Durante meses fue difícil hablar con él sobre este tema. Bedoya y yo creíamos que ir separados en las municipales daría una imagen de división y antagonismo que mermaría nuestro arraigo. A solas, Belaunde me decía que compartir las listas municipales con el ppc, que no existía fuera de Lima, era intolerable para las bases populistas y que él no podía exponerse a sediciones en su partido por esta razón.
Como el problema parecía de apetitos, propuse al Movimiento Libertad que renunciáramos a presentar un solo candidato a alcalde o regidor, de modo que ap y el ppc se repartieran las candidaturas. Pensé que con este gesto facilitaríamos el acuerdo y la unión de los aliados. Pero ni así dio Belaunde su brazo a torcer. El asunto saltó a los medios de comunicación y populistas y pepecistas, principalmente, pero también libertarios y sodistas, se enfrascaron en un debate desatinado que los medios adictos al gobierno y a la izquierda magnificaban para mostrar el mar de fondo que, según ellos, corroía nuestra alianza.
Por fin, a mediados de junio de 1989, después de incontables y a veces violentas discusiones, Belaunde cedió a la tesis de las candidaturas únicas. Empezó, entonces, entre ap y el ppc, otra batalla por el reparto de municipalidades. No se ponían de acuerdo y, por lo demás, las bases provinciales de cada partido impugnaban las decisiones de sus directivas: todas querían todo y nadie parecía dispuesto a hacer la menor concesión al aliado. Las propias bases del Movimiento Libertad pusieron el grito en el cielo por nuestro acuerdo de no presentar candidatos y tuvimos algunas defecciones.
Alarmado por lo que esto presagiaba para el futuro si el Frente era gobierno, conseguí que el Movimiento Libertad me autorizara a ofrecer al ppc y a ap el cuarenta por ciento de nuestras candidaturas a la Cámara de diputados, en vez del treinta y tres que les correspondía, a cambio de renunciar a toda forma de cuotas o espacios ministeriales, lo que por otra parte correspondía a la letra de la Constitución, pues es prerrogativa del presidente designar al gabinete. Belaunde y Bedoya aceptaron. Mi idea no era prescindir de los aliados si llegábamos al poder, sino tener la libertad de llamar a colaborar sólo a aquellos que fueran honrados y capaces, creyeran en las reformas liberales y estuvieran dispuestos a luchar por ellas. Que el Movimiento Libertad tuviera sólo el veinte por ciento de los candidatos parlamentarios, y dentro de su disminuido porcentaje debiera incluir a los aliados del sode, desmoralizó a muchos libertarios, a quienes ese desprendimiento les parecía excesivamente generoso además de impolítico, porque dejaba fuera de juego a muchos independientes y apuntalaba a quienes decían que yo era un títere de los políticos tradicionales.
Habían sido Belaunde y ap quienes pusieron más obstáculos para el acuerdo sobre las elecciones municipales, pero fue Bedoya el que provocó la crisis, con una declaración por televisión, la noche del 19 de junio de 1989, desmintiendo sin mucha delicadeza lo que yo acababa de afirmar en conferencia de prensa: que ap y el ppc estaban por fin de acuerdo en las candidaturas municipales de Lima y Callao, asunto que había provocado las peores controversias entre los dos partidos. Escuché la declaración de Bedoya en el último boletín de la televisión, cuando acababa de acostarme. Su desmentido mostraba de manera clamorosa lo desunidos que estábamos y las razones menudas de nuestra desunión. Me levanté, fui a mi escritorio y me pasé la noche reflexionando.
Por primera vez, me sobrecogió la idea de haber cometido una equivocación embarcándome en esta aventura política. A lo mejor Patricia llevaba razón. ¿Valía la pena continuar? El futuro lucía entre siniestro y ridículo, ap y el ppc seguirían disputándose por ver quién encabezaba las listas y por cuántos regidores le tocaría a cada cual y por los lugares que ocuparían los candidatos de cada partido, hasta que el desprestigio del Frente fuera total. ¿Con ese espíritu íbamos a hacer la gran transformación? ¿Así íbamos a desmontar el Estado macrocefálico y transferir nuestro inmenso sector público a la sociedad civil? ¿No iban a precipitarse nuestros propios partidarios, apenas llegáramos al gobierno, como lo habían hecho los apristas, al abordaje de la administración y a exigir que se crearan nuevas reparticiones a fin de que hubiera más puestos públicos que ocupar?
