Pero ¿el episodio decisivo no habría sido más bien, en vez del buen Schuff, aquella visita a esa galería de la rue Vivienne donde se exhibía la Olympia , de Édouard Manet?
– Fue como ser alcanzado por un rayo, como ver una aparición -explicó Paul-. La Olympia de Édouard Manet. El cuadro más impresionante que había visto nunca. Pensé: «Pintar así es ser un centauro, un Dios». Pensé: «Tengo que ser un pintor yo también». Ya no me acuerdo muy bien. Pero fue algo así.
– ¿Un cuadro puede cambiar la vida de un hombre? -Ky Dong lo miraba con escepticismo.
Sobre sus cabezas había ahora de nuevo una trompetería infernal de rayos y truenos y el viento sacudía todos los árboles de Atuona con furia. Pero todavía no había regresado la lluvia. Una niebla espesa ocultaba otra vez el sol. Habían desaparecido las moles boscosas del Temetiu y el Feani. Los amigos callaron, hasta que un nuevo interludio de la tormenta permitió que se escucharan sus voces.
– A mí me la cambió, me la jodió -afirmó Paul, con brusca furia-. Me revolvió, me dio pesadillas. De pronto, ya no me sentí seguro de nada, ni del suelo que pisaba. ¿No han visto ustedes la foto de Olympia, ahí en mi estudio? Se la voy a mostrar.
Cruzó chapoteando el enfangado jardín y subió a los altos de La Casa del Placer. El viento sacudía la escalerilla exterior como si fuera a arrancada. La foto amarillenta y algo borrosa de Olympia presidía la serie de estampas y clichés de su vieja colección: Holbein, Durero, Rembrandt, Puvis de Chavannes, Degas, algunas estampas japonesas, la reproducción de un bajorrelieve del templo javanés de Borobudur. Al comenzar el aguacero, hacía siete días, había descolgado las fotos pornográficas y las tenía metidas bajo el colchón, para salvarlas de la lluvia, que había atravesado el bambú y mojado toda la estancia. Muchas de estas fotos, empapadas, ahora perderían del todo su ya desvaído color. La de Olympia era la más antigua. La habías buscado con avidez, luego de aquella exposición en la rue Vivienne, y nunca te habías separado de ella desde entonces.
Sus amigos la examinaron pasándosela de mano en mano, y, por supuesto, al descubrir el cuerpo desnudo, luminoso, de Victorine MeureT(Koke les contó que la había conocido y que la modelo no era ni sombra de su imagen, que Manet la había transfigurado) desafiando con su mirada de mujer libre y superior al mundo entero mientras su criada negra le acercaba un ramo de flores, el pastor Vernier enrojeció hasta las orejas. Temeroso sin duda de que ese desnudo fuera el comienzo de algo peor, alegó un pretexto para irse:
– En cualquier momento va a descargarse el cielo otra vez -dijo, señalando las formaciones amenazadoras de nubes oscuras que avanzaban sobre Atuona-. No quiero llegar a la misión nadando, tenemos servicio esta tarde. Aunque con esta tormenta, me temo, no vendrá nadie. N o debe quedar una planta en pie en mi jardín. Adiós a todos. Deliciosa la tortilla, Paul.
Partió, zangoloteando en el barro, y evitando mirar al pasar junto a ellos a los grotescos muñecones Padre Lujuria y Teresa. Tioka tenía clavada la vista en la foto, y, luego de un buen rato, siempre sobándose la barba nevada, preguntó, en su lento francés:
– ¿Una diosa? ¿Una puta? ¿Quién es ella, Koke? -Las dos cosas y muchas otras más -dijo Paul,
sin reír como sus compañeros-. Es lo extraordinario de esa imagen. Ser mil mujeres a la vez, en una sola. Para todos los apetitos, para todos los sueños. La única mujer que no me ha cansado nunca, amigos. Aunque, ahora, apenas consigo veda. Pero la llevo aquí, y aquí, y aquí.
Lo dijo a la vez que se tocaba la cabeza, el corazón y el falo. Sus amigos lo celebraron con nuevas risas.
Como lo había anunciado Vernier, el cielo siguió oscureciéndose muy deprisa. No se veía la colina del cementerio tampoco, pero se oía rugir al río Make Make, cargadísimo. Cuando arreció la lluvia, con las copas en las manos corrieron a refugiarse al taller de escultura, más seco que el resto de La Casa del Placer. Estaban calados. Se acurrucaron en la única banca y el despanzurrado sofá. Paulles llenó las copas de nuevo. Mientras lo hacía advirtió que el aguacero había destrozado los girasoles del jardín y sintió pena por ellos y por el Holandés Loco. Ky Dong se extrañó de no haber visto a Vaeoho en todo el día: ¿dónde andaba, con semejante temporal?
