– Eso es algo muy de María -dijo Pancho-, es muy consecuente con sus lecturas.
– ¿Y siguieron cogiendo? -dije yo. O susurré, o aullé, no lo recuerdo, sí que recuerdo que di varias chupadas ininterrumpidas a la bacha de mota y que me tuvieron que repetir varias veces que la pasara, que no era para mí solo.
– Pues sí, seguimos cogiendo, es decir ella siguió mamándomela y yo seguí dándole golpes con la mano abierta en el culo, pero cada vez con menos fuerza o cada vez con menos ganas, yo creo que la aparición de su mamá pues me había afectado, a mí sí, y como que ya no tenía ganas de coger, como que me había enfriado y ahora sólo quería levantarme y tal vez ir a dar una vuelta por la fiesta, creo que estaban algunos poetas famosos, el gachupín, la Ana María Díaz y el señor Díaz, los papas de Laura Damián, el poeta Álamo, el poeta Labarca, el poeta Berrocal, el poeta Artemio Sánchez, la actriz televisiva América Lagos, y también pues como que tenía un poco de miedo a que apareciera por allí otra vez la mamá de María, pero esta vez acompañada del chingado arquitecto y entonces sí que la iba a amolar.
– ¿Estaban los padres de Laura Damián? -dije.
– Los meros padres de la casta diva -dijo Piel Divina-, y otras celebridades, no te creas, a mí me gusta fijarme en los detalles, antes los había visto por la ventana, había saludado al poeta Berrocal, en un tiempo asistí a su taller, no sé si se acordó de mi o qué. También yo creo que tenía hambre, de sólo imaginar las cosas que estaban comiendo en la otra casa se me ponían los dientes pelones. No me hubiera importado aparecer allí, con María, claro, y ponerme a comer feamente. Me sentía muy naylon, debía ser por la mamada. Pero la mera verdad es que yo no pensaba en la mamada, ¿me entiendes? No pensaba en los labios de María, ni en su lengua que me envolvía la verga, ni en su saliva que a esas alturas me bajaba por los pelos de los huevos…
– No te la prolongues -dijo Pancho.
– No le pongas tanta crema a tus tacos -dijo su hermano.
– No la hagas cansada -dije yo por no ser menos, aunque en realidad me sentía agotadísimo.
– Bueno, pues se lo dije. Le dije: María, dejémoslo para otra ocasión o para otra noche. Generalmente cogíamos aquí, en mi casa, sin límite de tiempo, aunque ella nunca se quedó una noche entera, siempre se iba a las cuatro de la mañana o a las cinco, y era una chinga porque yo siempre me ofrecía para acompañarla, no la iba a dejar que se fuera sola a esas horas. Y ella me dijo sigue, no te pares, no hay problema. Y yo entendí que me decía que le siguiera dando palmadas en el trasero, ¿tú qué hubieras entendido? -lo mismo, dijo Pancho-, así que reanudé los golpes, bueno, con una mano la golpeaba y con la otra le acariciaba el clítoris y las tetas. La verdad, cuanto antes hubiéramos acabado, mejor. Yo estaba dispuesto. Pero claro, no me iba a venir sin que ella se viniera. Y la muy puta se tardaba horrores y eso empezó a enardecerme y como que cada vez le iba dando más fuerte. En las nalgas, en las piernas, pero también en el coño. ¿Ustedes lo han hecho así alguna vez, muchachos? Bueno, se lo recomiendo. Al principio el sonido, el sonido de las palmadas, como que no sabe muy bien, te desconcentra, es algo como demasiado crudo en un plato en donde las cosas son más bien cocidas, pero luego como que se acopla a lo que estás haciendo, y los gemidos de ella, los de María, también se acoplan, cada golpe produce un gemido, y eso va in crescendo, y llega un momento en que sientes sus nalgas ardiendo, y las palmas de tus manos también arden, y la verga te empieza a latir como si fuera un corazón, plonc plonc plonc…
– No te azotes, mano -dijo Moctezuma.
