Eso es lo que, al final, creería todo el mundo y lo que resultó en la práctica, al extremo de que muchos pensaron luego que, después de todo, no era yo tan mal político como parecía. Lo cierto es que mi renuncia no fue planeada con el designio de crear una presión de opinión pública sobre ap y el ppc. Fue genuina, nacida del hastío con la politiquería en que el Frente estaba sumido, el convencimiento de que la alianza no funcionaba, de que frustraríamos las expectativas de mucha gente y de que mi propio esfuerzo iba a ser un desperdicio. Pero Patricia, que no me deja pasar una, dice que ésa es también una discutible verdad. Pues, si yo hubiera creído que no había esperanza, hubiera puesto en mi carta de renuncia la palabra irrevocable, cosa que no hice. De modo que, tal vez, como ella cree, en algún compartimiento secreto albergaba la ilusión de que mi carta compusiera las cosas.
Las compuso, transitoriamente. Desde el día de mi partida, los medios de comunicación independientes censuraron con dureza al ppc y al ap y llovieron críticas sobre Bedoya y Belaunde en editoriales, artículos y declaraciones. Las intenciones de voto a mi favor registraron una subida impresionante. Hasta entonces las encuestas me habían dado, siempre, como primera opción sobre los candidatos del apra (Alva Castro) y de la Izquierda Unida (Alfonso Barrantes) pero con porcentajes que nunca fueron más allá del treinta y cinco por ciento. Éstos se elevaron en esos días hasta el cincuenta por ciento, el más alto que alcancé en la campaña. El Movimiento Libertad registró miles de nuevos adherentes, al extremo de que se acabaron las fichas de inscripción. Nuestros locales se vieron colmados por simpatizantes y afiliados que nos urgían a romper con ap y ppc e ir solos a las elecciones. Y, al volver a Lima, encontré 5.105 cartas (según Rosi y Lucía, que las contaron) provenientes de todo el Perú, felicitándome por haber roto con los partidos (sobre todo ap, el que provocaba más irritación en los libertarios).
Desde algunos meses atrás habíamos contratado como asesores para la campaña a Sawyer amp; Miller, firma internacional con amplia experiencia en elecciones, pues había trabajado con Cory Aquino en Filipinas, y en América Latina con varios candidatos presidenciales, entre ellos el boliviano Gonzalo Sánchez de Losada, quien me la recomendó. Eso de pedir asesoría a una empresa extranjera para una batalla electoral en el Perú le causaba a Belaunde, que había ganado dos veces la presidencia sin necesidad de este tipo de ayuda, una hilaridad que su buena educación a duras penas reprimía. Pero, lo cierto es que Mark Mallow Brown y sus colaboradores hicieron un trabajo útil, con sus encuestas de opinión, que me permitieron auscultar de cerca los sentimientos, vaivenes, temores, esperanzas y el cambiante humor de ese mosaico social que es el Perú. Sus predicciones resultaron por lo general acertadas. Desoí muchos consejos de Mark porque se estrellaban contra consideraciones de principio -yo quería ganar la elección de cierta manera y para un fin específico- y las consecuencias de ello fueron, muchas veces, las que él pronosticó. Uno de sus consejos, desde la primera encuesta en profundidad hecha a comienzos de 1988 hasta la última, en vísperas de la segunda vuelta, fue: romper con los aliados y presentarme como candidato independiente, sin vínculos con el establecimiento político, alguien que venía a salvar al Perú del estado en que lo habían puesto los políticos, todos ellos, sin distinción de ideologías. Se basaba en una conclusión que las encuestas arrojaron de principio a fin de la campaña: que, en los sectores C y D, los peruanos pobres y pobrísimos que representan dos tercios del electorado, había honda decepción y gran rencor hacia los partidos, en especial los que ya habían usufructuado el poder. Las encuestas decían también que las simpatías que yo había podido despertar en el país profundo estaban en relación directa con mi imagen de independiente. La creación del Frente y mi continua presencia en los medios junto a dos viejas figuras del establishment como Bedoya y Belaunde iban a erosionar esa imagen en el curso de la larga campaña y el respaldo hacia mí podía emigrar hacia alguno de los adversarios (Mark pensaba que Barrantes, el candidato de la izquierda).
