Mario Llosa - El Paraíso en la otra esquina

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El Paraíso en la otra esquina: краткое содержание, описание и аннотация

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En esta novela de Vargas Llosa se nos invita a compartir los destinos y las historias. Y son historias en todo el sentido de la palabra, puesto que la obra está basada en hechos reales y refleja sabidurías muy interesantes del autor, por ejemplo, en los temas de política decimonónica, rastreando en las utopías de izquierda que embebieron a pensadores de aquellos tiempos, allí donde el novelista puede consagrarse a su conocida y reconocida labor de crítico político.
En la trama tenemos dos personajes que fueron importantes en su tiempo y aún más después, ya ritualizados por el culto ineludible. Flora Tristán busca la felicidad o el bienestar de los demás, de la sociedad, lo considera como su misión. Pero, en la obra de Vargas, no se advierte demasiado que ello sea en bien mismo de aquella feminista y revolucionaria francesa y de origen hispano-peruano por línea paterna, quizá con deliberación, no se nos expone con suficiente explicitud, pues, que dicha misión le pueda otorgar la felicidad a ella misma que, ya en las alturas de su vida en que nos sitúa la narración, descree, sobretodo, de la relación íntima heterosexual. Es su apostolado, su peregrinación de paria. En cambio, el nieto de la revolucionaria- más egótico, más hedonista, acaso más estético-, el destacado pintor francés (después catalogado como postimpresionista) Paul Gauguin, que pasaría su infancia en Lima, rodeado de su familia americana, busca la felicidad `El Paraíso En La Otra Esquina `, de los juegos infantiles, en las musas artísticas. El acotamiento histórico-novelístico es, si se quiere, breve, pero está muy bien descrito y se nota un contacto incluso material con los aspectos de la trama (se difundió, vale decirlo, hace meses, una foto del autor junto a la lejana tumba de Gauguin).
El pintor, en su relativamente breve pero intenso -como toda su vida, según la historia y según la novela historiada- retiro polinesio, Flora Tristán, en su gira por diversas ciudades francesas, en el año de su muerte. Ambos, sin embargo, quizá para recordar más amplitudes de sus historias, también para basar mejor el relato, recuerdan cosas de su pasado. Gauguin a Van Gogh y su abandono de las finanzas por el arte, Flora, Florita, Andaluza, como le espeta el autor peruano en la novela, sus agrias peripecias con la causa de la revolución y de la mujer, pero, más hondamente, con el sexo, con el distanciamiento del contacto corporal, excepto en una amante sáfica y polaca que parece inspirar más afecto que libido, y finalmente su acercamiento lento pero seguro a las causas utópicas de las que luego será tan afectuosa como crítica.
Vargas Llosa se muestra muy eficaz cercando la historia en los dos tiempos precisos: Gauguin buscando lo paradisíaco-algo que la historia, al menos la artística, desvela como la efectiva búsqueda de su ser -y Flora Tristán cumpliendo su misión, su ascesis, su afecto, hasta la misma muerte. Sin embargo, el escritor no nos deja en ayunas en cuanto al rico pasado más lejano de ambos, y nos introduce en ellos-siempre con interesantes minucias que parecen de historiador o cronólogo- como una añeja fotografía que aparece repentinamente en la cadencia narrativa. La novela suele tener una sonoridad tropical y exótica conveniente a los dos personajes, que la llevaban en la sangre e incluso en la crianza. Gauguin muere en las Marquesas, rodeado de la exuberante vegetación que acatan los Mares del Sur. Flora, la abuela del pintor, recuerda, bajo peruana pluma, su peruano exilio en Arequipa, este alejamiento, esta periferia narrativa, une a las sangres y a las vidas de las dos personas, de los dos personajes, y del escritor tanto americano como europeo que ahora es Mario Vargas Llosa.

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La súbita pregunta del pastor protestante de Atuona dejó a Paul desconcertado. Conversaban en el anegado jardín de La Casa del Placer. Felizmente, había dejado de llover. Las nubes, al abrirse hacía una hora, desnudaron un cielo de purísimo azul y el sol brilló muy fuerte. Había llovido diluvialmente toda la semana y este paréntesis de buen tiempo tenía a los cinco amigos de Paul-Ky Dong, Ben Varney, Émile Frébault, su vecino Tioka y el jefe de la misión protestante- muy contentos. Sólo el pastor Vernier no bebía alcohol. Los otros acariciaban en las manos vasos de ajenjo o de ron y tenían los ojos achispados.

