Carlos Zafón - La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad.
La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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– Buenos días -anuncié.

Fermín clasificaba el contenido de varias cajas que habían llegado de un coleccionista de Salamanca, y mi padre se las veía y deseaba para descifrar un catálogo alemán de apócrifa luterana que tenía nombre de embutido fino.

– Y mejores tardes nos dé Dios -canturreó Fermín, en velada alusión a mi cita con Bea.

No le di el gusto de responder y decidí encarar el inevitable trago mensual de poner al día el libro de la contabilidad, cotejando recibos y hojas de envío, cobros y pagos. Meciendo nuestra serena monotonía estaba la radio, que nos obsequiaba con una selección de momentos escogidos en la carrera de Antonio Machín, muy en boga por entonces. A mi padre los ritmos caribeños le soliviantaban un tanto los nervios, pero los toleraba porque a Fermín le recordaban su añorada Cuba. La escena se repetía cada semana: mi padre hacía oídos sordos y Fermín se abandonaba en un vago meneo al compás del danzón, puntuando los interludios comerciales con anécdotas de sus aventuras en La Habana. La puerta de la tienda estaba abierta y entraba un aroma dulce a pan fresco y a café que invitaba al optimismo. Al cabo de un rato nuestra vecina la Merceditas, que venía de hacer la compra en el mercado de la Boquería, se detuvo frente al escaparate y se asomó por la puerta.

– Buenas, señor Sempere -canturreó.

Mi padre le sonrió, sonrojado. A mí me daba la impresión de que la Merceditas le gustaba, pero su ética de cartujo le confería un silencio inquebrantable. Fermín la miraba de refilón, relamiéndose y siguiendo el suave balanceo de caderas como si acabase de entrar un brazo de gitano por la puerta. La Merceditas abrió una bolsa de papel y nos obsequió con tres manzanas relucientes. Me imaginé que aún le rondaba por la cabeza la idea de trabajar en la librería y hacía pocos esfuerzos por ocultar la antipatía que parecía inspirarle Fermín, el usurpador.

– Mire qué majas. Las he visto y me he dicho: éstas para los señores Sempere -dijo con tono melindroso-. Que yo sé que a ustedes los intelectuales las manzanas les gustan, como a Isaac Peral.

– Isaac Newton, capullito de alelí -precisó Fermín, solícito.

La Merceditas le lanzó una mirada asesina.

– Ya salió el listo. Pues agradezca usted que le haya traído también una, y no un pomelo que es lo que merece.

– Pero mujer, si para mí la ofrenda que sus manos núbiles me hacen de ésta, la fruta del pecado original, me inflama el cañamazo de…

– Fermín, haga el favor -atajó mi padre.

– Sí, señor Sempere -acató Fermín, batiéndose en retirada.

Estaba la Merceditas por replicarle a Fermín cuando se oyó un revuelo. Nos quedamos todos en silencio, expectantes. En la calle se alzaban voces de indignación y se desataba una algarabía de murmuraciones. La Merceditas se asomó a la puerta, prudente. Vimos pasar a varios comerciantes azorados, negando por lo bajo. No tardó en presentarse don Anacleto Olmo, vecino del inmueble y portavoz oficioso de la Real Academia de la Lengua en la escalera. Don Anacleto era catedrático de instituto, licenciado en Literatura Española y Humanidades varias, y compartía el segundo primera con siete gatos. En los ratos que le dejaba libre la docencia hacía doblete como redactor de textos de contraportada para una editorial de prestigio y, se rumoreaba, componía versos de erótica crepuscular que publicaba con el seudónimo de Rodolfo Pitón. En el trato personal, don Anacleto era un hombre afable y encantador, pero en público se sentía obligado a representar el papel de rapsoda y afectaba unos hablares que le habían granjeado el mote del Gongorino.

Aquella mañana, el catedrático traía el rostro púrpura de congoja, y casi le temblaban las manos con que sostenía su bastón de marfil. Le miramos los cuatro, intrigados.

– Don Anacleto, ¿qué pasa? -preguntó mi padre.

– Franco ha muerto, diga que sí -apuntó Fermín, esperanzado.

