– Está vacío. No abrirá hasta abril.
– ¿Vienen los dueños a ver las obras?
– Viene el dueño cada día. Pero más tarde.
Tomó la carretera de Jaravía, hacia la promesa de un oasis con palmeras divisado en el horizonte. Más allá una montaña amarilla y rojiza, con escombreras mineras y un pequeño tren amarillo que parecía jugar a avanzar y aguantarse por la ladera. A medida que la carretera subía, Águilas y sus calas se desparramaban hacia el Mediterráneo. A la izquierda, coincidiendo con el límite del crecimiento de las urbanizaciones, una playa con muelle férrico que seguía conservando un carácter singular de escenario de un progreso muerto, y a la derecha, la carretera hacia Almería escapando de un litoral bravo y desolado. Entre Los Jurados y Pilar de Jaravía, no tiene pérdida, le habían orientado los asfaltadores, verá usted un camino con un “Prohibido el paso, propiedad particular”, y allá en lo alto, una mancha de vegetación y una casa grande, como un palacio. La carretera hilvanaba invernaderos, y una vegetación de oasis se impuso como una mancha polícroma en el paisaje de geología implacable. El coche apuntó hacia el camino prohibido y subió por el asfalto corroído hasta llegar a una verja con el minio a la espera de una nueva capa de pintura. Dos monjas jóvenes recién salidas del jardín de la casa se apartaron para dejar paso al coche de Carvalho con la cara vuelta, como si no tuvieran ninguna curiosidad por el conductor. Tras la verja, un patio con el suelo de roquiza, en el centro un macizo de ficus brotaba de un pequeño estanque enmarcado en rocalla y una escalinata de granito al pie de una fachada en la que aún florecía buganvilia.
– ¡Señora! ¡Señora! Ha llegado un coche -gritó una criadita de bigotillo moreno, con la cara vuelta hacia el interior de la casa y el cuerpo tenso por los tirones de un bulldog que vomitaba ladridos contra el recién llegado-. No se acerque, señor, que muerde. Las ha mordido a las monjas que pedían caridad.
– ¿A ti también te muerde?
– A mí no porque le doy de comer.
Pero a los que no le dan de comer les muerde.
– Este perro sabe lo que se hace.
Primero llegó la voz.
– ¡Pero es que nunca ha visto un coche esta niña!
Y luego apareció la dueña, ochenta kilos de ancho por cuarenta años de alto y las cejas marrones dibujadas tan al norte de la cara que se habían salido de órbita.
– En la casa hay tres coches y tienes que armar la marimorena cuando llega uno.
– Es que el perro no me dejaba decírselo.
– Pues ya está dicho.
Y eran grandes aquellos ojos enriquecidos por las pestañas postizas y la curiosidad.
– ¿Qué se le ofrece?
– He hablado en Águilas con sus parientes y me han enviado aquí.
– Lleva el coche hecho un asco -dijo la mujer examinando con desagrado el aspecto de viejo caballo cansado que tenía el Ford Fiesta de Carvalho-. Lucita, pásale un trapo al coche del señor que no tiene ni por dónde mirar.
– No se moleste.
Pero era inútil.
– Es que hay un polvo por estos caminos. Desde hace meses que no cae agüica recalaera y sólo de vez en cuando un poco de matapolvillo que hace más mal que bien. ¿Pero usted no es de Águilas?
Los grandes ojos se habían fijado en la matrícula.
– Vengo desde Barcelona. Es por un asunto relacionado con Encarna, Encarna Abellán.
– ¡Encarna, mi Encarna! Ya era hora que supiera algo de ella. Vaya lunática. Tan pronto me manda cartas que no puedo acabar de leer ni en un mes como no me dice ni pío. Pase. Y tú, niña, deja a “Bronco” y pásale un trapo y agua por el coche del señor, sobre todo por el parabrisas. No puedo soportar los coches sucios, y además son un peligro, para el que conduce y para los otros.
