Carlos Zafón - La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad.
La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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– ¿Ah, no? ¿Y de qué tenía cara, a ver?

Fermín se me acercó con aire confidencial.

– De morbo -apuntó, alzando las cejas con aire de misterio-. Y que conste que eso lo digo como un cumplido.

Como siempre, Fermín estaba en lo cierto. Vencido, opté por jugar la pelota en su terreno.

– Hablando de morbo, cuénteme lo de la Bernarda. ¿Hubo beso o no hubo beso?

– No me ofenda, Daniel. Le recuerdo que está usted hablando con un profesional de la seducción, y eso del beso es para amateurs y diletantes de pantufla. A la mujer de verdad se la gana uno poco a poco. Es todo cuestión de psicología, como una buena faena en la plaza.

– O sea, que le dio calabazas.

A Fermín Romero de Torres no le da calabazas ni san Roque. Lo que ocurre es que el hombre, volviendo a Freud y valga la metáfora, se calienta como una bombilla: al rojo en un tris, y frío otra vez en un soplo. La hembra, sin embargo, y esto es ciencia pura, se calienta como una plancha, ¿entiende usted? Poco a poco, a fuego lento, como la buena escudella. Pero eso sí, cuando ha cogido calor, aquello no hay quien lo pare. Como los altos hornos de Vizcaya.

Sopesé las teorías termodinámicas de Fermín.

– ¿Es eso lo que está usted haciendo con la Bernarda? -pregunté-. ¿Poner la plancha al fuego?

Fermín me guiñó un ojo.

– Esa mujer es un volcán al borde de la erupción, con una libido de magma ígneo y un corazón de santa -dijo, relamiéndose-. Por establecer un paralelismo veraz, me recuerda a mi mulatita en La Habana, que era una santera muy devota. Pero, como en el fondo soy un caballero de los de antes, no me aprovecho, y con un casto beso en la mejilla me conformé. Porque yo no tengo prisa, ¿sabe? Lo bueno se hace esperar. Hay pardillos por ahí que se creen que si le ponen la mano en el culo a una mujer y ella no se queja, ya la tienen en el bote. Aprendices. El corazón de la hembra es un laberinto de sutilezas que desafía la mente cerril del varón trapacero. Si quiere usted de verdad poseer a una mujer, tiene que pensar como ella, y lo primero es ganarse su alma. El resto, el dulce envoltorio mullido que le pierde a uno el sentido y la virtud, viene por añadidura.

Aplaudí su discurso con solemnidad.

– Fermín, es usted un poeta.

– No, yo estoy con Ortega y soy un pragmático, porque la poesía miente, aunque en bonito, y lo que yo digo es más verdad que el pan con tomate. Ya lo decía el maestro, enséñeme usted un donjuán y le enseño yo a un mariposón enmascarado. Lo mío es la permanencia, lo perenne. A usted le pongo por testigo que yo de la Bernarda haré una mujer, si no honrada, porque eso ya lo es, al menos feliz.

Le sonreí, asintiendo. Su entusiasmo era contagioso, y su métrica invencible.

– Me la cuide bien, Fermín. Que la Bernarda tiene demasiado corazón y ya se ha llevado demasiados chascos.

– ¿Se cree que no me doy cuenta? Vamos, si lo lleva en la frente como una póliza del patronato de viudas de guerra. Se lo digo yo, que en esto de encajar putadas tengo muchísima experiencia: yo a esa mujer la colmo de dicha aunque sea lo último que haga en este mundo.

– ¿Palabra?

Me tendió la mano con aplomo templario. Se la estreché.

– Palabra de Fermín Romero de Torres.

Tuvimos una tarde lenta en la tienda, con apenas un par de curiosos. En vista del panorama, le sugerí a Fermín que se tomase libre el resto de la tarde.

– Ande, se va usted a buscar a la Bernarda y se la lleva al cine o a mirar escaparates por la calle Puertaferrisa cogida del brazo, que a ella eso le encanta.

