Ella, desnuda, con un paso flexible y tímido, fue primero hasta la ventana y la entornó. El Pijoaparte quedó sorprendido y admirado al ver su cuerpo en movimiento: tenía la quieta suavidad de las casadas, una elasticidad en reposo, un levísimo temblor de partes blandas, independiente por completo del movimiento agresivo de las caderas ligeramente echadas hacia adelante y del juego perezoso pero ágil de las corvas: durante unos segundos se estableció una trama vital de equilibrio entre la rodilla apenas doblada, el combado contorno de la pierna avanzada y el temblor de aquellas partes más sensibles del cuerpo. El encanto emanaba de cierta contención, cierta economía de gestos que por supuesto nada tenía que ver con la timidez o el pudor sino más bien con las buenas maneras de los ricos y el adecuado régimen alimenticio que debían gozar los señores que ella servía y que de alguna manera difícil de determinar, a veces, algunas criadas naturalmente dispuestas a ello consiguen asimilar en provecho propio. “Es fina, la muy zorra, por eso me ha engañado”, se dijo. El encanto se completaba con unos hombros débiles y algo picudos que indirectamente se embellecían a causa de la robustez de las caderas; y unos pequeños pechos como limones, separados, que apuntaban no de frente sino formando un ángulo abierto, y que ahora registraban en su ligero temblor de gelatina el gracioso ritmo acompasado de los pasos de la muchacha.
Después de entornar la ventana, Maruja recogió del suelo la fotografía que él había tirado y la frotó cuidadosamente con la palma de la mano.
– ¿Es tuya esa foto? -preguntó él.
– Sí.
– ¿Y por qué la guardas? ¡Vaya tontería! ¿Quién es ésa que está contigo?
– La señorita. Fue cuando le compraron el coche… Ella me regaló la foto.
– ¡Que bien! Eres una sentimental de mierda.
Maruja dejó la foto sobre la mesilla de noche y entonces él la cogió. “¿A ver…?”, dijo forzando un tono indiferente. Evocó en vano a la rubia de la verbena: la sombra de esta mano que hacía visera cubría el rostro por completo y solamente identificó el color y la forma del pelo, su peinado de melena laxa. Maruja fue hasta el armario y empezó a vestirse.
– Manolo -dijo-, ¿por qué hablas siempre ese lenguaje tan feo?
– Yo hablo como me da la gana, ¿te enteras?
Dejó la fotografía sobre la mesita y se quedó tendido, mirando el techo. Suspiró profundamente. De pronto tuvo conciencia de lo bien que se estaba allí…
– ¿Qué, sigues enfadado? -murmuró ella al cabo de un rato, sin mirarle. El muchacho no contestó, y entonces ella, volviéndose-: ¿Qué piensas hacer? Es muy tarde.
– ¿Te quieres callar ya, niña?
Maruja le sonrió tímidamente. Él cerró los ojos, las manos bajo la nuca. Al poco rato oyó un rumor de pies desnudos acercándose y luego un peso blando y cálido sobre su pecho. El dulce olor que emanaba de la piel de la muchacha le envolvió la cabeza. Oyó su voz como en sueños: “Manolo, mi vida, aquí no puedes quedarte…” Abrió los ojos y vio los de ella, negros y brillantes, risueños, a unos centímetros de su rostro. Ahora podía ver también la leve señal rojiza que algún golpe había dejado en uno de los pómulos. “Animal, se dijo, pedazo de animal”.
– Quita, raspa, no estoy de humor -masculló, pero sus manos se deslizaron hasta las nalgas de la muchacha.
– No me llames eso, por favor -dijo ella mientras le besaba y le mordisqueaba el mentón-. ¿Sabes que eres muy guapo? Eres el chico más guapo que he conocido. Casi das miedo de guapo que eres…
– Déjate de chorradas. Y dime, ¿quién fue el primero? -¿Cómo?
– Venga ya, no te hagas la estrecha. ¿Quién fue el primero? Maruja escondió el rostro en el cuello del murciano.
– ¿No te reirás de mí? -preguntó-. Prométeme que no te reirás si te lo digo. Un novio que tuve… Era canario y hacía la mili en Barcelona. No le he vuelto a ver.
– ¿Le querías?
– Al principio, sí.
