Ha llegado con los años, inconscientemente, a hacer una especie de mecánica selección de recuerdos con el mismo oscuro criterio que el que hace anualmente una selección de nombres de amigos anotados en la agenda vieja antes de pasarlos a la nueva: se ha quedado con unos pocos, los más fieles, los más queridos.
Manolo Reyes -puesto que tal es su verdadero nombre-era el segundo hijo de una hermosa mujer que durante años fregó los suelos del Palacio del marqués de Salvatierra, en Ronda, y que engendró y parió al niño siendo viuda. Su primera infancia, Manolo la compartió entre una casucha del barrio de “Las Peñas” y las lujosas dependencias del palacio del marqués, donde se pasaba las horas pegado a las faldas de su madre, de pie, inmóvil, dejando vagar la imaginación sobre las relucientes baldosas que ella fregaba.
Una curiosa historia circulaba, según la cual su madre había tenido amores, a poco de enviudar, con un joven y melancólico inglés que fue huésped del marqués de Salvatierra durante unos meses. El niño nació en la fecha prevista según el malicioso cálculo de las malas lenguas. Pero Manolo arremetió siempre contra la pretendida autenticidad de esa historia, y el empeño que puso en desmentirla fue tal que llegó incluso a asombrar a su propia madre: se pegaba salvajemente con sus compañeros de juegos cuando se burlaban de él llamándole “el ingle”, y se tiraba a matar contra las personas mayores y las insultaba groseramente si hacían ante él algún comentario burlón. A decir verdad, esa cólera precoz no se debía tanto al interés por defender la honra de su madre como a una insólita necesidad, instintiva, profunda, de que a él se le hiciera justicia según exigía su propia concepción de sí mismo; es decir: el chico arremetía contra esa historia porque ponía en peligro, o por lo menos en entredicho, la existencia de otra que encendía mucho más su fantasía y que suponía para él la posibilidad de un origen social más noble: ser hijo del mismísimo marqués de Salvatierra. En efecto, a medida que fue creciendo, todos los hechos relacionados con su nacimiento -ser hijo de alguien que no podía darse a conocer a causa de su condición social en Ronda, haber sido engendrado en una época en que su madre vivía prácticamente en el palacio del marqués y, sobre todo, la circunstancia, para él todavía más significativa, de haber nacido en una cama del mismo palacio (en realidad fue por causa del parto prematuro, casi sobre las mismas baldosas que la hermosa viuda fregaba, por lo que fue preciso atenderla en el palacio)-fueron cristalizando de tal forma en su mente que ya desde niño creó su propia y original concepción de sí mismo.
Era, en cierto modo, como una de esas mentiras que, debido a la confusa naturaleza moral del mundo en que vivimos, pueden pasar perfectamente por verdades al sustituir, por imperativos de la imaginación, mentiras aún peores. Manolo Reyes, o era hijo del marqués, o era, como Dios, hijo de sí mismo; pero no podía ser otra cosa, ni siquiera inglés.
Cuando, para ayudar con algún dinero a su madre, se hizo maletero en la estación y ocasional guía turístico de Ronda, esmerándose todo lo que pudo en la presencia y en el trato, sus compañeros empezaron a llamarle el “Marqués”. El apodos discutible o no, obtuvo la aprobación general. Nadie supo jamás que él había sido el creador de su propio apodo, ni tampoco las astucias que desplegó para divulgarlo. Manolo estaba muy lejos de considerarlo como su primer éxito profesional -puesto que la naturaleza de esta profesión era algo que no estaba todavía claro en el horizonte de sus proyectos- pero pudo saborear por vez primera su poder. No tardó, sin embargo, en descubrir que todo esto eran balbuceos sin utilidad ninguna de orden inmediato, y que había que esperar.