Mientras Carvalho la seguía a través de un recibidor excesivo en todo y aceptaba un butacón almenado en el salón con piano y un enorme televisor acondicionado para que durmieran dentro los presentadores, pensaba en cómo comunicarle a la castellana la noticia de la muerte de su amiga.
– ¿Dónde se ha metido esa descastada?
– Creía que usted ya lo sabía.
– ¿Saber qué? ¿Qué ha pasado?
Alguna vez en su vida Carvalho había descubierto que la expresión más adecuada y simple para comunicar la noticia de una muerte es abatir la mirada y dejarla en el suelo, como si fuera incapaz de remontar el vuelo.
Así lo hizo.
– ¿No me dirá usted que Encarna…?
La mirada seguía obstinadamente abatida y el estallido de sollozos la puso en movimiento para acoger con solidaridad las convulsiones de aquel rostro incontrolado, en el que las lágrimas, los parpadeos, los rugidos narinales y las crueles frotaciones de las yemas de los dedos habían provocado el desastre de la congoja más desesperada.
– ¡Mi Encarna! ¡Ay, Encarnita de mi corazón! ¡Mi Encarna!
Las voces convocaron a la criadita con el pasmo en la cara y un trapo sucio en una mano y a un sólido calvo en pantuflas y bata de terciopelo que preguntó un ¿qué pasa aquí? antes de que la dama se arrojara en sus brazos, con tal ímpetu que le hizo perder la estabilidad y con ella la chinela izquierda.
Habían menguado los entrecortados sollozos y la habitación olía a agua del Carmen y a lágrimas. El hombre tenía las tres pecheras empapadas de las lágrimas de su mujer, la de la bata, la de la camisa y la de la camiseta que se adivinaba al fondo de una aproximación visual a su escote.
– ¿Ya estás mejor, Paquita?
– Mejor. ¿Cómo puedo estar mejor?
– Tenía que suceder.
– ¿Por qué tenía que suceder?
– Porque Encarnita tenía la cabeza a pájaros.
– ¿Y tú qué sabes si no la conocías?
– Señora, el coche ya está limpio.
Le he puesto hasta Mistol.
Carvalho sufría por el trato infringido al pobre animal que debería devolverle a casa. El aviso de la criadita resituó a la señora Paca.
Apartó a su marido y se enfrentó a Carvalho.
– Supongo que usted querrá hablar conmigo. ¿Es usted inspector?
– No. Trabajo por encargo de la familia de Encarna.
– ¿Mariquita?
– Eso es.
La mujer indicó a su marido con la cabeza que se fuera.
– Vete, Manolo. Hay cosas entre mujeres que deben hablarse entre mujeres.
El hombre miraba perplejo a Carvalho, pero la apariencia viril del detective era irrebatible. Carvalho se encogió de hombros y le envió un gesto cómplice, hoy te ha tocado a ti, mañana me tocará a mí.
– Si me necesitas me llamas.
¿Quiere una copita usted?
– No, muchas gracias.
– ¿Una copita de Marie Brizard para matar el gusanillo?
– Le tengo cariño al gusanillo. No lo mataría así como así.
Sonrió el hombre sin saber por qué sonreía y salió de la habitación. La mirada de la dueña escarbaba en Carvalho, como si buscara otras verdades ocultas más allá de las que le había dicho.
– ¿Se sabe quién le hizo esa salvajada?
– No. Por eso estoy yo aquí.
– ¿Cómo sabía usted que me encontraría aquí?
– Aquí no lo sabía. Pensaba que tal vez siguiera en Águilas. Me pusieron en su pista gentes relacionadas con el marido de Encarna.
– Ese borde. Ese borde tiene la culpa de todo.
Desde que Encarna se había casado apenas si había vuelto por Águilas.
Dos o tres veces. En verano. No.
No era la misma. Era una señora, pero a costa de un alto precio.
– El otro día una mujer le escribía a Elena Francis una carta que se parecía mucho, mucho a la vida de Encarna. Incluso por un momento pensé: mira, ésa es Encarna que se desahoga.
Pero no. No iba con el carácter de Encarna escribirle a la Francis.
Era muy reconcentrada. Muy suya.
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