Mientras corría hacia la cumbre del Carmelo, al Pijoaparte se le ocurrió la idea, por vez primera, del robo de las joyas en la Villa. No vio a la Lola hasta que ya hubo pasado: el espejo retrovisor recogió su espalda un instante, la retorció en su universo cóncavo y frío y la empequeñeció remitiéndola definitivamente a la nada.
Desde la cumbre del Monte Carmelo
En realidad, el gangster arriesgaba su vida para que la rubia platino siguiera mascando chicle.
(De una Historia del Cine.)
Desde la cumbre del Monte Carmelo y al amanecer hay a veces ocasión de ver surgir una ciudad desconocida bajo la niebla, distante, casi como soñada: jirones de neblina y tardas sombras nocturnas flotan todavía sobre ella como el asqueroso polvo que nubla nuestra vista al despertar de los sueños, y sólo más tarde, solemnemente, como si en el cielo se descorriera una gran cortina, empieza a crecer en alguna parte una luz cruda que de pronto cae esquinada, rebota en el Mediterráneo y viene directamente a la falda de la colina para estrellarse en los cristales de las ventanas y centellear en las latas de las chabolas. La brisa del mar no puede llegar hasta aquí y mucho antes ya muere, ahogada y dispersa por el sucio vaho que se eleva sobre los barrios abigarrados del sector marítimo y del casco antiguo, entre el humo de las chimeneas de las fábricas, pero si pudiera, si la distancia a recorrer fuera más corta -pensaba él ahora con nostalgia, sentado sobre la hierba del Parque Güell junto a la motocicleta que acababa de robar- subiría hasta más acá de las últimas azoteas de La Salud, por encima de los campos de tenis y del Cottolengo, remontaría la carretera del Carmelo sin respetar por supuesto su trazado de serpiente (igual que hace la gente del barrio al acortar por los senderos) y penetraría en el Parque Güell y escalaría la Montaña Pelada para acabar posándose, sin aroma ya, sin savia, sin aquella fuerza que debió nacer allá lejos en el Mediterráneo y que la hizo cabalgar durante días y noches sobre las espumosas olas, en el silencio y la mansedumbre senil, sospechosa de indigencia, del Valle de Hebrón.
Se sentía muy solo y muy triste.
Había empezado a vencerle el sueño y la fatiga y había visto que la luz de los faroles, en la ladera oriental del Carmelo, palidecía poco a poco y se replegaba en sí misma ante la inminencia del amanecer. Desapareció de su camisa rosa y de su pantalón tejano la humedad que la hierba le había pegado con las horas y pensó que, a fin de cuentas, un día de playa era lo mejor, entre los pinos se está bien, puede que la Lola no resulte tan ñoña como yo imagino, rediós, qué mujerío el de mi barrio. “Todavía estará durmiendo, anoche debió ser feliz preparando mi comida, la_ estoy viendo contar las horas que faltan… Pero seguro que sólo es chica para magreo”. Se dijo que Bernardo aunque ya había caído en el lazo, en eso por lo menos seguía llevando los pantalones, algo había aprendido a su lado además de forzar puertas de automóviles y apañar motos, buen chaval Bernardo, a pesar de todo, amigo de verdad, compañero chimpancé, feo de narices él. “Bien mirado, ha sido una suerte que el Cardenal no haya querido cerrar el trato ahora mismo, ni siquiera guardar la moto en su casa: Bernardo no se merece esta faena”.
