Aranmanoth había heredado de los humanos la gran curiosidad, el deseo incontenible de desentrañar cuanto le rodeaba y parecía no tener explicación. Y así fue como su necesidad de saber y conocer todo aquello que no sabía ni conocía le empujó al bosque aquel día. La desazón que albergaba en su corazón se parecía a la rabia, una rabia que nadie, excepto él, podía albergar.
El bosque le rodeó, encendido. Era la hora más alta del otoño, y Aranmanoth sabía que aquel era un momento fugaz y único, un momento que desaparecía casi tan rápidamente corno nacía. Se apeó de su caballo, se arrodilló, cerró los ojos y gritó. Su grito fue tan largo y tan antiguo que todos los helechos se estremecieron y hasta la última brizna de hierba parecía azotada. Pero su grito no podía ser oído por las criaturas humanas, del mismo modo que hombres y mujeres no pueden oír el grito de las ramas azotadas, ni de los ríos ocultos, ni del sol cuando muere o cuando resucita.
– Madre mía -exclamó-, ¿por qué me abandonaste? ¿Por qué me diste esta media naturaleza? No puedo saber quién soy. Has desaparecido de mi vida y de este mundo sin revelarme sus secretos. ¿Por qué me has traído a un mundo que sólo vivo a medias, que sólo comprendo a medias? ¿Qué hago yo en un lugar que no es mi lugar, y por qué añoro ese otro, al que tú y yo pertenecemos y que tampoco logro entender por entero?
Así estaba Aranmanoth de conturbado y triste cuando oyó unos pasos a su espalda. No eran las pisadas de los elfos ni sus pequeños corceles. Tampoco eran las pisadas de los ciervos jóvenes, que tan bien conocía, ni las cautelosas andaduras de cazadores furtivos que, en aquella estación, recorrían los bosques como sombras fugaces.
Frente a él se alzaba la pequeña Windumanoth, los cabellos al viento y los ojos asustados.
– Oh, señora… ¿Qué hacéis aquí? -gritó Aranmanoth. Porque tenía conciencia de cuánto debía protegerla y cuánto significaba para su padre.
– Aranmanoth, hermano mío, mi guardián… -murmuró ella. Y en su voz parecía temblar todo el miedo de los niños que lloran en la oscuridad-. Aranmanoth, me he escapado de las mujeres que querían vestirme y peinarme, y decirme cuánto he de desterrar de mi vida…, y encerrarme en un frasco de cristal como a una mariposa. Aranmanoth, hermano mío, yo no soy una mariposa.
Entonces Aranmanoth comprendió que su razón de ser en aquel bosque, frente a aquella niña que le suplicaba, era protegerla y salvarla de cuantas jaulas y mazmorras le acecharan, por más que éstas fueran invisibles. Y comprendió también el vuelo de aquella ave errante que dejó caer su sombra sobre sus cabezas, suelo adelante, sin que nadie, excepto ellos, se apercibiesen de su paso.
– No temas nada -dijo Aranmanoth mirándola a los ojos-. Yo estaré siempre a tu lado, para que nada ni nadie te aprisione ni retenga contra tu voluntad. Porque yo soy, no sólo tu guardián, sino tu amigo.
La niña corrió hacia él, y tal como hiciera en su primer encuentro con Orso, rodeó su cuello con los brazos, apretó su mejilla contra la de él y, así, sin palabras, dejaron que la luz del otoño se despidiera de los árboles, de la hierba y de ellos mismos. Todo fue tan rápido que apenas dio tiempo a deshacer su abrazo, mirarse a los ojos y sonreír. Así es como nace la amistad que, entre los humanos, es el sentimiento más parecido -o tal vez idéntico- al amor, por más que esta palabra fuera aún desconocida y misteriosa para ambos.
Aranmanoth aupó en su caballo a la pequeña novia y, llevándola a la grupa, entró lo más discretamente posible en la mansión. Allí se despidieron con una sonrisa y la promesa, aunque muda, de que muy pronto volverían a encontrarse.
