Juan Marsé - Últimas tardes con Teresa

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Últimas tardes con Teresa: краткое содержание, описание и аннотация

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Ambientada en una Barcelona de claroscuros y contrastes, Últimas tardes con Teresa narra los amores de Pijoaparte, típico exponente de las clases más bajas marginadas cuya mayor aspiración es alcanzar prestigio social, y Teresa, una bella muchacha rubia, estudiante e hija de la alta burguesía catalana. Los personajes de esta novela a la vez romántica y sarcástica pertenecen ya, por derecho propio, a la galería de retratos que configuran toda una época. Hito de la literatura española contemporánea, esta obra consolidó internacionalmente el nombre de su autor…

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¡ Xarnego, no fotis !, parecía decirle el chapoteo monótono y burlón -y desde luego sin ninguna esperanza de verle elevarse a la dignidad huracanada que requería la ocasión- del agua en los costados del fuera-bordo. El murciano carraspeó, se despejaron los vapores de su mente y se acercó con paso decidido al borde del embarcadero.

– Deberías llevarte también el motor, Maruja -dijo sonriendo-. Por aquí merodean tipos que no son de fiar.

La muchacha levantó la cabeza tranquilamente. En su cara se reflejó primero una vaga sorpresa, y luego devolvió la sonrisa.

– ¿De veras? -dijo, fijando de nuevo su atención en lo que hacía.

Qué pequeño es el mundo, ¿verdad? -dijo él-. Me estaba preguntando, mientras venía a disculparme por lo de antes (una broma pesada, lo reconozco, pero en fin, una broma), me estaba preguntando si te acordarías de mí.

Maruja no contestó, aunque sonreía y le lanzaba furtivas miradas, siempre ocupada con sus toallas. A él le pareció que esta ocupación era ficticia, que la muchacha quería ganar tiempo. Debido a la postura, el niki se le había subido en la espalda y podía verse un pedazo de piel negrísima, con las vértebras muy marcadas.

– Bueno, prácticamente -añadió él-, esos que me acompañaban no son amigos míos. Les he conocido casualmente, en Blanes… Cuando tú has llegado con tu madre, me estaba despidiendo, prácticamente.

La chica se incorporó, y, con algunas toallas bajo el brazo y los pies de pato colgados al hombro, saltó del fuera-bordo al embarcadero. Al hacerlo se le cayeron los pies de pato. El Pijoaparte se apresuró a recogerlos y se los colocó de nuevo, aprovechando para dejar un rato la mano en el hombro de la muchacha.

– ¿Por qué no acudiste a la cita? -preguntó cambiando el tono de voz, acercándose más a ella-. ¿O es que ya no te acuerdas?

– Sí que me acuerdo. No pude ir.

Se apartó y empezó a caminar hacia los primeros escalones de la roca, pero él, con un par de rápidas zancadas, se le plantó delante y le cortó el paso, sonriendo:

– Espera, mujer. No creerás que voy a dejarte ir así, ahora que he tenido la suerte de volver a encontrarte. ¿Sabes que me he pasado meses y meses buscándote como un loco? ¿Sabes que he pensado en ti día y noche, bonita? Di, ¿lo sabes? -No.

Maruja sonrió, bajando la cabeza. Estaban muy juntos. Sin querer, ella rozó con la rodilla la pierna del muchacho. En ese momento, alguien en la Villa encendió las luces de la terraza y un haz luminoso se esparció sobre las rocas, por encima de ellos. Al mismo tiempo, se oyeron apagadas risas de mujer y la música, repentinamente, aumentó de volumen. Para el Pijoaparte por lo menos -ya que para ella estos pequeños incidentes debían carecer de importancia y de valor simbólico- fue una especie de señal convenida, relacionada con Dios sabe qué viejo sueño. Y sin esperar más, manteniendo el hombro apoyado en la roca, en una postura tranquila, tendió el brazo y atrajo a la muchacha hacia sí en el momento en que a ella empezaban a resbalarle de nuevo los pies de pato. Antes de que su boca tuviera tiempo de recorrer el corto trayecto hacia la de ella, ésta se le pegó desesperadamente. Como aquella noche en la verbena, el Pijoaparte notó que la muchacha empezaba abrazándose a él con una intensidad y una fuerza extrañas, no exactamente en función de una voluptuosidad en pugna consigo misma, sino más bien de una oscura necesidad de protección, para luego relajarse y dejar paso al deseo, con esos imperceptibles movimientos regresivos y progresivos de la sangre, que él sabía controlar tan admirablemente en el cuerpo femenino. Era éste un lenguaje que comprendía mejor y que le tranquilizaba.