El Pijoaparte se echó a reír.
– Un quinto tenía que ser. Mira que llegas a ser tonta. ¿No sabes que los quintos son unos granujas que sólo buscan tirarse a las tontas como tú…?
– No digas palabrotas.
– ¿De dónde eres?
– ¿Yo? De Granada. Pero vivo en Cataluña desde chiquita. -¿Y tus padres?
– Mi padre en Reus, es el masovero de una finca del señor Serrat, y yo me crié allí, y allí conocí a la señorita porque venía a veranear con sus padres. Nos hicimos muy amigas, desde pequeñas. Ahora no veranean en Reus, hace ya mucho tiempo, porque tienen más dinero… Cuando murió mi madre yo tenía quince años, y la señora me trajo a Barcelona para que la ayudara en la casa.
Habló también de su abuela y de un hermano que estaba a punto de entrar en quintas, todos en Reus. Él seguía acariciándola. Cuando iba a revolcarla de nuevo sobre la cama, ella se soltó y se incorporó de un salto…
– No, es tarde… Será mejor que te vayas.
– ¡Pues claro, raspa!, ¿qué crees que voy a hacer? Perderte de vista cuanto antes, eso voy a hacer.
Saltó de la cama y se vistió rápidamente. Fue hacia la ventana y Maruja, cuando le vio con una pierna fuera, corrió hasta él.
– ¡Espera! ¿Te vas así? ¿Cuándo te veré otra vez?
Llevaba en la mano derecha un cofrecillo de madera labrada y acababa de ponerse unos aros en las orejas, adorno con el que sin duda había pensado darle una sorpresa al muchacho. Pero él ya había saltado de la ventana y estaba en medio del macizo de flores, mirando en dirección al mar con cierta ansiedad en los ojos, al tiempo que introducía los bordes de su camisa en el pantalón. Luego se echó los cabellos hacia atrás con la mano. Desde la ventana, a medio vestir, Maruja le miraba con ojos tristes. Tras él, el pinar exhalaba todavía un pesado silencio nocturno, roto sólo por el siseo de las olas en la playa. El aire estaba quieto y nada anunciaba la salida del sol. El rostro del Pijoaparte se quedó ahora tenso, vuelto hacia la criada pero sin mirarla todavía: por su expresión parecía estar registrando alguna profunda sacudida sísmica o lejanas voces perdidas que ahora el oleaje devolvía y dejaba colgadas, vibrando, en medio del aire fresco de la madrugada. Luego, repentinamente, fijó los ojos en Maruja y una sonrisa iluminó su rostro:
– ¿Son joyas? ¿De dónde las has sacado? ¿Te las regaló la señora…?
– Estos aros, no. Los compré hace una semana. ¿Verdad que son bonitos? Oye, ¿cuándo te veré?
El Pijoaparte tenía los ojos clavados en el cofrecillo.
– Muy pronto. ¡Abur, raspa! -gritó dando media vuelta y alejándose hacia el pinar.
La motocicleta estaba donde la había dejado. Salió con ella a la carretera y se lanzó a velocidad de vértigo en dirección a Barcelona. Durante todo el viaje estuvo obsesionado por una idea: una y otra vez se le aparecía Maruja en la ventana, de pie, sosteniendo en la mano el cofrecillo que guardaba sus pobres joyas.
Llegó a la ciudad cuando ya el sol teñía de rosa la cumbre del Carmelo, en el momento en que la Lola, en su casa de la calle Muhlberg, saltaba de la cama para ir al trabajo, destemplada y deprimida, seriamente enojada consigo misma por enésima vez… Se cruzó con el Pijoaparte al bajar hacia la plaza Sanllehy, en una de las revueltas de la carretera del Carmelo: distenso, abstraído, remoto, los negros cabellos revoloteando al viento como los alones de un pajarraco, aguileño por la imperiosa reflexión y por la misma velocidad endiablada que llevó durante todo el viaje, el perfil del murciano se abría como un mascarón de proa en medio de la cruda luz de la mañana. Lo único que la muchacha pudo ver, envuelta en el ruido ensordecedor de la Ossa, fue un repentino perfil de ave de presa volando sobre el manillar, retenido durante una fracción de segundo con un parpadeo de asombro.
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