Manuel Montalbán - La Rosa de Alejandría

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Manuel Vázquez Montalbán acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al atípico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigación del sabueso galaico-apátrido-catalán pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente fórmula de un asesinato con connotaciones estéticas -la víctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado científicamente- y sociológicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronomía), erotismo, crítica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperación de sentimentalidades auténticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entrañables.

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– Ginés Larios, ha dicho usted ¿su novio?

– No habían llegado a ser novios.

Era un pretendiente. “Se hablaban”, como decía la prima. Pero luego se encontraron en Barcelona, por casualidad primero y luego aquello se convirtió en una serie de encuentros puntuales, en cada una de las llegadas del marino. De hecho a partir de una fecha determinada deben coincidir las visitas de Encarna, supuestamente visitas a los médicos, y los atraques de “La Rosa de Alejandría”.

– ”La Rosa de Alejandría”. Es un nombre sugerente.

– Si usted lo dice.

– ¿Y ahora qué?

– Tengo esa dirección a la que escribía Paca Larios y ese nombre, “Carol”. Ah, y una fotografía reciente.

– La cosa se pone bien. “Carol” También tiene su encanto el nombre.

Reconozca que es más sugestivo que si se hubiera puesto Conchita.

– No lo niego. Voy a ver qué encuentro en esa dirección.

– Me parece muy bien.

– Lo de Albacete es más bien sórdido y descarta al marido. Me extraña que ese hombre incluso pudiera moverse para trasladarse a Barcelona y reconocer el cadáver.

– Estuvo pocas horas. La policía ya le dijo a la familia que no estaba muy bien de salud, pero lo interpretamos como un malestar transitorio. Muy bien, Carvalho siga como hasta ahora.

Cuanto antes llegue al final más barato nos saldrá.

– Siempre velo por los intereses de mis clientes. Así otro día también recurrirá a mí.

– Estadísticamente es casi imposible que en una misma familia o grupo de personas se produzcan hechos de este tipo a lo largo de una generación.

– Por su boca habla la lógica.

En cuanto a Charo hubiera sido una crueldad llamarla a aquellas horas y ocupó el centro de la mañana comiéndose los tres croisans crujientes que Biscuter dejó a su alcance y bebiéndose dos tazas de chocolate ligero con el que su ayudante había querido conmemorar el regreso y paliar los efectos de su despistado encuentro en la escalera. Luego, Charo no se conformó con las explicaciones telefónicas y le pidió dos minutos para arreglarse e ir hacia el despacho.

– Si quieres voy yo.

– No. Que está todo desordenado.

Seguro que aún conservaba huellas del trabajo nocturno o un compañero retardado, insistente o simplemente dormido. Los dos minutos se convirtieron en una hora y Charo se predispuso a escuchar toda la historia del viaje, pero especialmente el recorrido por Águilas, con preguntas que trataban de cotejar las postales mentales heredadas de su madre con las que Carvalho traía de tan reciente viaje.

Las destrucciones y desapariciones la entristecieron y las supervivencias le hacían exigir de Carvalho descripciones meticulosas por si las estampas coincidían.

– Te quise traer un libro pero estaba agotado.

– Qué ilusión me habría hecho. ¿La Casita Verde cómo es?

– Es una casa muy especial, como de juguete, sola, delante del mar, pero ya se le acercan los bloques de pisos, no sé cuánto tiempo sobrevivirá.

– ¿Y Terreros? ¿Y las salinas?

– Ya no hay salinas.

– ¡No hay salinas!

¿Para qué necesitaba Charo las salinas de Terreros? Para conservar un recuerdo prestado de dunas de sal terrosa agredidas por el sol.

– Y lo del marino qué bonito. Pobre chico. Va a volver y se va a encontrar con todo el pastel.

A Carvalho se le cerraban los párpados. Biscuter le ofreció su camastro para que atendiera la llamada del sueño y del cansancio aplazado y Carvalho penetró por primera vez en muchos años en aquel pequeño dominio de su asistente, cinco o seis metros cuadrados ocupados por un camastro, una vieja cama turca que Biscuter había comprado en la plaza de las Glorias.

– El año de lo de Carrero, jefe, recuerde.