– Usted calle, animal -cortó la Merceditas-. Y deje hablar al señor doctor.

Don Anacleto respiró hondo y, recuperando la compostura, pasó a referirnos el parte de acontecimientos con su acostumbrada majestuosidad.

– Amigos, la vida es drama y hasta las más nobles criaturas del señor saborean las hieles de un destino caprichoso y contumaz. Ayer noche, de madrugada, mientras la ciudad dormía ese sueño tan merecido de los pueblos laboriosos, don Federico Flaviá i Pujades, estimado vecino que tanto ha contribuido al enriquecimiento y solaz de esta barriada en su rol de relojero desde su establecimiento sito a apenas tres puertas de ésta, su librería, fue arrestado por las fuerzas de seguridad del Estado.

Sentí que se me caía el alma a los pies.

– Jesús, María y José -apostilló la Merceditas.

Fermín resopló, decepcionado, pues a la vista estaba que el jefe del Estado seguía gozando de excelente salud. Don Anacleto, ya embalado, tomó aire y se dispuso a continuar.

– Al parecer, y a fe del relato fidedigno que me ha sido revelado por fuentes próximas a la Dirección General de Policía, dos condecorados miembros de la Brigada Criminal de incógnito sorprendieron a don Federico poco después de la medianoche de ayer ataviado de mujerona y entonando cuplés de letra picante en el escenario de un tugurio de la calle Escudillers, para mayor beneficio de una audiencia presuntamente compuesta por débiles mentales. Estas criaturas olvidadas de Dios, fugadas la misma tarde del Cotolengo de una orden religiosa, se habían bajado los pantalones en el frenesí del espectáculo y bailoteaban sin decoro dando palmas con la umbría enhiesta y los morros babeantes.

La Merceditas se santiguó, sobrecogida por el giro escabroso que adquirían los hechos.

– Las madres de algunos de los pobres inocentes, al ser informadas del latrocinio, presentaron denuncia por escándalo público y atentado a la moral más elemental. La prensa, ave rapaz que medra en la desgracia y el oprobio, no tardó en olfatear la carnaza y, merced a las argucias de un soplón profesional, no habían transcurrido ni cuarenta minutos de la llegada a la escena de los dos miembros de la autoridad cuando se personó en dicho local Kiko Calabuig, reportero as del diario El Caso, más conocido como remenamerda, dispuesto a cubrir los hechos que fueren menester para que su crónica negra llegase antes del cierre de la edición de hoy donde, huelga decirlo, se califica con chabacanería amarillista el espectáculo habido en el local de dantesco y escalofriante en titulares del cuerpo veinticuatro.

– No puede ser -dijo mi padre-. Pero si parecía que don Federico hubiera escarmentado.

Don Anacleto asintió con vehemencia pastoral.

– Sí, pero no olvide el refranero, acervo y voz de nuestro sentir más hondo, que ya lo dice: la cabra tira al monte, y no sólo de bromuro vive el hombre. Y aún no han oído ustedes lo peor.

– Pues vaya al grano vuesa merced, que con tanto vuelo metafórico me están entrando ganas de hacer de vientre -protestó Fermín.

– Ni caso le haga a este animal, que a mí me gusta mucho como habla usted. Es como el No-Do, señor doctor -intercedió la Merceditas.

– Gracias, hija, pero sólo soy un humilde maestro. Pero a lo que iba, sin más dilación, preámbulo ni floritura. Al parecer el relojero, que en el momento de su detención respondía al nombre artístico de La Niña er Peine, ha sido ya detenido en similares circunstancias en un par de ocasiones que constan en los anales del acontecer criminal de los guardianes de la paz.

– Diga mejor maleantes con placa -espetó Fermín.

– Yo en política no me meto. Pero puedo decirles que, tras derribar al pobre don Federico del escenario de un botellazo certero, los dos agentes lo condujeron a la comisaría de Vía Layetana. En otra coyuntura, con suerte, la cosa no hubiera pasado de chanza y a lo mejor un par de bofetadas y/o vejaciones menores, pero se dio la funesta circunstancia de que ayer noche andaba por allí el célebre inspector Fumero.

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