– ¿Sintió la vocación de ser artista desde niño? -insistió Vernier-. Me interesa mucho el tema de las vocaciones. Religiosas o artísticas. Porque creo que hay en ambas mucho de común.

El pastor Vernier era un hombre enjuto e intemporal y hablaba con gran suavidad, acariciando las palabras. Tenía pasión por las almas y las flores; su jardín, extendido al pie de los dos hermosos tamarindos de la misión que Koke divisaba desde su estudio, era el mejor cuidado y el más fragante de Atuona. Se sonrosaba cada vez que Paul o los otros decían palabrotas o mencionaban el sexo. Miraba a Koke con verdadero interés, como si el asunto de la vocación de veras le importara.

– Bueno, a mí, el vicio este me atacó tardísimo -reflexionó Paul-. Hasta los treinta años no creo haber dibujado ni siquiera un monigote. Los artistas me parecían unos bohemios y unos maricones. Los despreciaba. Cuando dejé la marina, al fin de la guerra, no sabía qué hacer en la vida. Pero lo único que no se me pasaba por la cabeza era ser pintor.

Tus amigos se rieron, creyendo que hacías una de tus acostumbradas bromas. Pero era cierto, cierto, Paul. Aunque nadie lo entendiera, empezando por ti mismo. El gran misterio de tu vida, Koke. Lo habías sondeado mil veces, sin encontrar jamás una explicación. ¿Llevabas desde la cuna aquel gusanito en las entrañas? ¿Esperaba el momento, la circunstancia adecuada para manifestarse? Lo acababa de insinuar Ky Dong, que parecía escurrido en su pareo floreado:

– Es imposible que una vocación de pintor aparezca súbitamente en la vida de un hombre maduro, Pau!. Cuéntanos la verdad.

Ésa era la verdad, aunque tus amigos no te creyeran. En tu memoria no había rastro del menor interés por la pintura, ni por arte alguno, en los años que recorrías los mares del mundo en barcos de la marina mercante, ni después, cuando hacías el servicio militar en el ]éróme-Napoléon. Tampoco antes, en el internado de Orléans de monseñor Dupanloup. Tu memoria fallaba en estos últimos tiempos, pero de eso estabas seguro: ni de escolar ni de marino jamás pintaste un boceto, ni visitaste un museo, ni entraste a una galería de arte. Y, cuando te liberaron del servicio y fuiste a vivir a París donde tu tutor Gustave Arosa, tampoco prestaste mayor atención a las pinturas que colgaban en sus paredes; sólo mirabas con curiosidad las figurillas de barro cocido de los antiguos incas que tenía tu tutor, pero ¿por razones artísticas o porque te recordaban aquellos muñequitos de los mantos prehispánicos que te intrigaron tanto, de niño, en Lima, en la casa del tío abuelo don Pío Tristán?

– ¿Y qué hiciste, entonces, entre los veinte y los treinta? -le preguntó Ben. El ex ballenero y dueño del almacén de Atuona estaba congestionado y con los ojos medio desorbitados. Pero su voz no era aún la de un borracho.

– Era agente de Bolsa, financista, banquero -dijo Paul-. Y, aunque tampoco me lo crean, lo hacía bien. Si hubiera seguido en eso, tal vez sería millonario. Un gran burgués que fuma puros y mantiene dos o tres queridas. Perdón, pastor.

Lo festejaron. La risa del gigantesco Frébault, a quien Paul había bautizado Poseidón por su corpulencia y su pasión por el mar, parecía arrastrar piedras. Hasta el hierático Tioka, que se acariciaba la gran barba blanca como sometiendo a furnia filosófica todo lo que oía, se rió. No te imaginaban de hombre de negocios, a ti, siendo el salvaje que eras, Paul. No tenía nada de raro. Ahora, ni siquiera tú te lo creías, pese a haberlo vivido. Pero ¿eras tú aquel joven de veintitrés años, al que Gustave Arosa sugirió, en una charla muy seria, bebiendo cognac en su mansión de Passy, que se dedicara a los negocios en la Bolsa, donde se podían hacer fortunas, como había hecho él? Aceptaste la idea de buena gana y le quedaste reconocido -todavía no lo odiabas, todavía no querías saber que tu madre había sido la amante de ese ricachón- cuando te consiguió un puesto en la oficina de su socio, Paul Bertin, agente reputado de la Bolsa de París. Qué ibas a ser tú ese joven atildado, educado, tímido, que llegaba a la oficina con puntualidad enfermiza, y, sin distraerse un instante, se entregaba horas de horas, en cuerpo y alma, a empaparse de ese difícil oficio, conseguir clientes que confiaran a la agencia Bertin la inversión de sus rentas y patrimonio en la Bolsa de París. Quién que te hubiera frecuentado en estos últimos diez años podría concebir siquiera que, en 1872, 1873, 1874, fueras un empleado modelo, al que el propio patrón, Paul Bertin, tan seco y hosco, felicitaba a veces por su empeño, y por esa vida ordenada, que, a diferencia de la de tus colegas, evitaba la disipación de los cafés y bares donde todos ellos se precipitaban al cierre de las oficinas. Tú no. Tú, hombre formal, te ibas andando al cuartito alquilado de la rue La Bruyere, y, después de cenar frugalmente en un restaurante del vecindario, todavía te sentabas en tu mesita coja y gruñona a revisar papeles de la oficina.

