Mientras caminábamos (en silencio, por el parque España, por Parras, por el parque San Martín, por Teotihuacán, a esa hora transitados sólo por amas de casa, sirvientas y vagabundos), pensé en lo que me dijo María sobre el amor y sobre el dolor que el amor dejaría caer sobre la cabeza de Pancho. Para cuando llegamos a Insurgentes Pancho había recuperado su buen humor y hablaba de literatura, me recomendaba autores, trataba de no pensar en Angélica. Luego tomamos por Manzanillo, nos desviamos por Aguascalientes y volvimos a torcer al sur por Medellín hasta llegar a la calle Tepeji. Nos detuvimos delante de un edificio de cinco pisos y Pancho me invitó a comer con su familia.
Subimos en ascensor hasta el último piso.
Allí, en vez de entrar, tal como yo esperaba, en uno de los departamentos, trepamos por la escalera hasta la azotea. Un cielo gris, pero brillante como si hubiera ocurrido un ataque nuclear, nos recibió en medio de una profusión vibrante de macetas y flores multiplicadas en los pasillos y en los lavaderos.
La familia de Pancho vivía en dos cuartos de azotea.
– Temporalmente -explicó Pancho-, hasta que tengamos feria para una casa por aquí cerca.
Fui presentado formalmente a su mamá, doña Panchita, a su hermano Moctezuma, de diecinueve años, poeta catuliano y sindicalista, y a su hermano pequeño, Norberto, de quince, estudiante de prepa.
Uno de los cuartos cumplía durante el día las funciones de comedor y sala de la tele, y por la noche de dormitorio de Pancho, de Moctezuma y de Norberto. El otro era una especie de ropero o closet gigantesco, en donde además estaba el refrigerador, los utensilios de cocina (la cocina, portátil, la sacaban al pasillo durante el día y la metían en este cuarto durante la noche) y el colchón donde descansaba doña Panchita.
Al empezar a comer se nos unió un tal Piel Divina, de veintitrés años, vecino de azotea, que fue presentado como poeta real visceralista. Poco antes de que me marchara (muchas horas después, el tiempo pasó volando), le pregunté otra vez cómo se llamaba y él dijo Piel Divina con tanta naturalidad y seguridad (mucha más de la que yo hubiera empleado para decir Juan García Madero) que por un momento llegué a creer que en los meandros y pantanos de nuestra República Mexicana existía de veras una tal familia Divina.
Después de comer, dona Panchita se dedicó a sus telenovelas favoritas y Norberto se puso a estudiar, los libros extendidos sobre la mesa. Entre Pancho y Moctezuma lavaron los platos en un fregadero desde donde se veía buena parte del parque de las Américas y más atrás las moles amenazadoras -como venidas de otro planeta, un planeta, además, inverosímil- del Centro Médico, el Hospital Infantil, el Hospital General.
– Lo bueno de vivir aquí, si no te fijas en las apreturas -dijo Pancho-, es que estás cerca de todo, en el mero corazón del DF.
Piel Divina (a quien, obviamente, Pancho y su hermano, ¡e incluso doña Panchita!, llamaban Piel), nos invitó a ir a su cuarto en donde guardaba, dijo, algo de marihuana del último reventón.
– Para luego es tarde, mi buen carnal -dijo Moctezuma.
El cuarto de Piel Divina era, al contrario que los dos cuartos que ocupaban los Rodríguez, un ejemplo de desnudez y austeridad. No vi ropa tirada, no vi enseres domésticos, no vi libros (Pancho y Moctezuma eran pobres, pero en los lugares más insospechados de su vivienda pude ver ejemplares de Efraín Huerta, Augusto Monterroso, Julio Torri, Alfonso Reyes, el ya mencionado Catulo traducido por Ernesto Cardenal, Jaime Sabines, Max Aub, Andrés Henestrosa), sólo una colchoneta y una silla -no tenía mesa- y una maleta de piel, de buena calidad, en donde guardaba su ropa.
Piel Divina vivía solo, aunque por sus palabras y por las de los hermanos Rodríguez deduje que no hacía mucho había vivido allí una mujer (y su hijo), ambos temibles, que al marcharse arramblaron con gran parte de los muebles.