Aquellos fueron, en realidad, sus únicos juguetes de la infancia, juguetes que nunca había de romper ni relegar al cuarto de los trastos viejos. El chico creció guapo y despierto, con una rara disposición para la mentira y la ternura. Su madre le obligó a ir a clases nocturnas y aprendió a leer y a escribir. Tenía un hermanastro, mayor que él, que trabajaba en los campos de algodón y que años después emigraría a Barcelona. De su madre recordaría sobre todo sus manos húmedas, siempre húmedas, rojas y tiernas (desde que tuvo uso de razón, su idea de la servidumbre y de la dependencia estuvo representada por aquellas manos mustias y viscosas que le vestían y le desnudaban: eran como dos olorosos filetes de carne, no exactamente desprovistos de vida, de atenciones, sino de calor y de alegría). La quiso mucho hasta que ella se lió con un hombre, y sufrió pensando que no podía sacarla de la miseria. De su diario trato con el hambre le quedó una luz animal en los ojos y una especial manera de ladear la cabeza que sólo los imbéciles confundían con la sumisión. Muy pronto conoció de la miseria su verdad más arrogante y más útil: que no es posible librarse de ella sin riesgo de la propia vida. Así, desde niño necesitó la mentira lo mismo que el pan y el aire que respiraba. Tenía la fea costumbre de escupir a menudo; sin embargo, si se le observaba detenidamente, se notaba en su manera de hacerlo (los ojos repentinamente fijos en un punto de horizonte, un total desinterés por el salivazo y por el sitio donde iba a parar, una íntima y secreta impaciencia en la mirada) esa resolución firme e irrevocable, hija de la rabia, que a menudo inmoviliza el gesto de campesinos a punto de emigrar y de algunos muchachos de provincias que ya han decidido huir algún día hacia las grandes ciudades.
El día que, silbando y con las manos en los bolsillos, se acercó a la “roulotte” de los Moreau para ofrecer sus servicios almo guía y, al mismo tiempo, advertirles que si se instalaban en las afueras de la ciudad tuviesen cuidado de quincalleros y vagabundos, Manolo Reyes era todavía el hijo del marqués de Salvatierra; pero ya no lo era una semana más tarde, o más exactamente, ya no le interesaba: una semana más tarde, por degradante que el cambio pueda parecer en relación con un marquesado, Manolo Reyes era estudiante en París, huésped y futuro yerno de los Moreau. Un “ charmant petit andalou ”, diría madame. Tenía entonces once años, su hermanastro iba a casarse en Barcelona, su madre había recibido una carta y una fotografía donde se veía el Monte Carmelo. El hijo mayor había triunfado: “… me caso con una malagueña que tiene un padre que tiene un negocio de bicicletas ahí donde la cruz del retrato que te mando, madre…” decía la carta que Manolo leyó en voz alta para ella, pero sin prestar demasiada atención. Su pensamiento se iba con los turistas que habían llegado en la “roulotte”.
Los Moreau fueron instantáneamente subyugados por el encanto de Ronda y del muchacho. El Tajo y el Puente Nuevo, la simpatía y los ojos negros de Manolo, la plaza de toros con su aire eclesiástico y la Casa del Rey Moro les retuvieron en la ciudad durante una semana. Manolo se pasaba el día con ellos, acompañándoles a todas partes y divirtiéndoles con historias relativas a su experiencia de guía, la mayoría de ellas falsas. Todas las mañanas iba a buscarles a la “roulotte”, se ocupaba de echar el correo al buzón, de comprar la comida, de llevar la ropa a lavar, etc. Un día que le invitaron a comer en la “roulotte”, les contó la historia de su nacimiento teniendo buen cuidado de dejar en emocionado suspenso la posibilidad de su verdadero origen. Fue entonces cuando (lo recordaría siempre: él miraba a la hija de los Moreau sentada en la hierba, tomando el sol con la falda recogida sobre las rodillas, y la tarde era desapacible, con viento y largos jirones de nubes blancas corriendo veloces a esconderse tras los montes) cuando madame Moreau, mientras le ofrecía una taza de nescafé, le preguntó por vez primera si le gustaría ir con ellos a París, estudiar y ser alguien en la vida. El chico bajó los ojos y no dijo nada. Otro día, viendo a unos niños desarrapados que jugaban en la calle, madame Moreau se entristeció repentinamente y volvió a hacerle a Manolo la misma pregunta: era una pregunta que, en realidad, a madame le salía no para obtener una respuesta -cualquiera que fuese, no le interesaba demasiado- sino para dar forma, de alguna manera especial difícil de determinar, a su egoísmo, por expansión nerviosa. Pero esta vez, “ le petit andalou ” respondió con una voz extraña: “Lo pensaré” -y, por supuesto, madame ni le oyó.
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