegó al comedor casi al tiempo que Germán y ya estaban allí Basora y Martín.

– ¿Y el capitán?

– Se ha hecho servir el almuerzo en su camarote.

– ¿Le habéis visto?

– Yo no. He hablado con él por teléfono porque no ha acudido al puente de mando.

– Yo tampoco.

– Ni yo.

– Hay que deducir que no ha salido de la habitación.

– Que se dio cuenta ayer noche.

– O que está enfermo o que le ha dado por ahí. En fin, comamos y amemos.

Basora y Martín comieron con buen apetito el arroz con bacalao y el redondo a la jardinera del menú del día, Germán permanecía abstraído y Ginés apenas mordisqueó su arroz hervido con cebolla y el lenguado a la plancha.

– Ya saldrá del cascarón -comentó Basora cuando se ponía en pie dando la comida por concluida.

Durante toda la tarde el capitán siguió los trabajos del buque desde su camarote, rechazó el ofrecimiento de Germán de ir a verle y aseguró que tenía una pequeña alergia en la piel que le impedía el contacto con el aire libre. Cenaron los oficiales entre silencios, bostezaron ante el segundo pase de “Lo que el viento se llevó”, porque Martín había dosificado las tres películas de vídeo nuevas y la tercera no tocaba hasta que rebasaran la perpendicular de las Azores, ya en descenso abierto hacia el estrecho.

Al día siguiente el capitán repetiría su ausencia y al tercer día subió al puente de mando en un momento en que estaba deshabitado, pero desde cubierta vieron su silueta tras los cristales, oteando el horizonte con unos prismáticos, y por la noche se presentó en el comedor simpático y parlanchín, como si llegara de un largo viaje cargado de anécdotas y regalos de su imaginación. Al poco rato de diálogo, los oficiales habían recuperado el tono conversacional de otras noches, y el capitán exhibía uno de sus mejores talantes, aunque persistía en la especial dedicación a Ginés, por cuya salud estaba preocupado.

– Después de la cena venga a mi camarote. Tengo unas vitaminas en mi botiquín que le estimularán el apetito. No puede usted desembarcar en Barcelona con esta cara.

La perspectiva de un encuentro a solas entre Ginés y el capitán devolvió la malicia a los oficiales y la angustia a Ginés, que pretextó la mejor salud de este mundo para evitar la cita. No contó con la solidaridad de sus compañeros, cómplices del capitán en la exageración de su mala salud.

– Tu salud es una pieza fundamental en la buena marcha de este barco.

Como ha dicho tantas veces el capitán Tourón, cada uno de nosotros es una parte de un todo y la avería de una parte significa el mal funcionamiento del todo.

Aunque Tourón no recordaba el momento exacto en el que había dicho lo que le atribuía Basora, asintió con firmeza y Ginés se fue a por él nada más terminada la cena, pisando las suelas del capitán en el corredor que llevaba a su camarote.

– Con su permiso, quisiera acostarme temprano y no molestarle demasiado tiempo.

– No es molestia, Ginés. Tome asiento. Le daré las vitaminas, pero he de decirle que ha sido un pretexto para poder charlar a solas. Hay tres clases de asociaciones de hombres, Ginés: personas, gente y gentuza. Me temo que sus compañeros son gentuza, mala gentuza y entre ellos le distingo a usted como una persona diferente.

Se sentó Tourón vencido en alguna batalla que no estaba dispuesto a desvelar, pero ofrecía a Ginés los restos de la derrota.

– Soy un hombre solo, Ginés. Mi mujer se cansó de esperarme travesía tras travesía y ni siquiera sé por dónde para. Mis hijos ya son mayores y viven su vida. Sólo me llaman cuando necesitan dinero o cuando pasan apuros, por ejemplo, mi hija, la pequeña, la última vez tuve que sacarla de una cárcel por tráfico de drogas.

Menos mal que aún conservo buenos amigos bien situados. Pero en fin, nada puedo esperar de los míos. Y en estas condiciones pesa más la soledad, la inutilidad de llegar a puerto.

Tengo ya cincuenta y cinco años, pronto empezaré a ser viejo, yo ya me siento viejo. Y lo noto cuando llego a puerto y todos ustedes tienen algo que les reclama. Yo no vivo mi propia esperanza, Ginés. Vivo las de ustedes.Por eso me emocioné cuando le vi tan feliz, aquel día, por las Ramblas, creo, en compañía de aquella mujer tan, tan aparentemente interesante, ésa es la palabra. Pero las mujeres interesantes son las peores.

¿No, Ginés?

Le pedía que hablase y Ginés tenía la boca llena de la nada que le enviaban los pulmones y el cerebro, ni una idea, ni una imagen, ni una palabra, ni siquiera aire.

– ¿No tiene nada que decirme, Ginés?

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