Los tres eran flacos, desgarbados, algo tétricos, de vestiduras siempre negras y desprovistos de curiosidad. La contrataron como dama de compañía, para ir con ellos a las montañas de Suiza, a respirar aire puro y desinfectarse los pulmones afectados por el hollín de las fábricas de Londres. El salario era bueno; le permitía pagar a la nodriza por la manutención de los niños y le dejaba un excedente para sus necesidades personales. Lo de dama de compañía resultó un eufemismo; en verdad, fue la sirvienta del trío. Les servía el desayuno en la cama, con el intragable porridge, las tostadas y la desabrida taza de té que tomaban tres o cuatro veces al día, les lavaba y planchaba la ropa y ayudaba a las horribles cuñadas, Mrs. Spence y Miss Annie, a vestirse luego de sus abluciones matutinas. Les hacia los Irlandados, llevaba sus carteas al correo e iba a los almacenes a comprarles las insípidas galletitas con que acompañaban sus tazas de té. Pero también sacudía habitaciones, tendía camas, vaciaba bacinicas, y sufría la humillación cotidiana, a la hora de las comidas, de ver que los Spence le reducían las raciones del almuerzo y la cena a la mitad de las que ellos comían. Algunos ingredientes de la dieta familiar, como la carne y la leche, le estuvieron siempre vedados.
Pero, no fue ese trabajo estúpido, la rutina embrutecedora que la tenía en movimiento desde la madrugada hasta el anochecer, lo peor de esos tres años al servicio de los Spence. Sino la sensación de que, a poco de trabajar para ellos, esa pareja y la solterona iban desapareciéndola, privándola de su condición de mujer, de ser humano, convirtiéndola en un instrumento inerte, sin sentimientos ni dignidad, acaso sin alma, a quien sólo se concedía el derecho de existir los breves instantes en que se le impartían órdenes. Hubiera preferido que la maltrataran, que le volaran platos por la cabeza. Eso, al menos, la hubiera hecho sentirse viva. La indiferencia de que era objeto -no recordaba que le hubieran preguntado si se sentía bien, alguna gentileza o un solo gesto afectuoso hacia ella- la ofendía en el alma. En la relación con sus patrones, le correspondía trabajar como una bestia haciendo todo el día cosas estúpidas. Y resignarse a perder la dignidad, el orgullo, los sentimientos y hasta la sensación de estar viva. Pese a ello, al terminar la temporada en Suiza, cuando los Spence le propusieron llevársela a Inglaterra, aceptó. ¿Por qué, Florita? Sí, claro, qué otra cosa podías hacer para seguir manteniendo a tus hijos, pues entonces aún vivían los tres. De otro lado, era difícil que André Chazal te encontrara en Londres y te denunciara allá a la policía por tu fuga del hogar. El temor de ir a la cárcel fue tu sombra todos esos años.
Lúgubres recuerdos, Florita. Esos tres años de sirvienta la avergonzaban tanto que los borró de su biografía, hasta que, mucho después, en el condenado juicio, el abogado de André Chazallos sacó a la luz pública. Ahora la asediaban en Macon debido a lo mal que se sentía, a lo frustrante que resultó esta feísima ciudad de diez mil almas, las que, por lo demás, le parecieron también, todas ellas, tan feas como las casas y calles en que habitaban. Pese a haber recorrido las cuatro asociaciones gremiales, dejando en cada una su dirección y un prospecto sobre la Unión Obrera, sólo dos personas vinieron a visitada: un tonelero y un herrero. Ninguno tenía interés. Ambos le confirmaron que las asociaciones gremiales estaban en Micon en vías de extinción, pues, ahora, los talleres habían encontrado la manera de pagar salarios más bajos, contratando agricultores de paso, cosechadores migrantes, por períodos intensivos, en vez de tener plantillas permanentes. Los obreros habían partido en masa a buscar trabajo en las fábricas de Lyon. Y los agricultores-obreros no querían ocuparse de problemas gremiales, pues no se consideraban proletarios, sino hombres de campo ocasionalmente empleados en los talleres para asegurarse un ingreso suplementario.