Cuando supo lo de mi renuncia, Mark Mallow Brown se sintió feliz. A él no le sorprendió el movimiento de opinión pública en mi favor, ni el incremento de mi popularidad en las encuestas. Y también supuso que yo lo había planeado así. «Vaya, está aprendiendo», debió pensar, él, que alguna vez aseguró que yo era el peor candidato con el que había trabajado nunca.
Todas estas noticias me llegaban por teléfono, a través de Álvaro, de Miguel Cruchaga y de Alfredo Barnechea, un antiguo amigo y diputado que a raíz de la estatización había renunciado al apra e ingresado a Libertad. Después de Italia habíamos ido con Patricia a refugiarnos en el sur de España, huyendo del asedio periodístico. Yo estaba decidido a mantener la renuncia y a quedarme en Europa. Tenía un antiguo ofrecimiento para pasar un año en el Wissenchaftskolleg, de Berlín, y le propuse a Patricia que nos fuéramos allá, a aprender alemán.
En eso nos llegó la noticia, ap y el ppc se habían puesto de acuerdo y habían confeccionado listas conjuntas hasta en el último rincón del país. Sus diferencias se habían desvanecido como por arte de magia y me esperaban para reanudar la campaña.
Mi reacción primera fue decir: «No voy. No sirvo para esto. Me he equivocado. No sé hacerlo y tampoco me gusta. Estos meses han sido más que suficientes para darme cuenta. Me quedo con mis libros y mis papeles, de los que no debí apartarme nunca.» Tuvimos, entonces, con Patricia, otra larga discusión político-conyugal. Ella, que me había amenazado poco menos que con el divorcio si era candidato, ahora me exhortó a regresar, con argumentos morales y patrióticos. Puesto que Belaunde y Bedoya habían dado marcha atrás, no teníamos alternativa. ¿Ésa fue la razón de mi renuncia, no? Pues bien, ya no existía. Demasiada gente buena, desinteresada, estaba trabajando día y noche por el Frente, allá en el Perú. Se habían creído mis discursos y mis exhortaciones. ¿Los iba a dejar plantados, ahora que ap y el ppc empezaban a portarse bien? Las sierras del bello pueblo andaluz de Mijas son testigos de sus admoniciones: «Hemos adquirido una responsabilidad. Tenemos que volver.»
Es lo que hicimos. Volvimos y esta vez Patricia se lanzó de lleno a trabajar en la campaña como si llevara la política en la sangre. Y no rompí con los aliados, como muchos amigos del Movimiento Libertad también hubieran querido que hiciera, y como hubiera debido hacer según aconsejaban las encuestas, por las razones que ya he dicho, que me parecían más dignas que las otras.
V. EL CADETE DE LA SUERTE
En los años que viví con mi padre, hasta que entré al Leoncio Prado, en 1950, se desvaneció la inocencia, la visión candorosa del mundo que mi madre, mis abuelos y mis tíos me habían infundido. En esos tres años descubrí la crueldad, el miedo, el rencor, dimensión tortuosa y violenta que está siempre, a veces más y a veces menos, contrapesando el lado generoso y bienhechor de todo destino humano. Y es probable que sin el desprecio de mi progenitor por la literatura, nunca hubiera perseverado yo de manera tan obstinada en lo que era entonces un juego, pero se iría convirtiendo en algo obsesivo y perentorio: una vocación. Si en esos años no hubiera sufrido tanto a su lado, y no hubiera sentido que aquello era lo que más podía decepcionarlo, probablemente no sería ahora un escritor.
Que yo entrara al Colegio Militar Leoncio Prado daba vueltas a mi padre desde que me llevó a vivir con él. Me lo anunciaba cuando me reñía y cuando se lamentaba de que los Llosa me hubieran criado como un niño engreído. No sé si estaba bien enterado de cómo funcionaba el Leoncio Prado. Me figuro que no, pues no se habría hecho tantas ilusiones. Su idea era la de muchos papás de clase media con hijos díscolos, rebeldes, inhibidos o sospechosos de mariconería: que un colegio militar, con instructores que eran oficiales de carrera, haría de ellos hombrecitos disciplinados, corajudos, respetuosos de la autoridad y con los huevos bien puestos.
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