Aún le veía la noche anterior, sentado junto a él en un banco de las Ramblas, encogido, abrazado a sus propias rodillas y atento a la menor señal que pudiera significar una orden. ¿Habría sido aquel su último trabajo juntos? Desvalijar coches le aburría y además el Cardenal ya no era el buen comprador que siempre fue, alegaba Bernardo cuando no quería trabajar, pero él sabía que la verdadera razón de sus negativas cada vez más firmes a colaborar era otra muy distinta: la razón era la Rosa, aquel estúpido lío con la Rosa que Bernardo se empeñaba en llamar amor pero que a él un particular sentido de las categorías en materia de pasión le impedía relacionar con el amor. Intuía que Bernardo era uno de esos buenazos en los cuáles todo indica que están irremediablemente predestinados a vivir sólo sucedáneos del amor con sucedáneos de mujer y aún en ambientes de ruidosa alegría familiar, suburbana, que al cabo no serían otra cosa que sucedáneos de familia y de alegría. Recordando ahora su conversación de la víspera, el Pijoaparte intentó localizar aquella pobre esperanza que latía tímidamente bajo las palabras del Sans, aquella nauseabunda ilusión nupcial de empleadillo que le estaba arrebatando poco a poco y de manera tan miserable a un buen amigo, al único que le quedaba: debía ser pasada ya la medianoche, estaban los dos frente al Dancing Colón de las Ramblas y el murciano observaba con una viva impaciencia en la mirada a los siniestros jovenzuelos más o menos vestidos con cueros de brillo metálico que estacionaban sus motos sobre la acera y en el mismo paseo central, a ambos lados del banco que ellos ocupaban. La extraña relación de fulgores metálicos, el difícil equilibrio que aquellos jóvenes rambleros habían logrado establecer entre su vestimenta y sus veloces máquinas, era algo que solía poner una mueca de infinita pena y desprecio en los labios de Pijoaparte, como si realmente tuviera conciencia de lo inútil y efímero de ciertos afanes humanos. Esos nunca serán nada, pensaba. Alguno iba con su putilla, gloriosamente vacante esta noche, y entre las parejas, al bajar de las motos y mirarse, se establecía rápidamente una corriente de íntima satisfacción. Poco a poco, las motocicletas se iban alineando en cantidad, dispuestas con un espectacular rigor estético que debía ser una natural expansión del mismo sentimiento vagamente erótico que sus rutilantes formas dinámicas provocaban en sus Imberbes propietarios.
– Miseria y compañía -había dicho el murciano-. ¿Qué me dices del coche que hemos visto en la plaza del Pino?
– No -se apresuró a responder Bernardo-. Te digo que no puede ser. Además, ¿con qué quieres trabajar? No hemos traído linterna ni destornillador ni nada…
– Llevo la navaja.
– Es igual. No. Quedamos en que sólo te echaría una mano para las motos y con la condición de llevar a las niñas a la playa mañana mismo.
– Para eso no me haces falta, sé arreglarme sólo.
– Pero yo también quiero hacerme con una, la necesito. -Calló un rato y luego añadió-: Manolo, piensa en lo buena que está la Lola y olvida ya ese coche.
– Nunca tendrás un céntimo -murmuró el Pijoaparte.
A partir de este momento, la depresión que le dominaba se agravó. Se retorcía las manos, y sus ojos intensamente negros, como anegados de tinta, se clavaron en unos marinos americanos que entraban en el Colón arrastrando de la mano a dos muchachas del Cosmos. Luego centellearon con una luz somnolienta y hundió la cabeza, hizo chasquear la lengua: le aburría la general penuria de aspiraciones y deseos que notaba en torno, tanta resignación ahogándole como un sudario. La voz del Sans tenía ahora un leve tono plañidero:
– Yo no soy como tú, yo pienso también en otras cosas. Qué quieres, pienso en la Rosa, estos días no hago más que pensar en ella.
– Eres un estúpido, crees que te has enamorado. ¡Jo, jo!
– Hay que cambiar de vida, estoy harto.
– Nunca serás nadie, chaval.
Más tarde, los rambleros empezaron a escasear, algunos se inmovilizaban en medio del paseo, reflexionaban, dudaban, habían perdido aquel apresuramiento que les lanzaba de un local a otro escopeteados por Dios sabe qué afanes comunicativos, y las últimas energías eran gastadas en disputarse los taxis. Ellos esperaron un poco más. Habían observado muy atentamente, pero sin demostrar ningún interés ni ansiedad, sino como en una fijación accidental de las pupilas provocada por el mismo vacío mental o la inmovilidad, los rápidos movimientos de un individuo con pinta de provinciano en juerga de sábado aparcando su moto con indecisión y torpeza junto a un árbol y corriendo luego hacia un grupo de amigos que salían de un taxi un poco más arriba del Colón. Iban endomingados y se palmearon la espalda antes de alejarse por la acera en dirección al Cosmos. Seguramente, pensó el Pijoaparte viéndoles fumar sendos puros y arrastrar aún cierta pesadez de sobremesa, digestiva, seguramente han estado comiendo en un restaurante de la Barceloneta y ahora vienen en busca de puta. “Chaval, este polvo te costará caro”, se dijo observando al que acababa de dejar la motocicleta.
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