Fermín se aprestó a tomarme la palabra y corrió a acicalarse en la trastienda, donde guardaba siempre una muda impecable y toda suerte de colonias y ungüentos en un neceser que hubiera sido la envidia de doña Concha Piquer. Cuando salió parecía un galán de peliculón, pero con treinta kilos menos en los huesos. Vestía un traje que había sido de mi padre y un sombrero de fieltro que le venía un par de tallas grande, problema que solventaba colocando bolas de papel de periódico bajo la copa.

– Por cierto, Fermín. Antes de que se vaya… Quería pedirle un favor.

– Eso está hecho. Usted ordene que yo estoy aquí para obedecer.

– Le voy a pedir que esto quede entre nosotros, ¿eh?, a mi padre ni una palabra.

Sonrió de oreja a oreja.

– Ah, granujilla. Algo que ver con esa chavala imponente, ¿eh?

– No. Éste es un asunto de investigación e intriga. De lo suyo, vamos.

– Bueno, yo de chavalas también sé un rato. Se lo digo por si un día tiene usted una consulta técnica, ya sabe. Con toda confianza, que para eso soy como un médico. Sin ñoñerías.

– Lo tendré en cuenta. Ahora, lo que necesitaría saber es a quién pertenece un apartado de correos en la oficina central de Vía Layetana. Número 2321. Y, a ser posible, quién recoge el correo que llega ahí. ¿Cree usted que podría echarme un cable?

Fermín se anotó el número en el empeine, bajo el calcetín, a bolígrafo.

– Eso es pan comido. A mí no hay organismo oficial que se me resista. Deme unos días y le tendré un informe completo.

– Hemos quedado que a mi padre ni una palabra, ¿eh?

– Descuide. Hágase cuenta de que soy la esfinge de Keops.

– Se lo agradezco. Y ahora, venga, váyase ya y que se lo pase bien.

Le despedí con un saludo militar y le vi partir gallardo como un gallo rumbo al gallinero. No debía de hacer ni cinco minutos que Fermín se había ido cuando escuché las campanillas de la puerta y alcé la vista de las columnas de cifras y tachones. Un individuo amparado en una gabardina gris y un sombrero de fieltro acababa de entrar. Lucía un bigote pincelado y los ojos azules y vidriosos. Exhibía una sonrisa de vendedor, falsa y forzada. Lamenté que Fermín no estuviese allí, porque él tenía la mano rota para librarse de los viajantes de alcanfores y morralla que ocasionalmente se colaban en la librería. El visitante me brindó su sonrisa grasienta y falsa, cogiendo al azar un tomo de una pila por ordenar y valorar que había junto a la entrada. Todo en él comunicaba desprecio por cuanto veía. No me vas a vender ni las buenas tardes, pensé.

– Cuánta letra, ¿eh? -dijo.

– Es un libro; suelen tener bastantes letras. ¿En qué puedo ayudarle, caballero?

El individuo devolvió el libro a la pila, asintiendo con displicencia e ignorando mi pregunta.

– Es lo que yo digo. Leer es para la gente que tiene mucho tiempo y nada que hacer. Como las mujeres. El que tiene que trabajar no tiene tiempo para cuentos. En la vida hay que pencar. ¿No le parece a usted?

– Es una opinión. ¿Buscaba usted algo en especial?

– No es una opinión; es un hecho. Eso es lo que pasa en este país, que la gente no quiere trabajar. Mucho vago es lo que hay, ¿no le parece a usted?

– No lo sé, caballero. Quizá. Aquí, como ve, sólo vendemos libros.

El individuo se acercó al mostrador, su mirada siempre revoloteando por la tienda y posándose ocasionalmente en la mía. Su aspecto y su ademán me resultaban vaga mente familiares, aunque no hubiera sabido decir de dónde. Había algo en él que hacía pensar en una de esas figuras que aparecen en naipes de anticuario o adivino, un personaje escapado de los grabados de un incunable. Tenía la presencia fúnebre e incandescente, como una maldición con el traje de los domingos.

– Si me dice en qué puedo servirle…

– Soy yo más bien quien venía a hacerle a usted un servicio. ¿Es usted el dueño de este establecimiento?

– No. El dueño es mi padre.

– ¿Y su nombre es?

– ¿El mío o el de mi padre?

El individuo me dedicó una sonrisa socarrona. Un risitas, pensé.

– Me haré cuenta de que el cartel de Sempere e hijos va por ambos, entonces.

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