Juan Marsé - Rabos De Lagartija

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Los inolvidables personajes de esta novela, como la entrañable y desgarrada pareja formada por el adolescente David y su perro Chispa, el enamorado inspector Galván, o Rosa Bartra, la hermosa pelirroja embarazada, obedecen a una tristeza y una estafa histórica muy concretas, pero también a la estafa eterna de los sueños, encarnada aquí por las fantasmales apariciones de un padre libertario fugitivo y de un arrogante piloto de la RAF que, desde la vieja fotografía de una revista colgada en la pared, actúa como confidente del fantasioso David.
Con estos personajes, con un lenguaje directo y translúcido que contrasta con la honda carga emotiva y moral que discurre por debajo de la trama, Rabos de lagartija, dotada de una estructura narrativa tan sabia como imaginativa, y mostrando cuán frágiles y ambiguos son los límites entre la realidad y la ficción, la verdad y la mentira, el Bien y el Mal, el amor y el desamor, corrobora la condición de Juan Marsé como uno de los novelistas mayores, no sólo de las Letras Hispanas, sino de las actuales narrativas europeas.

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– ¡Vaya manera de perder el tiempo y complicarse la vida! -opina el gordo.

– Di que sí. Pero ya sabes que a Portela le gusta ser legal. ¿Qué hora tenemos, colega?

– La una menos veinte.

– Va usted cinco minutos atrasado -la voz dulce a su espalda pertenece a una niña sonriente que está consultando el relojito de feria plastificado y de vivos colores que luce en su muñeca-. Es la una menos cuarto, señor.

Vía Layetana bajando, acera de la derecha batida por el sol, y allí en la esquina, en medio del transitar agobiado y pesaroso de la gente, esa niña que parece haberse apropiado de todos los colores y fulgores del día se para un momento y consulta su relojito de celuloide con números amarillos y agujas de purpurina. La esfera es celeste y la correa que ciñe la muñeca, de color violeta transparente con franjas amarillas. ¿Por qué lo miras, hermano, si sabes que los números mienten y las manecillas son pintadas y marcan siempre la misma hora, la una menos cuarto? ¿Consultas tu reloj de pacotilla para fingir que eres una persona ocupada, alguien con cierta prisa por llegar a una cita importante? La una menos cuarto, dicen las agujas plastificadas, y me gusta pensar que, por un capricho del destino, ésa es precisamente la hora exacta en todos los relojes, la misma hora cabal que marca el reloj de verdad del inspector Galván saliendo apresuradamente del Bar Sky para coger el metro en Jaime I y llegar a tiempo de ver salir a su hija del colegio de monjas, mientras aquí los viandantes ven pasar a una adolescente de largas piernas oscuras que camina deprisa y muy tiesa, levemente recostada hacia atrás y risueña, como si un viento frontal alterara su verticalidad y eso le gustara.

Hablo desde una trinchera moral en el tiempo que me permite neutralizar la nostalgia, y, por supuesto, el repudio y la burla o el simple estupor que seguramente suscitó el paso de esta niña valiente por la calle. Es probable que yo mismo, de haberme cruzado con ella, no la hubiese reconocido. Ahí va, investido poco menos que de inconsciente putilla y con el persistente zumbido en sus oídos y en su corazón, exhibiendo un violento carmín en los labios y un hormigueo de maracas en las caderas. Luce la faldita amarilla con grandes bolsillos verdes y la blusa sin mangas de color azafrán estampada con espigas y amapolas desvaídas, el bolso de plexiglás rojo y larga correa colgado del hombro, los cabellos de paje recogidos en la nuca con una goma, las gafotas de sol de montura blanca, el rebelde flequillo cabalgando su frente y la boina roja ladeada sobre la oreja. En su brazo derecho, un poco por debajo de la marca de la vacuna, una mariposa de calcomanía pegada a la piel despliega sus alas negras con lunares rojos. Las rodillas mohínas y los finos tobillos brillan al sol, y las sandalias de goma de color marfil dejan al aire el puente saltarín, atolondradamente sonrosado y sensual, de sus ágiles pies. La serena firmeza del mentón, su aire levantisco, es lo único que a ratos podría traicionar esa apariencia postinera y festiva, pero ¡qué fulgor en su mirada desafiando el trajín de la calle, qué intensa la emoción que le embarga en medio de toda esa patraña bajo el sol! ¡Y de qué modo tan alegre y confiado sus grandes ojos reflejan la luz del día, cómo ama la vida esta muchacha que sonríe impúdicamente a los viandantes!

