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Mario Llosa: El Pez En El Agua

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Mario Llosa El Pez En El Agua

El Pez En El Agua: краткое содержание, описание и аннотация

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El pez en el agua contiene, en capítulos alternos, las memorias de dos etapas decisivas de la vida de Mario Vargas Llosa: la comprendida entre fines de 1946, época de su infancia en que se le comunicó que su padre no había muerto, sino que estaba separado de su madre, y le fue presentado, y 1958, año en que el joven escritor abandonó el Perú para instalarse en Europa, por su parte, y por otra la campaña presidencial peruana que, tras la derrota electoral en la segunda vuelta ante Fujimori, concluye el 13 de junio de 1990 con otro viaje a Europa, que debe dar inicio, como antaño, a otra etapa de la vida del autor en la que la literatura pase nuevamente `a ocupar el lugar central`. La extrema convicción y generosidad del comportamiento personal aquí descrito y su firme y vehemente convicción y energía expresiva convierte a El pez en el agua no sólo en un testimonio apasionante e ineludible sino también en uno de los principales libros de toda la obra de Mario Vargas Llosa.

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Los ramalazos de la vida cívica de Piura -donde las fuerzas políticas estaban más equilibradas que en el resto del país- me llegaban de manera confusa. Los malos eran los apristas, que habían traicionado al tío José Luis y le estaban haciendo la vida imposible allá en Lima, y cuyo líder, Víctor Raúl Haya de la Torre, había atacado al abuelo en un discurso, aquí, en la plaza de Armas, acusándolo de ser un prefecto antiaprista. (Esa manifestación del apra la fui a espiar, pese a la prohibición de la familia, y descubrí ahí a mi compañero Javier Silva Ruete, cuyo padre era apristón, enarbolando un cartel más grande que él mismo y que decía: «Maestro, la juventud te aclama.») Pero, pese a toda la maldad que el apra encarnaba, había, en Piura, algunos apristas decentes, amigos de mis abuelos y mis tíos, como el padre de Javier, el doctor Máximo Silva, el doctor Guillermo Gulman, o el doctor Iparraguirre, dentista de la familia, con cuyo hijo organizábamos veladas teatrales en el zaguán de su casa.

Enemigos mortales de los apristas eran los urristas de la Unión Revolucionaria, que presidía el piurano Luis A. Flórez, cuya ciudadela era el barrio de La Mangachería, célebre por sus chicherías y picanterías y por sus conjuntos musicales. La leyenda inventó que el general Sánchez Cerro -dictador que fundó la ur y que fue asesinado por un aprista el 30 de abril de 1933- había nacido en La Mangachería y por eso todos los mangaches eran urristas, y todas las cabañas de barro y caña brava de ese barrio de calles de tierra y lleno de churres y piajenos (como se llama a los niños y a los burros en la jerga piurana) lucían bailoteando en las paredes alguna descolorida imagen de Sánchez Cerro. Además de los urristas había los socialistas, cuyo líder, Luciano Castillo, era también piurano. Las batallas callejeras entre apristas, urristas y socialistas eran frecuentes y yo lo sabía porque esos días -mitin callejero que degeneraba siempre en pugilato- no me dejaban salir y venían más policías a cuidar la prefectura, lo que no impidió, alguna vez, que los búfalos apristas, al terminar su manifestación, se llegaran hasta las cercanías a apedrear nuestras ventanas.

Yo me sentía muy orgulloso de ser nieto de alguien tan importante: el prefecto. Acompañaba al abuelito a ciertos actos públicos -las inauguraciones, el desfile de Fiestas Patrias, ceremonias en el cuartel Grau- y se me inflaba el pecho cuando lo veía presidiendo las reuniones, recibiendo el saludo de los militares o pronunciando discursos. Con tanto almuerzo y acto público al que tenía que asistir, el abuelo Pedro había encontrado un pretexto para esa afición que siempre tuvo y que alentaba en su nieto mayor: componer poesías. Las hacía con facilidad, con cualquier motivo, y cuando le tocaba hablar, en los banquetes y actos oficiales, muchas veces leía unos versos escritos para la ocasión. Aunque, al igual que en Bolivia, ese año piurano seguí leyendo con pasión historias de aventuras y garabateando poemitas o cuentos, esas aficiones debieron sufrir cierto receso por el mucho tiempo que dedicaba a mis nuevos amigos y a tomar posesión de esta ciudad, en la que pronto me sentí como en casa.

Las dos cosas que decidirían mi vida futura y que ocurrieron en ese año de 1946 sólo las supe treinta o cuarenta años después. La primera, una carta que recibió un día mi mamá. Era de Orieli, la cuñada de mi padre. Se había enterado por los periódicos que el abuelo era prefecto de Piura y suponía que Dorita estaba con él. ¿Qué había sido de su vida? ¿Se había vuelto a casar? ¿Y cómo estaba el hijito de Ernesto? Había escrito la carta por instrucciones de mi padre, quien, una mañana, yendo en su coche a la oficina, había escuchado en la radio el nombramiento de don Pedro J. Llosa Bustamante como prefecto de Piura.

