Lo peor no fue tu frustración; fue lo indignada que quedó contigo la familia de Mette por aquel fiasco. ¡Cómo! Este bohemio estrafalario dejaba su posición y su trabajo respetable de financista en nombre del Arte ¡Y era esto lo que pintaba! La condesa Moltke hizo saber que si ese personaje de indumentaria grotesca y afeminada, imitador de los pieles rojas, permanecía en Copenhague ella dejaría de pagar el colegio a Emil, el hijo mayor de los Gauguin, obra caritativa que había asumido hacía seis meses. Y la Vikinga, pálida y lloriqueando, se atrevió a decirte que, si no partías, los jóvenes diplomáticos a los que enseñaba francés la habían amenazado con buscarse otro profesor. Y, entonces, ella y los niños se morirían de hambre. ¡Te echaron de Copenhague como un perro, Koke! No tuviste más remedio que volver a París, en una tercera de tren, llevándote al pequeño Clovis, de seis añitos, así aliviabas de una boca las penurias de Mette para alimentar al resto de la familia. La separación, aquel comienzo de junio de 1885, fue una obra maestra de hipocresía. Tú y ella simularon una separación momentánea, exigida por las circunstancias, diciéndose que, apenas las cosas mejoraran, volverían a reunirse. Sin embargo, en el fondo tú sabías de sobra, y acaso Mette también, que la separación sería larga, tal vez definitiva. ¿Cierto, Koke? Bueno, sólo hasta cierto punto. Porque, aunque en estos dieciocho años sólo se habían visto una vez y por pocos días -ella no dejó que la tocaras-, legalmente la Vikinga seguía siendo tu mujer. ¿Hacía cuántos meses ya que Mette no te escribía, Koke?
Llegó a París sin un centavo en el bolsillo, con un niño a cuestas, a alojarse donde el buen Schuff, en su departamento de la rue Boulard, desde cuyas ventanas divisabas las lápidas del cementerio de Montparnasse. Tenías treinta y siete años, Koke. ¿Comenzabas a ser un verdadero pintor? Todavía. Como en el piso no había espacio para trabajar, dibujabas y pintabas en las calles, de pie junto a un castaño del Luxemburgo, sentado en las bancas de los parques, a las orillas del Sena, en cuadernos y telas que te regalaba el amigo Schuff, quien, sin que lo advirtiera Louise, su mujer, te deslizaba a veces unos francos en el bolsillo para que a media jornada pudieras sentarte un rato en la terraza de _n café. ¿Fue en ese verano de 1885 que, algunas noches de desvelo, te asustaste, pensando que, a lo mejor, todo aquello que hacías era un monumental error, un disparate que lamentarías? No, el período de desesperación extrema vino después. En julio, gracias a la venta de otro cuadro de tu colección de impresionistas (quedaban muy pocos y todos en manos de Mette) partiste a Dieppe. Allí pasaba el verano una colonia de pintores conocidos tuyos, entre ellos Degas. Se reunían en una casa extraordinariamente vistosa y original, el Chalet du Bas-Fort-Blanc, del pintor Jacques-Émile Blanche. Fuiste a visitados, creyendo que esos compañeros te recibirían con los brazos abiertos; pero se hicieron negar y descubriste a Degas y Blanche espiándote detrás de los visillos, mientras el mayordomo te despedía. Desde entonces, ambos te esquivaron como a un ser impresentable. Lo eras, Koke. Merodeabas, solo como un hongo, por el puerto y los acantilados, con tu caballete, tus pinturas y tus cartulinas, pintando bañistas, playas arenosas, altos arrecifes. Los cuadros eran malos. Te sentías un perro sarnoso. Nada raro que Degas, Blanche y los otros pintores de Dieppe te evitaran: te vestías como pordiosero porque en eso te habías convertido.
Todavía no había llegado lo peor, Koke. Vino con el invierno, cuando retornaste a París, de nuevo sin dinero. Tu hermana María Fernanda te devolvió a Clovis, de quien se había hecho cargo a regañadientes mientras tú estabas en Dieppe. Los Schuffenecker ya no pudieron alojarte. Alquilaste un cuartito miserable en la rue Caíl, cerca de la Gare de l'Est, sin muebles. Conseguiste en un mercadillo de trastos viejos una camita para Clovis. Tú dormías en el suelo, temblando de frío bajo una simple manta. Sólo tenías ropa de verano y Mette no te envió nunca la de invierno que dejaste en Copenhague. Aquellos meses finales de 1885 y primeros de 1886 fueron helados, con frecuentes nevadas. Clovis contrajo una varicela y ni siquiera pudiste comprarle remedios; sobrevivió porque, sin duda, tenía tu misma sangre fuerte y un espíritu rebelde que se crecía ante la adversidad. Lo alimentabas con puñaditos de arroz y tú, muchos días, comiste apenas un mendrugo. Entonces -la desesperación, Koke- tuviste que dejar de pintar para que tú y el niño no desfallecieran. Cuando pensabas que, tal vez, la solución sería lanzarte desde uno de los puentes a las aguas heladas del Sena con el niño en brazos, encontraste trabajo: pegador de carteles publicitarios en las estaciones de París. ¡Albricias, Koke! Era un trabajo duro, a la intemperie, que te embadurnaba de engrudo de pies a cabeza, pero, en unas cuantas semanas, te permitió ahorrar lo suficiente para poner a Clovis en una modestísima pensión, en Antony, en las afueras de París.
