Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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– En la Maternidad de Lima me dijeron que con otro hijo me podía morir, doctor.

– Entonces has debido hacer caso y cuidarte -había refunfuñado el doctor; pero luego, como la había visto asustada, le había sonreído de mala gana-. No te asustes, cuídate y no te pasará nada.

Poco después se habían cumplido otros seis meses y Ambrosio, antes de ir a la oficina de don Hilario, la había llamado de una manera maliciosa: ven, un secreto. ¿Cuál? Iba a decirle que no quería seguir siendo su socio, ni tampoco su chofer, Amalia, que se metiera "El Rayo de la Montaña" y "Ataúdes Limbo" donde quisiera. Amalia lo había mirado asombrada y él: era una sorpresa que te tenía guardada, Amalia. Con Pantaleón se habían pasado este tiempo haciendo planes, habían decidido uno genial. Se llenarían los bolsillos a costa de don Hilario, Amalia, eso era lo más chistoso del caso. Estaban vendiendo una camionetita usada y él y Pantaleón la habían desarmado y expulgado hasta el alma: servía. La dejaban por ochenta mil y les aceptaban treinta mil de cuota inicial y lo demás en letras. Pantaleón pediría sus indemnizaciones y movería cielo y tierra para conseguir sus quince mil y la comprarían a medias y la manejarían a medias y cobrarían más barato y les quitarían la clientela a la Morales y a la Pucallpa.

– Imaginaciones -dice Ambrosio-. Quise terminar por donde debí comenzar al llegar a Pucallpa.

V

REGRESARON de Huacachina a Lima directamente, en el auto de una pareja de recién casados. La señora Lucía los recibió con suspiros en la puerta de la pensión, y después de abrazar a Ana se llevó a los ojos el ruedo del mandil. Había puesto flores en el cuartito, lavado las cortinas y cambiado las sábanas, y comprado una botellita de oporto para brindar por su felicidad. Cuando Ana empezaba a vaciar las maletas, llamó aparte a Santiago y le entregó un sobre con una sonrisita misteriosa: la había traído anteayer su hermanita. La letra miraflorina de la Teté, Zavalita, ¡bandido nos enteramos que te casaste!, su sintaxis gótica, y qué tal raza por el periódico. Todos estaban furiosos contigo (no te lo creas supersabio) y locos por conocer a mi cuñada. Que vinieran a la casa volando, iban a buscarte mañana y tarde porque se morían por conocerla. Qué loco eras, supersabio, y mil besos de la Teté.

– No te pongas tan pálido -se rió Ana-. Qué tiene que se hayan enterado, ¿acaso íbamos a estar casados en secreto?

– No es eso -dijo Santiago. Es que, bueno, tienes razón, soy un tonto.

– Claro que eres -volvió a reírse Ana-. Llámalos de una vez, o si quieres vamos a verlos de frente. Ni que fueran ogros, amor.

– Sí, mejor de una vez -dijo Santiago-. Les diré que iremos esta noche.

Con un cosquilleo de lombrices en el cuerpo bajó a llamar por teléfono y apenas dijo ¿aló? oyó el grito victorioso de la Teté: ¡ahí estaba el supersabio, papá!

Ahí estaba su voz que se rebalsaba, ¡pero cómo habías hecho eso, loco!, su euforia, ¿de veras te habías casado?, su curiosidad, ¿con quién, loco?, su impaciencia, cuándo y cómo y dónde, su risita, pero por qué ni les dijiste que tenias enamorada, sus preguntas, ¿te habías robado a mi cuñada, se habían casado escapándose, era ella menor de edad? Cuenta, cuenta, hombre.

– Primero déjame hablar -dijo Santiago-. No puedo contestarte todo eso a la vez.

– ¿Se llama Ana? -estalló de nuevo la Teté-. ¿Cómo es, de dónde es, cómo se apellida, yo la conozco, qué edad tiene?

– Mira, mejor le preguntas todo eso a ella -dijo Santiago-. ¿Van a estar a la noche en la casa?

– Por qué esta noche, idiota -gritó la Teté-. Vengan ahorita. ¿No ves que nos morimos de curiosidad?

– Iremos a eso de las siete -dijo Santiago-. A comer, okey. Chau, Teté.

