Naturalmente, entre las cosas que le escuché en aquella conversación sobre sus planes para 1987, no apareció la más importante, una medida para entonces ya elaborada por él con un grupo íntimo, de la que los peruanos se enterarían por ese discurso del 28 de julio que Freddy y yo oíamos, entre ronquidos y tartamudeos del viejo aparato, bajo el sol candente de Punta Sal: su decisión de «nacionalizar y estatizar» todos los bancos, las compañías de seguro y las financieras del Perú.
«Hace dieciocho años me enteré por los periódicos que Velasco me había quitado mi hacienda», exclamó, a mi lado, un hombre ya mayor, en ropa de baño, con una mano artificial disimulada bajo un guante de cuero. «Y, ahora, por esta radiecita me entero que Alan García acaba de quitarme la compañía de seguros. Qué cosas, ¿no, mi amigo?»
Se puso de pie y fue a zambullirse en el mar. Pero, no todos los veraneantes de Punta Sal tomaron la noticia con el mismo espíritu que don Santiago Gerbolini. Eran profesionales, ejecutivos y alguno que otro hombre de negocios vinculado a las empresas amenazadas y sabían que, a unos más, a otros menos, la medida los iba a perjudicar. Todos recordaban los años de la dictadura militar (1968-1980) y las masivas nacionalizaciones -al comenzar el régimen del general Velasco había siete empresas públicas y al terminar cerca de doscientas- que convirtieron al pobre país que era entonces el Perú en el pobrísimo de ahora. En la cena de aquella noche, en Punta Sal, en la mesa contigua a la nuestra, una señora se condolía de su suerte: su marido, uno de tantos peruanos emigrados, acababa de dejar una buena situación en Venezuela para regresar a Lima ¡a hacerse cargo de la gerencia de un banco!
No era difícil imaginar lo que se venía. Los dueños serían pagados en bonos inservibles, como los expropiados en tiempos del régimen militar. Pero esos propietarios sufrirían menos que el resto de los peruanos. Eran gente acomodada y, desde los despojos del general Velasco, muchos habían tomado precauciones sacando su dinero al extranjero. Para los que no había protección era para los empleados y trabajadores de los bancos, aseguradoras y financieras que pasarían al sector público. Esas miles de familias no tenían cuentas en el exterior ni cómo atajar a las gentes del partido de gobierno que entrarían a tomar posesión de las presas codiciadas. Ellas ocuparían en adelante los puestos claves, la influencia política determinaría los ascensos y nombramientos y muy pronto en esas empresas campearía la misma corrupción que en el resto del sector público.
«Una vez más el Perú acaba de dar otro paso hacia la barbarización», recuerdo haberle dicho a Patricia, a la mañana siguiente, mientras corríamos por la playa, hacia el pueblecito de Punta Sal, escoltados por una bandada de alcatraces. Las nacionalizaciones anunciadas traerían más pobreza, desánimo, parasitismo y cohecho a la vida peruana. Y, a la corta o a la larga, lesionarían el sistema democrático que el Perú había recuperado en 1980, después de doce años de dictadura militar.
¿Por qué, me han dicho muchas veces, tantos aspavientos por unas cuantas nacionalizaciones? Francois Mitterrand nacionalizó los bancos y aunque la medida fue un fracaso y los socialistas debieron dar marcha atrás, ¿acaso puso en peligro la democracia francesa? Quienes razonan así no entienden que una de las características del subdesarrollo es la identidad total del gobierno y el Estado. En Francia, Suecia o Inglaterra una empresa pública conserva cierta autonomía del poder político; pertenece al Estado y su administración, su personal y su funcionamiento están más o menos a salvo de abusos gubernamentales. Pero en un país subdesarrollado, ni más ni menos que en un país totalitario, el gobierno es el Estado y quienes gobiernan administran éste como su propiedad particular, o, más bien, su botín. La empresa pública sirve para colocar a los validos, alimentar a las clientelas políticas y para los negociados. Esas empresas se convierten en enjambres burocráticos paralizados por la corrupción y la ineficiencia que introduce en ellas la política. No hay riesgo de que quiebren; son, casi siempre, monopolios protegidos contra la competencia y tienen la vida garantizada gracias a los subsidios, es decir, el dinero de los contribuyentes. [2]Los peruanos habían visto repetirse este proceso, desde las épocas de la «revolución socialista, libertaria y participatoria» del general Velasco, en todas las empresas nacionalizadas -el petróleo, la electricidad, las minas, los ingenios azucareros, etcétera- y ahora, pesadilla recurrente, se iba a repetir la historia con los bancos, los seguros y las financieras que el socialismo democrático de Alan García se disponía a engullir.
Además, la estatización del sistema financiero tenía un agravante político. Iba a poner en manos de un gobernante capaz de mentir sin escrúpulos -apenas un año antes, el 2 de diciembre de 1989, había asegurado, en el cade, [3] que nunca nacionalizaría los bancos- el control absoluto de los créditos. Con lo cual todas las empresas del país, empezando por las estaciones de radio, los canales de televisión y los periódicos, estarían a merced del gobierno. En el futuro los créditos a los medios de comunicación tendrían un precio: la docilidad. El general Velasco había estatizado los diarios y los canales de televisión para arrebatárselos «a la oligarquía» y ponerlos en manos «del pueblo organizado». De este modo, durante la dictadura, los medios de comunicación cayeron en el Perú a unos niveles de servilismo indescriptibles. Más hábil, Alan García iba a conseguir el control total de la información a través de los créditos y la publicidad, manteniendo, a la mexicana, la apariencia de una prensa independiente.
La mención de México no es gratuita. El sistema del pri (Partido Revolucionario Institucional), una dictadura de partido que guarda las apariencias democráticas con elecciones, prensa «crítica» y gobierno civil, ha sido una antigua tentación para los dictadores latinoamericanos. Pero ninguno ha podido repetir el modelo, genuina creación de la cultura y la historia de México, porque uno de los requisitos de su éxito es algo a lo que ninguno de sus émulos se resigna: el sacrificio ritual del presidente, cada cierto número de años, para que el partido siga en el poder. El general Velasco soñaba con un régimen a la mexicana para él solo. Y era vox populi que el presidente García tenía sueños continuistas. Algún tiempo atrás de ese 28 de julio de 1987, uno de sus fieles, el diputado Héctor Marisca, que posaba de independiente, había presentado en el Congreso un proyecto de reforma constitucional, a fin de que el presidente pudiera ser reelegido. El control de los créditos por parte del Ejecutivo era un paso decisivo para la perpetuación en el gobierno de ese partido aprista al que el ministro de Energía y Minas de Alan García, el ingeniero Wilfredo Huayta, había prometido «cincuenta años en el poder».
«Y, lo peor», le decía yo a Patricia, jadeando, a punto ya de completar los cuatro kilómetros de carrera, «es que la medida va a ser apoyada por el noventa y nueve por ciento de los peruanos».
¿Alguien quiere en el mundo a los banqueros? ¿No son el símbolo de la opulencia, del capitalismo egoísta, del imperialismo, de todo aquello a lo que la ideología tercermundista atribuye el atraso de nuestros países? Alan García había encontrado el chivo expiatorio ideal para explicarle al pueblo peruano por qué su programa no daba frutos: por culpa de las oligarquías financieras que utilizaban los bancos para sacar fuera del Perú sus dólares y se servían del dinero de los ahorristas para hacer préstamos indebidos a sus propias empresas. Con el sistema financiero en manos del pueblo, eso iba a cambiar.
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