– Se ha ido donde su familia, al poblado de Hanaupe. Está embarazada y prefiere dar a luz allá. En realidad, se aprovecha de este pretexto para librarse de mí. No creo que vuelva. Está harta ya de todo esto y tal vez tenga razón.
Sus amigos se miraron, incómodos. Harta de ti y de tus llagas, Paul. Tu vahine no podía ocultar su desagrado y no necesitabas veda para darte cuenta. La cara se le descomponía cada vez que querías tocada. Bah, pobre muchacha. Estabas convertido en una asquerosidad, en una ruina viviente, Koke. Pero, en este momento, con el calor del ajenjo dentro del cuerpo y conversando con estos amigos, pese a la furia del cielo te querías sentir bien. Unos cuantos girasoles aplastados no te iban a joder la vida más de lo que ya la tenías, Koke.
– En los años que llevo aquí, nunca vi llover así -dijo Ky Dong, mostrando el cielo: las trombas de agua sacudían el techo de bambú y hojas de palmera trenzadas y parecían a punto de arrancado. Los relámpagos iluminaban el horizonte por segundos y luego todas las montañas de Hiva Oa que los rodeaban desaparecían, borradas por unas nubes negras y estruendosas. Ni siquiera se divisaba el almacén de Ben Varney que estaba tan cerca. El mar, él su espalda, parecía rabioso. ¿El fin del mundo, Koke?
– Yo tampoco he salido nunca de esta isla y jamás vi antes llover así -dijo Tioka-. Algo malo va a pasar.
– ¿Algo más malo que este diluvio? -se burló Ben Varney, con la lengua medio trabada. Y, volviéndose hacia Paul, reanudó la conversación-: ¿O sea que viste ese cuadro y lo echaste todo por la borda y te dedicaste a la pintura? Tú no eres un salvaje sino un loco, Paul.
Estaba muy cómico el almacenero, con sus pelos rojizos apelmazados cubriéndole la frente como un cerquillo. Se reía, divertido e incrédulo.
– Ojalá hubiera sido tan fácil -dijo Paul-. Yo estaba casado. Y muy en serio. Tenía un hogar muy burgués, una mujer que me llenaba de hijos. ¿Cómo echar todo por la borda, de la noche a la mañana? ¿Y las responsabilidades? ¿Y la moral? ¿Y el qué dirán? Yo creía en esas cosas, entonces.
– ¿Tú, casado? -se sorprendió Ky Dong-. ¿Con todas las de la ley, Koke?
Con todas las de la ley y mucho más. ¿Te habías enamorado tanto, Paul, de Mette Gad, esa joven danesa culta, espigada, vikinga de largos cabellos rubios venida a pasear a París, en aquel invierno de 1872? No lo recordabas, en absoluto. Pero, sin duda, sí, te habías enamorado de la Vikinga. Pues la habías invitado, cortejado, declarado tu amor y pedido formalmente en matrimonio, algo a lo que la horrible familia de Mette, burguesa, burguesísima, de Copenhague, después de dudado mucho y de hacer puntillosas averiguaciones sobre el pretendiente, por fin consintió. Fue una boda como se debe, en la alcaldía del barrio IX, y en la iglesia luterana de París, para satisfacer a esos remilgados escandinavos. Con champagne, orquesta, buen número de invitados y generosos regalos de tu tutor, Gustave Arosa, y de tu jefe, Paul Bertin. Y, luego de una corta luna de miel en Deauville, a ocupar el pisito de la Place Saint -Georges, donde colgaste el manto de los antiguos peruanos que te regalaron tu hermana María Fernanda y su novio colombiano, Juan Uribe. Hacías todo lo que convenía a un joven corredor de Bolsa con un brillante porvenir. Eso eras tú entonces, Paul. Trabajabas mucho, ganabas bien, en 1873 tuviste tres mil francos de prima -más que ninguno de tus colegas de la agencia Bertin-, y Mette, dichosa, decoraba la casa y ardía de impaciencia por empezar a parir. En 1874, cuando nació el primogénito y fue bautizado Emil (por su padrino, el buen Schuff, aunque sin la «e» final, en recuerdo de sus ancestros nórdicos), recibiste un nuevo bono de tres mil francos. Una pequeña fortuna, que la alegre Mette Gad se dispuso a dilapidar en compras y diversiones, sin sospechar que ya tenía el enemigo en casa. Su diligente y afectuoso marido, a escondidas garabateaba bocetos, y había empezado a tomar clases de dibujo y pintura junto a Schuff, en la Academia Colarossi. Cuando lo descubrió, ya no vivían en la Place Saint -Georges, sino en un barrio aún más elegante, el XVI, en un magnífico pisito de la rue de Chaillot que Paul se resignó a alquilar, dando gusto a los delirios de grandeza de Mette, aunque previniéndola de que era excesivo para sus Ingresos.
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