Se había arreglado para esa visita más que para el matrimonio, Zavalita. Había ido a peinarse a una peluquería, pedido a doña Lucía que la ayudara a planchar una blusa, se había probado todos sus vestidos y zapatos y mirado y remirado en el espejo y demorado una hora en pintarse la boca y las uñas. Piensa: pobre flaquita. Había estado muy segura toda la tarde, mientras cotejaba y decidía su vestuario, muy risueña haciéndote preguntas sobre don Fermín y la señora Zoila y el Chispas y la Teté, pero al atardecer, cuando paseaba delante de Santiago, ¿cómo le quedaba esto amor, le caía esto otro amor?, ya su locuacidad era excesiva, su desenvoltura demasiado artificial y había esas chispitas de angustia en sus ojos. En el taxi, camino a Miraflores, había estado muda y seria, con la inquietud estampada en la boca.

– ¿Me van a mirar como a un marciano, no? -dijo de pronto.

– Como a una marciana, más bien -dijo Santiago-. Qué te importa.

Sí le importó, Zavalita. Al tocar el timbre de la casa, la sintió buscar su brazo, la vio protegerse el peinado con la mano libre. Era absurdo, qué hacían aquí, por qué tenían que pasar ese examen: habías sentido furia, Zavalita. Ahí estaba la Teté, vestida de fiesta en el umbral, saltando. Besó a Santiago, abrazó y besó a Ana, decía cosas, daba grititos, y ahí estaban los ojitos de la Teté, como un minuto después los ojitos del Chispas y los ojos de los papás, buscándola, trepanándola, autopsiándola. Entre las risas, chillidos y abrazos de la Teté, ahí estaban ese par de ojos. La Teté cogió del brazo a cada uno, cruzó con ellos el jardín sin dejar un segundo de hablar, arrastrándolos en su remolino de exclamaciones y preguntas y felicidades, y lanzando siempre las inevitables, veloces miradas de soslayo hacia Ana que se tropezaba. Toda la familia esperaba reunida en la sala. El Tribunal, Zavalita. Ahí estaba: incluso Popeye, incluso Cary, la novia de Chispas, todos de fiesta. Cinco pares de fusiles, piensa, apuntando y disparando al mismo tiempo contra Ana.

Piensa: la cara de la mamá. No la conocías bien a la mamá, Zavalita, creías que tenía más dominio de sí misma más mundo, que se gobernaba mejor. Pero no disimuló ni su contrariedad ni su estupor ni su desilusión; sólo su cólera, al principio y a medias. Fue la última en acercarse a ellos, como un penitente que arrastra cadenas, lívida. Besó a Santiago murmurando algo que no entendiste -le temblaba el labio, piensa le habían crecido los ojos- y después y con esfuerzo se volvió hacia Ana que estaba abriendo los brazos. Pero ella no la abrazó ni le sonrió; se inclinó apenas, rozó con su mejilla la de Ana y se apartó al instante: hola, Ana. Endureció todavía más la cara, se volvió hacia Santiago y Santiago miró a Ana: había enrojecido de golpe y ahora don Fermín trataba de arreglar las cosas. Se había precipitado hacia Ana, así que ésta era su nuera, la había abrazado de nuevo éste el secreto que les tenía escondido el flaco. El Chispas abrazó a Ana con una sonrisa de hipopótamo y a Santiago le dio un palmazo en la espalda exclamando cortado qué guardadito te lo tenías. También en él aparecía a ratos la misma expresión embarazada y funeral que ponía don Fermín cuando descuidaba su cara un segundo y olvidaba sonreír. Sólo Popeye parecía divertido y a sus anchas. Menudita, rubiecita, con su voz de pito y su vestido negro de crepé, Cary había comenzado a hacer preguntas antes de que se sentaran, con una risita inocente que escarapelaba. Pero la Teté se había portado bien, Zavalita, hecho lo imposible por rellenar los vacíos con púas de la conversación, por endulzar el trago amargo que la mamá, queriendo o sin querer, le hizo pasar a Ana esas dos horas. No le había dirigido la palabra ni una vez y cuando don Fermín, angustiosamente jocoso, abrió una botella de champagne y trajeron bocaditos, olvidó pasarle a Ana la fuente de palitos de queso. Y había permanecido tiesa y desinteresada -el labio siempre temblándole, las pupilas dilatadas y fijas-, cuando Ana, acosada por Cary y la Teté, explicó, equivocándose y contradiciéndose, cómo y dónde se habían casado. En privado, sin partes, sin fiesta, qué locos, decía la Teté, y Cary qué sencillo, qué bonito, y miraba al Chispas. A ratos, como recordando que debía hacerlo, don Fermín salía de su mutismo con un pequeño sobresalto, se adelantaba en el asiento y decía algo cariñoso a Ana. Qué incómodo se lo notaba, Zavalita, qué trabajo le costaba esa naturalidad, esa familiaridad.

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