– Es la neta. Ella tenía mi verga en su boca, pero no apretándola, no chupándola, sino sólo acariciándola con la punta de la lengua. La tenía como una pistola dentro de su funda. ¿Ves la diferencia? No como una pistola en la mano, sino como una pistola enfundada, en la sobaquera o en la cartuchera, a ver si me explico. Y también ella latía, le latían las nalgas y las piernas y los labios de la vagina y el clítoris, lo sé porque entre golpe y golpe la acariciaba, le pasaba la mano por ahí y lo notaba y eso me ponía calentísimo y tenía que hacer esfuerzos para no venirme. Y gemía, pero cuando la golpeaba gemía más, cuando no la golpeaba gemía mucho (yo no le podía ver la cara), pero cuando la golpeaba eran mucho más potentes, digo, los gemidos, como si le partieran el alma, y a mí lo que me daban ganas era de voltearla y metérselo, pero eso ni pensarlo, se hubiera enojado, es lo gacho de María, las cosas con ella son fuertes pero tienen que ser a su manera.
– ¿Y qué pasó luego? -dije yo.
– Pues que se vino y yo me vine y nada más.
– ¿Nada más? -dijo Moctezuma.
– Nada más, te lo juro. Nos limpiamos, bueno, yo me limpié, me peiné un poco, ella se puso los pantalones y salimos a ver qué pasaba en la fiesta. Ahí nos separamos. Ése fue mi error. Separarme de ella. Yo me puse a hablar con el maestro Berrocal, que estaba solo en un rincón. Luego se nos juntó el poeta Artemio Sánchez y una chava que iba con él, una tipa de unos treinta años que dizque era secretaria de redacción de la revista El Guajolote y yo ahí mismo le empecé a preguntar si no necesitaba poemas o cuentos o textos filosóficos para la revista, le dije que tenía material inédito de sobras, le hablé de las traducciones de mi carnal Moctezuma, y mientras platicaba iba buscando con el rabillo del ojo la mesa de los canapés pues me había entrado un hambre de la chingada, y entonces vi aparecer otra vez a la mamá de María seguida de su papá y un poco más atrás al famoso poeta español y ahí se acabó todo: me pusieron de patitas en la calle y con la advertencia de no volver a pisar nunca más su casa.
– ¿Y María no hizo nada?
– Pues no. No hizo nada. Yo a las primeras me hice como el que no entendía de qué iba el asunto, vaya, como si el asunto no fuera conmigo, pero luego, mano, ya para qué disimular, quedó claro que me iban a echar como a un pinche perro. Me dio pena que me lo hicieran delante del maestro Berrocal, para qué más que la verdad, el cabrón seguro que se estaría riendo por dentro mientras yo retrocedía en dirección a la puerta, pensar que hubo un tiempo en que se podría decir que lo admiraba.
– ¿A Berrocal? Qué pendejo eres, Piel -dijo Pancho.
– La verdad es que al principio se portó bien conmigo. Ustedes de eso saben poco, son del DF, se han criado aquí, yo llegue sin conocer a nadie y sin un puto peso. De eso hace tres años, y tenía veintiuno. Fue como una carrera de obstáculos. Y Berrocal se portó bien conmigo, me acogió en su taller, me presentó gente que me podía enchufar en un trabajo, en su taller conocí a María. Mi vida ha sido como un bolero -dijo de pronto con voz soñolienta Piel Divina.
– Bueno, sigue: Berrocal te miraba y se reía -dije yo.
– No, no se reía, pero por dentro yo creo que se reía. Y Artemio Sánchez también me miraba, pero tenía un pedo tan grande que ni se enteró de qué iba el asunto. Y la secretaria de redacción de El Guajolote, yo creo que era la que más espantada estaba, y no le faltaban motivos porque la cara de la mamá de María era de las que ponen los pelos de punta, les juro que pensé que podía ir armada. Y yo pese a todo retrocedía con lentitud, aunque, carnales, ganas no me faltaban de salir corriendo, y era porque no perdía la esperanza de ver aparecer a María, de que María se abriera paso entre los invitados y entre sus padres y me cogiera del brazo o pasara su mano por mi hombro, María es la única mujer que conozco que no abraza a los hombres por la cintura sino por los hombros, y me sacara de allí de una forma decente, digo, que saliera de allí conmigo.
Читать дальше