Era su cara ceniza oscura de mestiza, sus facciones finas y marcadas -la naricita respingona, los gruesos labios heredados de sus ancestros negros- y la viveza e insolencia de sus ojos, en los que había desasosiego, curiosidad, burla de todo lo que veía. Hablaba un francés de extranjera, de exquisitas incorrecciones, con vocablos e imágenes de una vulgaridad que a Paulle recordaban los burdeles de los puertos, en su mocedad marinera. Pese a no tener donde caerse muerta, ni saber leer ni escribir, ni poseer más cosas que su monita Taoa y la ropa que llevaba puesta, hacía alarde de una arrogancia de reina, en su desenfado, en sus poses y los sarcasmos que se permitía con todo y todos, como si nada le mereciera respeto, ni las formas convencionales rigieran para ella. Cuando algo o alguien le disgustaba, le sacaba la lengua y le hacía una morisqueta que Taoa imitaba, chillando.
En la cama, era difícil saber si la Javanesa gozaba o fingía. En todo caso, te hacía gozar a ti, y, a la vez, te divertía. Annah te devolvió lo que, desde el regreso a Francia, temías haber perdido: el deseo de pintar, el humor y las ganas de vivir.
Al día siguiente de aparecer Annah por su estudio, Paulla llevó a una tienda del boulevard de l'Opéra y le compró ropa, que le ayudó a escoger. Y, además de botines, media docena de sombreros, por los que Annah tenía pasión. Los llevaba puestos incluso dentro de casa, y era lo primero que se echaba encima, al despertar. A Paul lo estremecían las carcajadas cuando veía a la muchacha desnuda y con un rígido canotier en la cabeza, danzando en dirección a la cocina o el cuarto de baño.
Gracias a la alegría e inventiva de la Javanesa, el estudio de la rue Vercingétorix se convirtió, los jueves en la tarde, en un lugar de reunión y festejo. Paul tocaba el acordeón, se vestía a veces con un pareo tahitiano y se llenaba el cuerpo de fingidos tatuajes. A las soirées venían los amigos fieles de antaño, con sus esposas o amantes -Daniel de Monfreid y Annette, Charles Morice con una arriesgada condesa que compartía su miseria, los Schuffenecker, el escultor español Paco Durrio que cantaba y tocaba la guitarra, y una pareja de vecinos, dos suecos expatriados, los Molard, Ida, escultora, y William, compositor, quienes llevaban a veces a un compatriota dramaturgo e inventor medio loco llamado August Strindberg-. Los Molard tenían una hija adolescente, Judith, chiquilla inquieta y romántica, fascinada por el estudio del pintor. Paullo había empapelado de papel amarillo, las ventanas de tonalidades ambarinas, y lo alborotó con sus esculturas y cuadros tahitianos. De las paredes parecían salir llamas vegetales, cielos azulísimos, mares y lagunas esmeralda y sensuales cuerpos al natural. Antes de que apareciera Annah, Paul mantenía a cierta distancia a la hija de sus vecinos suecos, divertido con el embelesamiento que la chiquilla le mostraba, sin tocada. Pero, desde la llegada de la Javanesa, especie exótica que excitaba sus sentidos y fantasías, comenzó también a juguetear con Judith, cuando sus padres no andaban cerca. La cogía de la cintura, le rozaba los labios y apretaba sus nacientes pechitos, susurrándole: «Todo esto será mío, ¿cierto, señorita?». Aterrada y feliz, la chiquilla asentía: «Sí, sí, de usted».
Así se le metió en la cabeza pintar desnuda a la hija de los Molard. Se lo propuso y Judith, blanca como la cera, no supo qué decir. ¿Desnuda, totalmente desnuda? Claro que sí. ¿No era frecuente que los artistas pintaran y esculpieran desnudas a sus modelos? Nadie lo sabría, porque Paul, luego de pintada, ocultaría el cuadro Hasta que Judith creciera. Sólo lo exhibiría cuando ella fuera una mujer hecha y derecha. ¿Aceptaba? La chiquilla terminó por acceder. Sólo tuvieron tres sesiones y la aventura por \poco termina en drama. Judith subía al estudio cuando Ida, su madre, que alentaba una pasión benefactora por los animales, salía en expedición, acompañada de Annah, por las calles de Montparnasse en pos de perros y gatos abandonados, enfermos o heridos, a los que traía a su casa, cuidaba y curaba, y les buscaba padres adoptivos. La chiquilla, desnuda sobre unas mantas polinesias multicolores, no alzaba los ojos del suelo; se encogía y sumía en sí misma, tratando de hacerse lo menos visible a los ojos que escudriñaban sus secretos.