¿Fue ese invierno, entre 1885 y 1886, el peor momento de tu vida, cuando estuviste a punto de rendirte? No. Era éste, pese a que tenías un techo bajo el cual dormir y -gracias a Daniel de Monfreid y al galerista Ambroise Vollard- un dinerillo que, aunque escaso, te permitía comer y beber. Porque nada, ni siquiera aquel horrible invierno de hacía dieciocho años, se comparaba a la impotencia que sentías cada jornada, tratando, poco menos que a tientas, de volcar en el lienzo los colores y las formas que te sugería la presencia de Haapuani. La presencia, porque casi todo lo que veías de él era una silueta sin rostro. Eso no te importaba tanto. Tenías en la memoria, muy nítida, la agraciada cara, pese a sus años, del marido de Tohotama, y, también, la idea de lo que debía ser el cuadro. Un bello hechicero que es, al mismo tiempo, un mahu. Un ser coqueto y distinguido, con florecillas entre sus lacios y largos cabellos femeninos, envuelto en una gran capa roja que llamea a sus espaldas, con una hoja en su mano derecha que delata sus conocimientos secretos del mundo vegetal,-filtros de amor, pociones curativas, venenos, cocimientos mágicos- y, detrás de él, como siempre en tus cuadros (¿por qué, Koke?), dos mujeres sumergidas en la floresta -reales o tal vez fantásticas, arrebujadas en unos misteriosos capotes masculinos de reminiscencia frailuna y medieval-, observándolo, fascinadas o asustadas por su conducta misteriosa y equívoca y por su insolente libertad. Habría un perro allí también, a los pies del brujo, de extraña osatura, venido acaso del averno maorí. Un gallo negro, un río de aguas blanquiazules, y un cielo de anochecer asomaría entre los árboles del bosque, al fondo. Lo veías muy bien en tu mente, pero, para trasladarlo sobre la tela, necesitabas consultar a cada momento al propio Haapuani, o a Tohotama, o a Tioka, que a veces venía a verte trabajar, sobre los colores, y las mezclas que hacías poco menos que por mera intuición, sin poder verificar los resultados. Ellos tenían buena voluntad, pero no las palabras ni el conocimiento para responder a tus preguntas. La idea de que sus informaciones inexactas estropearan tu tarea te torturaba. El trabajo iba lentísimo. ¿Avanzabas o retrocedías? Cómo saberlo. Cuando la impotencia te arrancaba un gemido, una crisis de llanto y blasfemias, Haapuani y Tohotama permanecían a tu lado, sin moverse, respetuosos, esperando que te calmaras y retornaras el pincel.
Entonces, Paul recordó que, en aquel invierno durísimo de hacía dieciocho años, cuando pegaba carteles en las estaciones de ferrocarril de París, el azar puso en sus manos un librito que encontró, olvidado o arrojado allí por su dueño, en una silla de un cafetín contiguo a la Gare de l'Est donde se sentaba a tomar un ajenjo al término de la jornada. Su autor era un turco, el artista, filósofo y teólogo Mani Velibi-Zumbul-Zadi, que, en ese ensayo, había trenzado sus tres vocaciones. El color, según él, expresaba algo más recóndito y subjetivo que el mundo natural. Era manifestación de la sensibilidad, las creencias y las fantasías humanas. En la valoración y el uso de los colores se volcaba la espiritualidad de una época, los ángeles y demonios de las personas. Por eso, los artistas auténticos no debían sentirse esclavizados por el mimetismo pictórico frente al mundo natural: bosque verde, cielo azul, mar gris, nube blanca. Su obligación era usar los colores de acuerdo a urgencias íntimas o al simple capricho personal: sol negro, luna solar, caballo azul, olas esmeraldas, nubes verdes. Mani Velibi-Zumbul-Zadi decía también -qué oportuna ahora esa enseñanza, Koke- que los artistas, para preservar su autenticidad, debían prescindir de modelos y pintar fiándose exclusivamente de su memoria. Así su arte materializaría mejor sus verdades secretas. Eso era lo que, obligado por tus ojos, estabas haciendo, Koke. ¿Sería El hechicero de Hiva Da el último cuadro que pintarías? La pregunta te daba arcadas de tristeza y rabia.
Читать дальше