Juan Marsé - Últimas tardes con Teresa

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Últimas tardes con Teresa: краткое содержание, описание и аннотация

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Ambientada en una Barcelona de claroscuros y contrastes, Últimas tardes con Teresa narra los amores de Pijoaparte, típico exponente de las clases más bajas marginadas cuya mayor aspiración es alcanzar prestigio social, y Teresa, una bella muchacha rubia, estudiante e hija de la alta burguesía catalana. Los personajes de esta novela a la vez romántica y sarcástica pertenecen ya, por derecho propio, a la galería de retratos que configuran toda una época. Hito de la literatura española contemporánea, esta obra consolidó internacionalmente el nombre de su autor…

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– No pienso dejar que te emborraches, ¿lo oyes? -dijo, y aprovechó para despeinarle la cabeza con la mano, una, dos, tres vetees, apretando su vientre al hombro izquierdo de él. Al mismo tiempo, notando con cierta angustia la disonancia que había entre sus palabras y el gesto de su mano (como una música que no se acoplara a las evoluciones de un ballet), dijo para atenuar el atrevimiento de lo que estaba haciendo-: Hay que reconocer, Luis, que en este país está todo por hacer. Y tú no puedes lograr que todo cambie de la noche a la mañana. Ni aún sacrificando lo mejor de nuestra juventud lograremos que el curso de la…

Cuando le pareció que él se disponía a levantarse, dio media vuelta y se dirigió a su dormitorio para dejar allí la botella de gin. Las piernas empezaron a temblarle cuando oyó los pasos de él a su espalda. Y, al volverse simulando una sorpresa, se sintió ya en sus brazos.

Aunque ahora todo eso pudiera parecerle grotesco, a causa sobre todo de la peculiar naturaleza de hombre-dios que irradiaba Luis Trías de Giralt, era un largo y difícil camino (y equivocado, según amargamente acababa de comprobar) el que la muchacha había recorrido para llegar hasta aquí. Teresa Serrat era, y hay que decirlo en serio, una de aquellas determinadas y vehementes universitarias que algún día de aquellos años decidieron que la chica que a los veinte no sabe de varón, no sabrá nunca de nada. Y hay que otorgar a tal convicción el mérito que comporta en cuanto a fidelidad y entrega a una idea, a generosidad juvenil y a disposición afectiva (que naturalmente sería maltratada, teniendo en cuenta el país y lo poco consecuentes que todos somos con nuestras ideas). Pero si alguien, incluso alguien cuya solidez mental impresionara vivamente a Teresa (por ejemplo el propio Luis, que la había tenido hechizada hasta hoy) le hubiese hecho ver que su solidaridad para con cierta ideología, toda su actividad desplegada dentro y fuera de la Universidad en organizar y conducir manifestaciones, y sobre todo su destacada participación en los famosos hechos de octubre, no eran en realidad más que la expresión desviada de un profundo, soterrado deseo de encontrarse en los brazos del héroe en una noche como ésta y convertirse en una mujer de su tiempo, por supuesto que ella no le habría creído. Ni siquiera comprendido. Sin embargo, así era: inconsciente y laboriosa preparación para que le extirparan de una vez por todas un complejo, operación a la cual ella decía siempre que, en el fondo, una debería someterse con la misma tranquila indiferencia con que se somete a una operación de apendicitis: porque es un órgano inútil y molesto que sólo trae complicaciones. Y aunque tampoco había que olvidar cierta natural disposición (Maruja lo había definido de una manera vulgar pero harto expresiva: “La señorita va hoy muy movida”), aquellos imperativos mentales predominaban sobre los físicos, dicho sea en honor a la inocencia y a la acosada castidad de nuestras jóvenes universitarias.

Por eso -por pura camaradería, diría ella más adelante, en una deliciosa y casi perfecta síntesis- Teresita Serrat se dejaba llevar ahora al sacrificio, sin fuerzas y un tanto perpleja al descubrir que también el héroe temblaba. Él, quizá para quitarle solemnidad al momento, residuos de una mutua educación burguesa que nunca maldecirían lo bastante, bostezó con una mediocre imitación de seguridad mientras la llevaba a la cama cogida de la cintura. Ella dijo todavía algo acerca de un estudiante encarcelado (quién iba a decir que el pobre serviría a la noble causa del mañana incluso en esta alcoba) con una voz miserablemente falsa… Nada: notaron en seguida la falta de cierto ritual, la necesidad de un fuego sagrado -comprendieron entonces el por qué de ciertas ceremonias aparentemente inútiles… De todos modos tampoco habría servido de nada. Pues ya en los primeros abrazos, todavía vestidos y de pie, ella adivinó que iba a compartir la cama infructuosamente; ahora no hubiese querido a nadie concreto, ni a Luis ni a fulano ni a mengano, sino simplemente a un ser despersonalizado, -sin rostro, un simple peso dulce y extraño que ella había soñado, mejor el de alguien que también militara en la causa común, por supuesto, pero casi desconocido, sólo un cuerpo vigoroso, un jadeo en la sombra, unas palabras de amor, un cariño por su pelo, nada más, no pedía nada más; y en cuanto al acto en sí, una conciencia borrosa del mismo, como soñada, sin vivirla plenamente en la realidad, sin dolor: una auténtica operación de apendicitis. Paradójicamente, su sueño se parecía un poco al de aquella princesa solterona del chiste que en tiempo de guerra aguarda, secretamente ilusionada, que el palacio sea tomado a la fuerza por soldados sin rostro del ejército invasor. Pero la realidad es que esta cama nada tenía de la funcional acogida narcótica del quirófano ni de la excusable vulnerabilidad de ciertos palacios, y ella se encontraba ahora tendida de lado -todavía vestida- y en plena lucidez junto a alguien huidizo pero muy concreto, alguien que al parecer no iba a tener siquiera tiempo de desnudarse, Luis Trías de Giralt, el caudillo soñado, el cirujano escogido, ahora sudoroso, tembloroso, asustado, Maruja, asustado, increíblemente torpe y agarrotado, Manolo, agarrotado -¡Señor, quién lo hubiera dicho!- y al fin delicuescente.