A la tercera sesión, cuando Paul había esbozado su silueta filiforme y su carita oval de grandes ojos asustados, Ida Molard irrumpió en el estudio con aspavientos de trágica griega. Te costó trabajo calmarla, convencerla de que tu interés por la niña era estético (¿lo era, Paul?), que la habías respetado, que tu empeño en pintarla desnuda carecía de malicia. Ida sólo se calmó cuando le juraste que desistías del proyecto. Delante de Ida embadurnaste con trementina la tela inconclusa y la raspaste con una espátula, sepultando la imagen de Judith. Entonces, Ida hizo las paces y tomaron té. Enfurruñada y asustada, la niña los escuchaba charlar, calladita, sin inmiscuirse en sus diálogos.
Cuando, tiempo después, Paul decidió hacer un desnudo de Annah, tuvo una iluminación: sobrepondría la imagen de su amante a la inconclusa Judith de la tela interrumpida. Así lo hizo. Fue un cuadro que le tomó mucho trabajo, por la incorregible Javanesa. La más inquieta e incontrolable modelo que tendrías nunca, Paul. Se movía, alteraba la pose, o, para combatir el aburrimiento, se ponía a hacer morisquetas a fin de provocarte la risa -el juego favorito, con el espiritismo, de las veladas de los jueves-, o, simplemente, de buenas a primeras, harta de posar, se ponía de pie, se echaba encima cualquier ropa y largaba a la calle, como hubiera hecho Teha'amana. Qué remedio, guardar los pinceles y postergar el trabajo hasta el día siguiente.
Pintar este cuadro fue tu respuesta a esas críticas y comentarios ofensivos que, desde la exposición en Durand-Ruel, oías y leías por doquier sobre tus pinturas tahitianas. Ésta no era una tela pintada por un civilizado, sino por un salvaje. Por un lobo de dos patas y sin collar, sólo de paso en la prisión de cemento, asfalto y prejuicios que era París, antes de retornar a tu verdadera patria, en los Mares del Sur. Los refinados artistas parisinos, sus relamidos críticos, sus educados coleccionistas, se sentirían agraviados en su sensibilidad, su moral, sus gustos, con este desnudo frontal de una muchacha, que, además de no ser francesa, europea ni blanca, tenía la insolencia de lucir sus tetas, su ombligo, su monte de Venus y el mechón de vellos de su pubis, como desafiando a los seres humanos a venir a cotejarse con ella, a ver si alguien podía enfrentarle una fuerza vital, una exuberancia y sensualidad comparables. Annah no se proponía ser lo que era, ni siquiera se daba cuenta del poder incandescente que le venía de su origen, de su sangre, de los indomesticados bosques donde había nacido. Igual que una pantera y un caníbal. ¡Qué superioridad sobre las escleróticas parisinas, muchacha!
No sólo el cuerpo que iba apareciendo en la tela -la cabeza más oscura que el ocre enardecido, con reflejos dorados, de su torso y sus muslos y los grandes pies de uñas como garras de fiera- era una provocación; también su entorno, lo menos armonioso que cabía imaginar, con ese sillón chino de terciopelo azul en el que habías sentado a Annah en una postura sacrílega y obscena. En los brazos de madera del sillón, los dos ídolos tahitianos de tu invención insurgían, a ambos flancos de la Javanesa, como una abjuración del Occidente y su remilgada religión cristiana, en nombre del pujante paganismo. Y, también, la insólita presencia, en el cojincillo verde donde reposaban los pies de Annah, de esas florecillas luminosas que merodeaban siempre por tus telas, desde que descubriste los grabados japoneses, cuando empezabas a pintar. Estudiando el simbolismo y la sutileza de esas imágenes tuviste, por primera vez, la adivinación de lo que, ahora, por fin, veías muy claro: que el arte europeo estaba enclenque, afectado también de la tuberculosis pulmonar que mataba a tantos artistas, y que sólo un baño revivificador, venido de esas culturas primitivas no aplastadas aún por Europa, donde el Paraíso era todavía terrenal, lo sacaría de la decadencia. La presencia en la tela de Taoa, la manita colorada, a los pies de Annah, en una actitud entre pensativa y negligente, reforzaba el inconformismo y la soterrada sexualidad que bañaba todo el cuadro. Hasta esas manzanas aéreas que sobrevolaban la cabeza de la J avanesa, en la rosada pared del fondo, violentaban la simetría, las convenciones y la lógica a las que rendían un culto beato los artistas parisinos. ¡Bravo, Paul!
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