Al día siguiente se celebró la boda. El Conde envió regalos, entre ellos, un hermoso caballo alazán, joven aún, para la novia. También una arqueta de madera negra que contenía piedras preciosas engarzadas en oro. La misiva que acompañaba era tan bella como sus presentes. Con gran orgullo y satisfacción, Orso leyó que su señor le apreciaba y le quería como al mejor de sus vasallos y que sabía que su elección era la más adecuada. De todos modos -y estaba dicho con tanta gentileza que apenas podía enturbiar la dulzura de aquel momento- requería inmediatamente la presencia de Orso en los territorios del Conde, pues malos tiempos corrían para él.
Orso leyó sus últimas palabras -o quizá advertencias, porque del Conde no se podía asegurar nunca nada- y sintió una extraña mezcla de alivio y desilusión. Lo cierto es que al Señor de Lines le agradaba ver, o creer, felices a cuantos le rodeaban: les veía beber y bailar contentos y le placían las fiestas en general, y lógicamente, en especial la de su boda. Pero también es cierto que Orso respiró aliviado ante la posibilidad de liberarse de tales boatos y regocijos.
A pesar de todos estos sentimientos, de algún modo inconfesables puesto que sólo atañían a la conciencia del Señor de Lines, la boda se celebró tal y como había sido planeada. El viejo capellán se revistió con sus mejores ornamentos que, aunque no parecieran lujosos, al menos tenían el honor de haber sido bordados por la abuela de Orso y habían sido utilizados en la boda de su padre.
La novia avanzó hacia el altar, donde la esperaba Orso, bello como jamás le vieran antes. Los cabellos castaños y dorados caían junto a su rostro en cascada brillante y rojiza. Sus ojos resplandecían y sus labios habían recuperado la antigua sonrisa de su juventud. Esa juventud que parecía perderse en la aridez de las tierras que le esperaban para mostrar su valentía y, acaso también su crueldad, como hombre que era en el mundo de los hombres.
Orso contempló con gran ternura a su pequeña esposa. Una ternura que, a golpes de duros aprendizajes en el castillo del Conde y de su propia experiencia, había alejado, si es que no desterrado, de su corazón. Era la ternura que nace ante la contemplación de la belleza o, quizá, de la inocencia perdida.
Windumanoth avanzaba lentamente puesto que la pesadez de su vestido no le permitía mayor celeridad. Llevaba sueltos los cabellos que caían sobre los hombros y, al contemplarlos nuevamente, le parecieron a Orso racimos de uvas en sazón, rojinegras, resplandecientes, y a la vez sedosas como mejillas de niño. Sus grandes ojos, dorados y asustados, parecían escaparse de la mirada curiosa de quienes la rodeaban, como ocurre con algunos animales cuando huyen entre el hayedo. Pero Orso alejó este último pensamiento y le tendió la mano. Una mano blanca y fría se apoyó en la suya, y así avanzaron juntos hasta el altar. Y la boda se celebró sin incidentes. Como cualquier otra boda, tanto de señores como de plebeyos.
Aranmanoth contempló cuanto sucedía con el mayor de los recatos. Permaneció en su acostumbrado sílencio durante largo tiempo; sus ojos buscaban, casi con desesperación, los ojos de su padre que acompañaba a Windumanoth hacia el altar. Y contempló con asombro los largos cabellos, como racimos de uvas negras, de la niña. Se conmovió al verles avanzar hacia lo que, ante sus ojos, se presentaba como una nueva y dolorosa despedida. Una despedida que él no llegaba a comprender, pero que -y esto sí lo comprendía- llenaba el aire de una delicada tristeza, parecida al sol cuando se esconde entre las montañas y sólo se escucha el sonido callado del viento en el interior de la noche. De este modo miraba Aranmanoth a su padre y a su joven esposa: conmovido y temeroso a la vez.
Aquella noche, en lugar de yacer los esposos en el lecho común, cada uno se retiró a sus aposentos, y la velada pasó en soledad para ambos, como cualquier otra de sus vidas. Era lo convenido y, por tanto, nadie se extrañó ni comentó esta circunstancia.
A la mañana siguiente Orso despertó a Aranmanoth, contra la costumbre, puesto que era Aranmanoth el encargado de despertarle a él. El niño se sobresaltó cuando vio a Orso en sus aposentos, se incorporó y miró atentamente el rostro inquieto y preocupado de su padre.
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