Ahora, sin poder conciliar el sueño

Poco antes del final, después de algunas reacciones esporádicas, el mucho saliente provocó desánimo y flojera por ambas partes y reinó la depresión hasta el cierre.

(Información Nacional Bursátil)

Ahora, sin poder conciliar el sueño , luchaba inútilmente por olvidarlo: sólo sabía que había sido como si alguien vomitase o muriese abrazado a ella. Apenas tuvo tiempo de desabrocharse la blusa. Tampoco había tenido tiempo de sentir su peso: tendido de lado, cogidito a sus hombros como un pájaro y con el rostro húmedo escondido en su cuello igual que si temiera un castigo del cielo, se estremeció de pronto, y sus manos se crisparon horriblemente en los brazos de ella ( “¡Qué fa hara aquest ximple, peró qué fa aquest ximple!” ) y se hizo pequeñito, y soltó un leve chillido de conejo, y se fue como un palomo.

Y eso fue todo. Ella, intacta, pasmada, humillada, muriendo de vergüenza, se volvió de espaldas (“nunca más, nunca más”) y después de un rato, durante el cual no se oyó una mosca, se dio cuenta de que él ya no estaba a su lado -hasta entonces no tuvo conciencia de la voz que había anunciado miserablemente: “Voy al cuarto de baño”- y oyó correr el agua en el cuarto de baño. “Cuando vuelva me hablará de Freud”, pensó. Luego, mucho después -tampoco sabía cuánto tiempo había pasado-, oyó la motocicleta del novio de Maruja y entonces una extraña nostalgia de la infancia, una repentina y dulce somnolencia que le llegaba de los diez años y que rastreó, husmeó tiernamente en el calor y en el olor de la almohada, una infinita tristeza recorrió todo su cuerpo, y encogida, hecha un ovillo, una sensación de soledad y desamparo le hizo rodar la cabeza sobre el pecho, como un animal herido. Sabía que la ventana estaba abierta, que las estrellas brillaban hermosas en el cielo, que el oleaje la estaría meciendo inútilmente toda la noche y que abajo, en alguna parte del bosque, entre los pinos, un joven de cabellos negros y ojos extrañamente sardónicos, todavía encendidos por el frenesí de otros besos, acababa de partir con su moto. ¡Qué mentira, qué insoportable mentira estas noches suyas de la costa, estas vacaciones de señorita tísica, ese aburrido castillo feudal que era la villa!

Sabiendo ya que no conseguiría dormir, ahora volvió a levantarse, se puso el albornoz y salió de la habitación. Cruzó la galería del primer piso, encendió las luces y empezó a bajar la escalera. Hubiese querido hablar con alguien, con Maruja por ejemplo. Era curioso lo que ahora estaba pensando: allí mismo, en la planta baja, en aquel pequeño y sórdido cuarto de criada, dos seres, dos hijos sanos del pueblo sano, acababan de ser felices una vez más, se habían amado directamente y sin atormentarse con preliminares ni bizantinismos, sin “arriérepensée” ni puñetas de ninguna clase. ¿Cómo lo conseguían? ¿Estaban enamorados? Quizás. Hacían el amor y conspiraban, eso era todo. Combinación perfecta. Y ella sabía que no era la primera vez, lo sabía desde el verano pasado. Fue una noche que bajó a la cocina por alguna cosa y vio el resquicio de luz bajo la puerta del cuarto de Maruja. Oyó voces. No pudo resistir la tentación de mirar por el ojo de la cerradura. La imagen que se le ofreció era de una belleza que no olvidaría en la vida: Maruja estaba echada sobre la cama, con los ojos cerrados y una dulce sonrisa, y el muchacho, con el torso desnudo, moreno, despeinado, sentado en el borde del lecho, se inclinaba lentamente para besarla.

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