La segunda era un viaje de pocas semanas que había hecho mi mamá a Lima, en agosto, para una operación menor. Llamó a Orieli y ésta la invitó a tomar el té. Al entrar a la casita de Magdalena del Mar donde aquélla y el tío César vivían, divisó a mi padre, en la sala. Cayó desmayada. Debieron alzarla en peso, tenderla en un sillón, reanimarla con sales. Verlo un instante bastó para que aquellos cinco meses y medio de pesadilla de su matrimonio y el abandono y los diez años de mudez de Ernesto J. Vargas se le borraran de la memoria.

Nadie en la familia supo de ese encuentro ni de la secreta reconciliación ni de la conjura epistolar de varios meses, fraguando la emboscada que había comenzado ya a tener lugar aquella tarde, en el malecón Eguiguren, bajo el radiante sol del verano que empezaba. ¿Por qué no comunicó mi madre a sus padres y hermanos que había visto a mi padre? ¿Por qué no les dijo lo que iba a hacer? Porque sabía que ellos hubieran tratado de disuadirla y le hubieran pronosticado lo que le esperaba.

Dando brincos de felicidad, creyendo y no creyendo lo que acababa de oír, apenas escuché a mi madre, mientras íbamos hacia el hotel de Turistas, repetirme que si encontrábamos a los abuelos, a la Mamaé, al tío Lucho o a la tía Olga, no debía decir una palabra sobre lo que acababa de revelarme. En mi agitación, no se me pasaba por la cabeza preguntarle por qué tenía que ser un secreto que mi papá estuviera vivo y hubiera venido a Piura y que dentro de unos minutos yo fuera a conocerlo. ¿Cómo sería? ¿Cómo sería?

Entramos al hotel de Turistas y, apenas cruzamos el umbral, de una salita que se hallaba a mano izquierda se levantó y vino hacia nosotros un hombre vestido con un terno beige y una corbata verde con motas blancas. «¿Éste es mi hijo?», le oí decir. Se inclinó, me abrazó y me besó. Yo estaba desconcertado y no sabía qué hacer. Tenía una sonrisa falsa, congelada en la cara. Mi desconcierto se debía a lo distinto que era este papá de carne y hueso, con canas en las sienes y el cabello tan ralo, del apuesto joven uniformado de marino del retrato que adornaba mi velador. Tenía como el sentimiento de una estafa: este papá no se parecía al que yo creía muerto.

Pero no tuve tiempo de pensar en esto, pues ese señor estaba diciendo que fuéramos a dar una vuelta en el auto, a pasear por Piura. Le hablaba a mi mamá con una familiaridad que me hacía mal efecto y me daba un poquito de celos. Salimos a la plaza de Armas, ardiendo de sol y de gente, como los domingos a la hora de la retreta, y subimos a un Ford azul, él y mi madre adelante y yo atrás. Cuando partíamos, pasó por la vereda un compañero de clase, el morenito y espigado Espinoza, e iba a acercarse al auto con sus andares sandungueros, cuando el coche arrancó y sólo pudimos hacernos adiós.

Dimos unas vueltas por el centro y de pronto ese señor que era mi papá dijo que fuéramos a ver el campo, las afueras, que por qué no nos llegábamos hasta el kilómetro cincuenta, donde había esa ranchería para tomar refrescos. Yo conocía muy bien aquel hito de la carretera. Era una vieja costumbre escoltar hasta allí a los viajeros que partían a Lima. Con mis abuelitos y los tíos Lucho y Olga lo habíamos hecho, en Fiestas Patrias, cuando el tío Jorge, la tía Gaby, la tía Laura y mis primas Nancy y Gladys (y la reciente hermanita de éstas, Lucy), habían venido a pasar unos días de vacaciones. (Había sido una gran fiesta el reencuentro con las primas, y habíamos jugado mucho otra vez, pero conscientes, ahora, de que yo era un hombrecito y ellas mujercitas, y de que, por ejemplo, era impensable hacer cosas que hacíamos allá en Bolivia, como dormir y bañarnos juntos.) Esos arenales que rodean Piura, con sus médanos movedizos, sus manchones de algarrobos y sus hatos de cabras, y los espejismos de estanques y fuentes que se divisan en él, en las tardes, cuando la bola rojiza del sol en el horizonte tiñe las blancas y doradas arenas con una luz sangrienta, es un paisaje que siempre me emocionó, que nunca me he cansado de mirar. Contemplándolo, mi imaginación se desbocaba. Era el escenario ideal para hazañas épicas, de jinetes y de aventureros, de príncipes que rescataban a las doncellas prisioneras o de valientes que se batían como leones hasta derrotar a los malvados. Cada vez que salíamos de paseo o a despedir a alguien por esa carretera, yo dejaba volar mi fantasía mientras desfilaba por la ventanilla ese paisaje candente y despoblado. Pero estoy seguro de no haber visto esta vez nada de lo que ocurría fuera del automóvil, pendiente como estaba, con todos los sentidos, de lo que ese señor y mi mamá se decían, a veces a media voz, intercambiando unas miradas que me indignaban. ¿Qué estaban insinuándose por debajo de aquello que oía? Hablaban de algo y se hacían los que no. Pero yo me daba cuenta muy bien, porque no era ningún tonto. ¿De qué me daba cuenta? ¿Qué me escondían?

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