Lo peor era la ceguera que esta actitud revelaba sobre lo que ocurría a nuestro alrededor. A mediados de 1989, los atentados se multiplicaban a lo largo y ancho del país y, según el gobierno, habían causado ya dieciocho mil muertos. Regiones enteras -como la del Huallaga, en la selva, y casi todas las alturas de los Andes centrales- estaban poco menos que controladas por Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. La política de Alan García había volatilizado las reservas y las emisiones inorgánicas anunciaban una explosión inflacionaria. Las empresas trabajaban a la mitad y a veces a la tercera parte de su capacidad instalada. Los peruanos sacaban su dinero del país y los que encontraban trabajo en el extranjero se marchaban. Los ingresos fiscales habían descendido tanto que padecíamos un derrumbe generalizado de los servicios públicos. Cada noche las pantallas del televisor mostraban escenas patéticas de hospitales sin medicinas ni camas, de colegios sin carpetas, sin pizarras y a veces sin techos ni paredes, de barrios sin agua y sin luz, de calles cubiertas de basuras, de obreros y empleados en huelga, desesperados por la caída en picada de los niveles de vida. Y el Frente Democrático paralizado ¡por el reparto de los municipios!
Al amanecer, redacté una severa carta 9 [9]a Belaunde y a Bedoya, haciéndoles saber que, en vista de su incapacidad para ponerse de acuerdo, renunciaba a ser candidato. Desperté a Patricia para leerle el texto y me sorprendió que, en vez de alegrarse, opusiera ciertas reservas a mi renuncia. Planeamos partir de inmediato al extranjero a fin de evitar las previsibles presiones. Me habían invitado a recibir un premio literario en Italia -el Scanno, en los Abruzzi-, así que al día siguiente sacamos los pasajes, secretamente, para veinticuatro horas después. Esa tarde envié la carta, con Álvaro, mi hijo mayor, a Belaunde y a Bedoya, luego de hacer saber mi decisión al Comité Ejecutivo del Movimiento Libertad. Vi unas caras tristes en algunos de mis amigos -recuerdo la de Miguel Cruchaga, blanca como el papel, y la de Freddy, roja como un camarón- pero ninguno trató de disuadirme. La verdad es que estaban también fatigados con el atasco del Frente.
Di instrucciones al servicio de seguridad para que no dejara entrar a nadie a la casa y bloqueamos los teléfonos. La noticia llegó a los medios de comunicación al anochecer e hizo el efecto de una bomba. Todos los canales abrieron con ella los informativos. Decenas de periodistas cercaron mi casa de Barranco y de inmediato comenzó un desfile de personas de todas las tiendas políticas del Frente. Pero no recibí a nadie ni salí cuando, más tarde, se improvisó una manifestación de algunos centenares de libertarios en los alrededores, en la que hablaron Enrique Chirinos Soto, Miguel Cruchaga y Alfredo Barnechea.
En la madrugada del 22 de junio el servicio de seguridad nos llevó al aeropuerto y consiguió hacernos pasar directamente al avión de Air France, esquivando otra manifestación de libertarios a quienes, encabezados por Miguel Cruchaga, Chino Urbina y Pedro Guevara, divisé a lo lejos, desde la ventanilla del avión.
Al llegar a Italia me esperaban allí dos periodistas que, quién sabe cómo, se habían enterado de mi itinerario: Juan Cruz, de El País, de Madrid, y Paul Yule, de la bbc, que estaba haciendo un documental sobre mi candidatura. La conversación con ellos me sorprendió, pues ambos creían que mi renuncia era una mera táctica para doblegar a los díscolos aliados.
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