Un armario de plástico azul cerrado con cremallera, un póster de Sydne Rome desnuda, un calendario de la Caixa 1984, y una pequeña fotografía callejera, con el canto acanalado, en la que aparecía una mujer en traje de paseo deslumbrante y mirando a la cámara con el morro algo canalla. El adjetivo canalla, aunque lo hubiera pronunciado mentalmente, le molestó a Carvalho y se arrepintió. Al fin y al cabo aquella mujer había sido la madre de Biscuter y la había velado hacía poco más de un año, en compañía de su hijo. El camastro parecía construido a la medida de Biscuter y Carvalho notó su alma de metal en las esquinas del cuerpo, pero era tal la agresión del cansancio que se quedó dormido y abrió los ojos a la tarde ya caída. En el reloj mental, la urgencia de una búsqueda. Un salto brusco para recuperar conciencia del lugar y luego el despacho donde Biscuter permanecía con la luz del flexo encendida, las manos cruzadas sobre el regazo y ensimismado o pendiente de un recuerdo pequeño, como su cabeza, como él mismo.

Ganó Carvalho la calle y ni siquiera fue en busca de su coche.

Cogió un taxi que le dejó en las puertas de la dirección escrita por Paquita. Una vieja casa de vecinos en un edificio convencional del Ensanche, portería con luz mortecina, portera con aspecto de no haber salido de allí desde el final de la última guerra y mala gana en el momento de contestarle.

– Aquí no vive ninguna Carol. Está la señora Nisa, pero bueno, a veces ha llegado alguna carta a ese nombre, es verdad. Hable con ella.

Yo no sé nada. Y quiero seguir sin saber nada.

No eran buenas las relaciones entre la señorita o señora Nisa y la portera, dedujo, y subió los escalones que le separaban del entresuelo. Le abrió la puerta un viejo pulcro en traje de pésame y un olor a guiso profundo y pesado.

– ¿Viene a lo del anuncio?

– Es posible. Le hizo pasar a un recibidor semiiluminado y se asomó a un despachito con poca luz donde dos mujeres cuchicheaban. Dijo algo el viejo, volvió sobre sus pasos, olisqueó a Carvalho de refilón y se refugió en un comedor envejecido y por los suelos viejos mosaicos ornamentales.

Salió del despacho una de las coloquiantes, con aspecto de tener algo que ver con el viejo, por edad y por maneras y se fue en su seguimiento.

Quedó Carvalho en compañía de un gruñido de saludo y de una gordita risueña y morena que le saludaba con una corrección de encuentro tripartito o cuatripartito en la cumbre y le invitaba a entrar en un despacho presidido por una hornacina con una virgen disfrazada con traje regional de difícil identificación.

– ¿Vienes por lo del anuncio del diario, verdad, majo?

Tuvo ante sí más una imagen recordada que una imagen actual. Era un piso de barrio, más de barrio que éste, quizá, pero la misma luz economizada, la misma penumbra, un misterio equivalente, como equivalente era el bisbiseo o la sordina en la voz de la mujer que le atendía, sacerdotisa de un poder desconocido. En aquella ocasión había sido una santera con la virtud de quitar el mal de ojo y el mal de los celos, y eran celos lo que la madre de Carvalho quería quitarle a su hijo, celos que ponían melancolía en sus posturas y una inapetencia que la buena mujer no sabía atribuir a las gachas de posguerra con tocino rancio o no quería atribuir quizá, porque hubiera sido admitir una cierta responsabilidad en la cotidiana derrota de la esperanza. Recordaba Carvalho confusamente a qué o a quién le atribuían la causa de los celos, probablemente a otro niño, un pariente, más acomodado que tenía bicicleta en unos años y en una clase social en que nadie tenía casi nada. La santera rezó ante una inmensa virgen en hornacina, llenó al niño Carvalho de signos de la Cruz y de un aroma especial de ama de casa recién salida de la cocina, donde sin duda guisaba algo con laurel y vino, porque la santera olía a laurel y vino. Los recuerdos huelen y suenan, tienen paisaje musical. Con el tiempo y la cultura, antes de perder lo uno y la otra, Carvalho había descubierto que tuvo celos de su padre, de aquel padre casi desconocido, recién salido de la cárcel, que se metía en una alcoba que durante años y años había sido un santuario de tibieza y confianza para él y su madre.

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