El gesto tan espontáneo de consultar el relojito plastificado y sin horas lo entiendo ahora como un guiño irreprimible a un ideal de la personalidad, o tal vez no es más que un respingo de la propia impostura, el toque convencional de veracidad que requiere semejante artificio ornamental, dedicado no tanto a la galería -este señor que enciende un puro y la mira de refilón al cruzarse con ella- como a sí mismo: un reflejo nervioso de la tensión manipuladora que cultivó siempre y de manera muy especial cuando se veía enfrentado a sus espejismos personales, esos que, con el tiempo, forjarían su destino.

Está llegando al bar de los policías y entra con la mayor cautela. Despacio, con una mano en la cintura, colocando cuidadosamente un pie delante de otro, moviendo las caderas con más imaginación que curvas, avanza hasta el extremo del mostrador. Tienen que ser esos dos, piensa; le ha bastado arrimar el hocico a sus sobacos sudorosos. Pide una horchata, la paga y se queda allí un buen rato sorbiendo del vaso con una paja y escuchando el murmullo de sus comentarios sobre el cadáver machacado cuya identidad hubo de ser camuflada, y total para qué tantos miramientos, etcétera. Cuando sus oídos ya han soportado bastante -no ha venido a escuchar trapacerías de guripas tabernarios, y además está impaciente por llevar a cabo lo que se ha propuesto-, se sitúa sigilosamente a su espalda con el vaso de horchata en la mano y la paja en la boca, estira los bordes de la falda amarilla y carraspea.

– Perdonen. ¿Conocen ustedes a un inspector que se llama Galván?

– Se acaba de ir -dice el subinspector flaco con una oliva pinchada en un palillo y bastante recochineo en la mirada al ver la pinta de la niña-. ¡Ahí va, qué es eso!

– ¿Para qué quieres verle, al inspector? -dice el gordo girando despacio en su taburete. Parece no dar crédito a sus ojos y con su negro dedo encapuchado apunta a la niña como si indicara un bicho raro-. ¿Qué tenemos aquí, Tejada?

– Estoy buscando al inspector Galván. Le conocen, ¿verdad? ¿Podrían darle un recado de parte mía?

– Qué recado -dice el poli canijo, pero en vez de esperar respuesta se vuelve al mostrador, cierra momentáneamente el periódico y ordena al mozo una ración de boquerones en vinagre, rápido, estas olivas rellenas están pochas, Mario, ¿dónde las tenías, en el chocho de tu abuela?, escupe en el suelo y luego se encara de nuevo con ella-. A ver, ¿tú quién eres, niña?

– A esta golfa yo la conozco de algo -dice el gordo-. Fíjate en su boquita de boquerón, Tejada. Yo te he visto en alguna parte… ¿Tú no andabas por el Chino vendiendo claveles?

– No, señor.

– Pero vives por ahí, juraría que te he visto.

– Bueno, sí…

– ¿Cómo te llamas?

– Amanda Espinosa de los Monteros, para servirle.

– ¿Me tomas el pelo, mocosa?

– Qué pasa. Ése es mi nombre…

– Bueno, a ver -tercia el otro poli-, ¿qué le quieres al inspector Galván?

– Que me encontré un mechero muy bonito, y creo que es suyo

– lo saca del bolso-. Es éste.

– Pues sí, parece el suyo -dice el gordo examinando el Dupont, en cuyas junturas aún hay rastros de arena.

– Lo encontré en un torrente del Guinardó, en un sitio en el que no pasa casi nadie -dice Amanda triturando la paja con los dientes.

– ¿Y cómo sabías tú que pertenece al inspector Galván?

– Le cuento: iba yo un día tan tranquila…

– ¿Y qué hacías tú en el Guinardó -corta el subinspector

gordo-, un barrio tan alejado del Chino?

– Mis abuelos viven allí, voy todos los veranos. Tengo una bicicleta y voy a clases de violín… Entonces, iba yo tan tranquila con mi bici cuando, al pasar más arriba de donde vive David, un chico que he conocido este verano, vi a un señor alto cavando un hoyo con una azada muy grande. Se había quitado la americana y la tenía doblada en el suelo junto a un perrito muerto con sangre en la cabeza, y encima de la americana había un paquete de Lucky y este encendedor, me fijé porque parecía de oro y brillaba… No me paré a mirar el enterramiento porque me dio pena, conocía al perrito, era de mi amigo, así que seguí mi camino, y una hora después, cuando volví a pasar de vuelta a casa, me acerqué con la bici pero no supe dar con la tumba del perrito. Di unas cuantas vueltas y en una de éstas me encontré el encendedor en el suelo…

– ¿Y por qué has tardado tanto en devolverlo? Pensabas quedártelo, seguro.

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