Recordaría durante muchos años el olor a polen de los pinos, el rumor de las olas, el suave chapoteo del agua en los costados de la lancha; recordaría siempre las imponentes torres de la Villa alzándose iluminadas contra el cielo estrellado, y sus grandes ventanales arrojando a la noche ráfagas de música, de luz e intimidad, fragancias conyugales, rumor de pasos y de risas, mientras la luna brillaba en lo alto ingrávida y solemne como una hostia. Desbordando aquel fino cuerpo de serpiente, el calor y las ansias de absoluto pasaron al vientre de la muchacha, que se abría como una planta sedienta recibiendo la lluvia, con tal intensidad y en una postura tan atrevida, que él no tuvo más remedio que dudar, por un instante, de su condición de señorita. De repente, la muchacha se bajó el niki y se despegó un poco, dejando la cabeza recostada en el pecho del murciano.

– Me están esperando para cenar -dijo con un hilo de voz-. Me están esperando…

El no lo pensó dos veces:

– Maruja, esta noche vendré a verte -murmuró en su oído-. Cuando todos duerman, entraré por tu ventana… -Cállate. Estás loco.

– Te juro que lo haré. Dime cuál es tu ventana.

– Déjame, déjame…

Quiso desprenderse, pero él no la dejó marchar. -No, hasta que me digas dónde duermes.

– Pero ¿qué te has creído? ¿Quién te has figurado que soy yo…? -empezó ella con el aliento perdido.

Y él la hizo callar con un nuevo beso, esta vez suavísimo, un roce apenas, ese abandonado, tierno beso de desagravio por el cual se afirma el propósito de enmienda de todos los pecados menos de aquel que se tiene intención de cometer inmediatamente. No tenía, sin embargo, esperanzas de que ella le indicara su habitación.

– ¿Es aquella ventana por donde te has asomado esta tarde?

La muchacha le clavó una mirada rápida y asustada. Antes de escabullirse entre las rocas, le apretó un brazo con fuerza y le miró con los ojos húmedos: “Por favor… Gritaré si vienes, te juro que gritaré”. Y echó a correr escaleras arriba, hasta desaparecer en lo alto.

Durante cuatro horas la ventana permaneció cerrada. Unos metros más arriba, las luces de la terraza seguían festejando la noche, y él, sentado en el tronco cortado de un pino, con el mentón entre las manos y los ojos clavados en aquella ventana, creyó estar viviendo las horas más atroces de su existencia. Notaba frío en la espalda, y algo en su interior, allá dentro en las entrañas, empezaba a segregar la vieja tristeza que de niño corría por su sangre. “No quiere -se decía-, no quiere.” Oía música de discos, voces juveniles en la terraza, y vio llegar a un hombre en un coche, un caballero de pelo gris y aspecto distinguido, al que se recibió con alegres gritos de bienvenida. Luego, el miserable silencio de la hora de la cena, la despedida de unas amigas, de nuevo un rato de conversación, discreta, apacible, y por último un silencio total y definitivo. Ya ni siquiera miraba la ventana, tenía la frente abatida sobre el antebrazo, las últimas luces de la Villa, una a una, se apagaban, todo había terminado. “No quiere, maldita sea, no quiere.”

Jamás tuvo nadie una mirada tan perruna, una expresión tan triste, un conocimiento tan instantáneo y animal de la inmensidad de la noche, de la inútil vehemencia de las olas. La misma sensación de abandono le mantenía allí clavado, sin fuerzas, sin deseos, encogido sobre el tronco, con los ojos abiertos en la oscuridad e idéntica postula fetal que guardó en el vientre de su madre; abrazado a sus rodillas, la apatía del firmamento sobre su cabeza fue como un narcótico durante horas: era una inmovilidad tan perfecta del rostro (un tanto boquiabierto), una expresión tan petrificada, que parecía fundirse con la misma vacuidad cósmica que está más allá de toda frustración. ¡Aaaah…!, hizo sobre su cabeza la copa de un pino estremecida por la brisa.

Tardó un poco en darse cuenta. Primero fue el rayo de luz que se filtró entre los batientes de la ventana, y que volvió a apagarse en seguida, y luego el golpe seco de la madera en el muro: el Pijoaparte ya estaba en pie, tembloroso, iniciando con la mente más que con los pies una veloz carrera hacia la Villa, cuando aún, en realidad, permanecía inmóvil, alisando precipitadamente sus cabellos con la mano y comprobando el estado de su ropa. Luego, a medida que se acercaba al muro cubierto de hiedra, distinguió la ventana abierta y las sombras interiores, más densas aún que las de la noche. Tuvo que pisar un macizo de flores que flanqueaba la pared. Se detuvo. La ventana le llegaba al pecho. No oyó ningún ruido. Antes de saltar al interior se asomó: nada, excepto la mancha blanca de la sábana sobre la silueta informe de un cuerpo. Entró sin hacer ruido, deslizándose directamente hacia la cama.

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