Durante un rato estuvimos fumando marihuana y mirando el paisaje (que como ya he dicho se componía básicamente de las siluetas de los hospitales, de un sinfín de azoteas semejantes a aquella en la que estábamos y de un cielo de nubes bajas que se movían lentamente hacia el sur) y después Pancho se puso a contar su aventura de aquella mañana en la casa de las Font y su encuentro conmigo.
Fui interrogado al respecto, esta vez por los tres, y no consiguieron sacarme nada que ya no le hubiera dicho a Pancho. En algún momento se pusieron a hablar de María. Por sus palabras, enrevesadas, creí entender que Piel Divina y María habían sido amantes. También, que éste tenía prohibida la entrada en casa de la familia Font. Quise saber por qué. Me explicaron que la señora Font los sorprendió una noche mientras cogían en la casita. En la casa grande daban una fiesta en honor a un escritor español que acababa de llegar a México y en determinado momento de la fiesta la señora Font quiso presentarle a su hija mayor, es decir a María, y no la halló. Así que, del brazo del escritor español, salió en su busca. Cuando llegaron a la casita ésta estaba con las luces apagadas y desde el fondo sintieron un ruido como de golpes, golpes rítmicos y sonoros. La señora Font sin duda no pensó en lo que hacía (si hubiera reflexionado antes de actuar, dijo Moctezuma, se hubiera llevado al español de regreso a la fiesta y hubiera vuelto sola a averiguar qué ocurría en el cuarto de su hija), pero, bueno, ella no pensó en nada y encendió la luz. En el fondo de la casita descubrió, horrorizada, a María, vestida únicamente con una blusa, los pantalones bajados, chupándole la verga a Piel Divina mientras éste le propinaba palmadas en las nalgas y en el sexo.
– Palmadas muy fuertes -dijo Piel Divina-. Cuando encendieron la luz miré su culo y lo tenía enrojecido. La verdad es que me asusté.
– ¿Pero por qué le pegabas? -dije con rabia y temiendo sonrojarme.
– Pues porque ella se lo había pedido, mi buen inocencio -dijo Pancho.
– Me cuesta creerlo -dije.
– Cosas más extrañas se han visto -dijo Piel Divina.
– La culpa de todo la tiene una francesa que se llama Simone Darrieux -dijo Moctezuma-. Sé que María y Angélica invitaron a la tal Simone a una reunión feminista y al salir estuvieron hablando de sexo.
– ¿Quién es esa Simone? -dije.
– Una amiga de Arturo Belano.
– Yo me acerqué a ellas. Qué tal, compañeras, les dije, y las muy putas estaban hablando del Marqués de Sade -dijo Moctezuma.
El resto de la historia era predecible. La mamá de María quiso decir algo pero no pudo. El español, que según Piel Divina empalideció visiblemente ante la visión del trasero levantado y oferente de María, la cogió del brazo con la solicitud que se emplea con los enfermos mentales y la arrastró otra vez hacia la fiesta. En el repentino silencio que de pronto se hizo en la casita Piel Divina los escuchó conversar en el patio, palabras rápidas, como si el cabrón gachupín caliente le estuviera proponiendo algo deshonesto a la pobre señora Font recostada en la fuente.
Pero luego sintió sus pasos alejarse en dirección a la casa grande y María le dijo que siguieran.
– Eso sí que no me lo puedo creer -dije yo.
– Lo juro por mi vieja -dijo Piel Divina.
– ¿Después de haber sido sorprendidos, María quiso seguir haciendo el amor?
– Ella es así -dijo Moctezuma.
– ¿Y tú cómo lo sabes? -dije yo cada segundo más acalorado.
– Yo también he cogido con ella -dijo Moctezuma-, no existe en el DF una chava más apasionada que ésa, aunque nunca le he pegado, eso sí que no, a mí esas cosas raras no me gustan. Pero a ella sí, me consta.
– Yo no le pegué, buey, lo que pasa es que María estaba obsesionada con el Marqués de Sade y quería probar eso de los azotes en las nalgas -dijo Piel Divina.
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