Lo único divertido en Mácon fue monsieur Champvans, encargado del periódico Le Bien Public que dirigía por correspondencia, desde París, el ilustre Lamartine. Burgués distinguido, culto, la trató con una elegancia y cortesía que, pese a sus reservas políticas y morales contra los burgueses, le encantaron. Monsieur Champvans disimuló educadamente los bostezos cuando ella le describióla Unión Obrera y le explicó cómo transformaría la sociedad humana. Pero la invitó a un almuerzo exquisito en el principal restaurante de Mácon y la llevó al campo, a visitar Le Monceau, el dominio señorial de Lamartine. El castillo de este gran artista y demócrata le pareció de una ostentación irritante y de pésimo gusto. Empezaba a aburrirse con la visita cuando apareció, para guiada, madame de Pierreclos, viuda del hijo natural del poeta, muerto a los veintiocho años, de tuberculosis, al poco tiempo de casarse. La joven y agraciada viudita, una niña todavía, habló a Flora de su trágico amor, de la desolación en que vivía desde la muerte de su marido, decidida a no volver a disfrutar de diversión alguna y a llevar una existencia de renuncia y clausura, hasta que la muerte la librara de su viacrucis.
Oír hablar así a esta linda jovencita, con los ojos llenos de lágrimas, provocó a Flora una irritación extraordinaria. Sin pérdida de tiempo, mientras paseaban entre los parterres llenos de flores de Le Monceau, le infligió una lección.
– Me entristece, pero también me enoja oída hablar así, señora. Usted no es una víctima del infortunio, sino un monstruo de egoísmo. Perdone mi franqueza, pero verá que tengo razón. Es joven, bella, rica, y, en vez de dar gracias al cielo por estos privilegios, y aprovecharlos, se entierra en vida porque una circunstancia la salvó del matrimonio, la peor servidumbre que puede padecer una mujer. Miles, millones de personas se quedan viudos o viudas, y usted toma su viudez como una catástrofe de la humanidad.
La muchacha se había parado y tenía la lividez de una muerta. La miraba incrédula, preguntándose si era o se había vuelto loca en este instante.
– ¿Una egoísta porque soy leal al gran amor de mi vida? -musitó.
– Nadie tiene derecho a desaprovechar una oportunidad así -asintió Flora-. Olvídese de su luto, salga de este sarcófago. Empiece a vivir. Estudie, haga el bien, ayude a los millones de seres que, ellos sí, padecen problemas muy reales y concretos, el hambre, la enfermedad, el desempleo, la ignorancia, y no pueden hacerles frente. Lo suyo no es un problema, es una solución. La viudez la salvó de tener que descubrir la esclavitud que significa el matrimonio para una mujer. No juegue a sentirse una heroína de novela romántica. Siga mi consejo. Regrese a la vida y ocúpese de cosas más generosas que cultivar su dolor. Por último, si no quiere dedicar su tiempo a hacer el bien, goce, diviértase, viaje, consígase un amante. Es lo que hubiera hecho su marido si usted moría de tuberculosis.
De la palidez cadavérica, madame de Pierreclos pasó a enrojecer como una fresa. Y, de pronto, lanzó,una risita histérica que tardó buen rato en sofocar. Flora la observaba, divertida. Al despedirse, la viudita, azorada, balbuceó que, aunque no sabía si Flora le había hablado en serio o en broma, sus palabras la harían reflexionar.
Al tomar el barco a Lyon, Flora sintió que se libraba de un peso. Estaba harta de pueblos y aldeas, ansiosa de volver a pisar una gran ciudad.
La primera imagen de Lyon, con sus lóbregas mansiones parecidas a cuarteles, recurrentes como pesadillas, y sus calles de guijarros filudos que lastimaban las plantas de los pies, le causó pésima impresión. Le recordó al Londres de los Spence, por su grisura, sus contrastes entre ricos riquísimos y pobres pobrísimos, y su carácter de urbe-monumento consagrado a la explotación de los obreros. Esa sensación deprimente del primer día desaparecería a medida que sus encuentros, citas, reuniones, se multiplicaban, y se veía, por primera vez en su vida, acosada por la policía. Aquí sí tuvo, por fin, innumerables encuentros con obreros de todos los sectores, tejedores, zapateros, tallado res de piedras, herreros, carpinteros, terciopeleros y otros. Su fama la había precedido; mucha gente la conocía y miraba en la calle con admiración o reprobación, y, algunos, como bicho raro. Pero, la razón por la que, en los meses restantes de su gira -en Lyon cumplió dos meses desde su salida de París-, recordaría siempre el mes y medio lionés, fue porque, en la apretada agenda de esas semanas, verificó de manera abrumadora los excesos de la explotación de que eran víctimas los pobres, y también las reservas de decencia, de pureza moral y de he roísmo que tenía la clase obrera, pese a vivir en la más absoluta degradación. «En seis semanas en Lyon aprendí más sobre la sociedad que en toda mi vida pasada», apuntó en su diario.
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