– Parece mentira, Paul -exclamó el pastor Vernier, alzando la voz porque la apagaban lejanos truenos-. ¿Fue usted así, en su mocedad?

– Un asqueroso aprendiz de burgués, pastor. Yo tampoco me lo creo, ahora.

– ¿Y cómo ocurrió el cambio? -intervino el vozarrón de Frébault.

– Dirás el milagro -lo corrigió Ky Dong. El príncipe anamita miraba a Paul intrigado, con expresión cavilosa-. ¿Cómo fue?

– He pensado mucho en eso y creo que ahora tengo una respuesta clara -Paul retuvo en la boca, con delectación, un sorbito dulce y picante de ajenjo y chupó su pipa antes de continuar-. El corruptor, el que jodió mi carrera de burgués, fue el buen Schuff.

Hombros caídos, mirada perruna, andar cansino, un acento alsaciano que provocaba sonrisas: Claude- Émile Schuffenecker. El buen Schuff. Qué te ibas a imaginar, Paul, cuando ese hombre tímido, bondadoso, descuadrado y gordinflón entró a trabajar en la agencia Bertin -estaba mejor preparado que tú, había hecho estudios de comercio y esgrimía un diploma-, la influencia que tendría en tu vida. Ese colega amable, cordial, asustadizo, intimidado, te miraba con respeto y envidiaba tu personalidad fuerte y decidida. Te lo dijo, ruborizándose. Se hicieron muy amigos. Sólo después de algunas semanas descubrirías que ese colega inhibido y apocado alentaba, por debajo de su apariencia esmirriada, dos pasiones, que te fue revelando a medida que se trenzaba la amistad: el arte y las religiones orientales, principalmente el budismo, sobre el que Claude-Émile había leido muchísimo. ¿Seguiría interesado en alcanzar el nirvana? Pero fue la manera como Schuff hablaba de la pintura y los pintores lo que te sorprendió, intrigó, y, poco a poco, contagió. Para el buen Schuff, los artistas eran seres de otra especie, medio ángeles, medio demonios, distintos en esencia de los hombres comunes. Las obras de arte constituían una realidad aparte, más pura, más perfecta, más ordenada, que este mundo sórdido y vulgar. Entrar en la órbita del arte era acceder a otra vida, en la que no sólo el espíritu, también el cuerpo se enriquecía y gozaba a través de los sentidos.

– Me estaba corrompiendo y yo no me daba cuenta -les hizo un brindis Paul-. ¡Por el buen Schuffi. Me arrastraba a galerías, a museos, a talleres de artistas. Me hizo entrar al Louvre por primera vez, a verlo copiar a los clásicos. Y, un buen día, no sé cómo, no sé cuándo, en los ratos libres, a escondidas, me puse a dibujar. Así empezó. El vicio tardío este. Recuerdo la sensación de estar haciendo algo malo, como de niño, en Odéans, donde el tío Zizi, cuando me masturbaba o espiaba desnudarse a la criada. ¿Increíble, no? Un día, me hizo comprar un caballete. Otro, me enseñó la pintura al óleo. Nunca había tenido antes en mis manos un pincel. Me hizo preparar los colores, mezclarlos. ¡Me corrompió, les digo! Con su carita de mosca muerta, de yo no soy nadie, de yo no existo, el buen Schuff produjo un cataclismo en mi vida. Por culpa de ese alsaciano gordinflón estoy aquí, en este fin del mundo.

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