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Javier Marías: Mientras ellas duermen

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Javier Marías Mientras ellas duermen

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El coronel encuadró entre sus manos el rostro inflamado y venoso, acentuándose más todavía la forma de huevo invertido de su cabeza senil y pulposa y aterciopelada.

– Espantoso, ¿verdad? Pero piense usted al mismo tiempo que, de consumarse este vuelco en que al parecer nos hallamos inmersos, el resultado equivaldría tan sólo al cumplimiento absoluto de nuestra incognoscibilidad esencial. Y deberíamos alegrarnos por ello. Hasta ahora, aunque no cupiera el conocimiento, sí era posible su simulacro, incluso su aspiración: la especulación, la conjetura, la hipótesis… Todo ello errado desde su nacimiento, sí, y sin posibilidad de acertar, pero en cierto modo remunerador, un alivio. Un consuelo banal, bien es verdad, pero conciba usted lo que puede ser su falta. Entonces no nos quedará más que el recuerdo borroso del vestigio que fue; y ambas cosas se irán debilitando poco a poco, hasta que sobrevenga el día en que incluso ese mortecino reflejo deje de iluminarnos ya y se apague, extenuado por el exceso de trabajo a que lo habremos sometido. Es este un resplandor perecedero, que necesita regenerarse y cobrar fuerza de sus iguales; y si no los hay, si no obtiene descendencia, se extingue tras languidecer lentamente: no es capaz de soportar el peso de siglos, ni aun de lustros de temporalidad infecunda… Lo que me pregunto es si la carencia total de casos como el de Louvet y la paulatina abrogación de su culto y su memoria, la falta de cúspides donde respirar hondo tras la turbulencia y el clamor del ascenso, de atalayas con que alimentar nuestra única ilusión, la primordial: que desde allí, y por un momento, se contempla con diafanidad la curva entera del trayecto recorrido en la ignorancia, el ancho valle que antes había sido imperceptible y la negrura del océano del que se procede y al cual se habrá de volver…, me pregunto si todo esto no conllevará la disolución de la naturaleza trágica del ejército, del ejército mismo en consecuencia; o al menos de su representación más inmediata y por ello imprescindible, irrenunciable; en una palabra, de nosotros mismos, del cuerpo como tal. Y así, no sé tampoco si su caso merece la pena realmente, si es que se inscribe en esa difuminación degradante y gradual de la catástrofe, en esa imparable nebulosidad de que le he hablado (perteneciendo por tanto, pese a todo, a lo más profundo y entrañable de nuestro carácter), o si bien no es usted más que un nuevo capítulo del martirologio. Sí, una muestra más, de muy relativa importancia, de mero interés cuantitativo. No sé si es usted como Louvet, Lucan y algunos otros (un vínculo admirable, la confluencia, la síntesis) o si, por el contrario, su drama es un vulgar disfraz, una máscara innoble con que pretende engañarnos la temporalidad atolondrada y pragmática a que estamos condenados. Porque su historia, ¿sabe usted?, está desprovista de emoción y de grandeza, no es una cumbre ejemplar, dibujada e inequívoca, carece de grandilocuencia y de esplendor, ni siquiera veo en ella el rastro o estela estremecedor de la catástasis, del climax, de la premonición; en suma, puede usted ser, simplemente, un eslabón tan llamativo que nos induzca al error: y a fuer de ser sinceros, le diré que ojalá sea así; lo contrarío supondría sin duda lo que a la vez le he expresado en forma de esperanza y de temor (más de lo segundo a la postre, lo confieso sin ambages ni resquemor; aún no he envejecido lo suficiente para anhelar la evanescen-cia, aunque todo se andará): un deterioro representativo tan bárbaro, tan irreversible, tan implacable, que nos podríamos dar por clausurados. ¿Se imagina usted lo que sería el fin de los Louvet, de los Pompeyo, de los John Hume Ross? ¿El fin, incluso, de los menos fulgentes, de los Manera y de los Mo-reau, de los Custardoy? Un óbito corporativo, eso sería, una intolerable defunción… ¡No más Louvets, no más Louvets! Impensable aún hoy, ¿verdad? Yo habría dado cualquier cosa por ocupar su lugar: por haber experimentado en mis propias venas espeluznadas el vértigo de la consumación, por haber cabalgado a solas, como lo hizo él, por haber gozado de sus antecedentes geniales, por haber sucumbido como él. Louvet, fíjese usted, se vio bendecido por la fortuna hasta en los detalles más nimios, ni siquiera tuvo que atravesar el obligado engrisecimiento de la carrera ascendente y lenta de todo soldado: entró y salió del ejército como capitán, sólo intervino en una campaña… Fue un personaje relampagueante y fugaz como su propia función. Cuando Napoleón preparaba la marcha sobre Rusia, su asombroso ejército se encontraba ya tan desgastado y yacente pese a los triunfos obtenidos que no sólo tuvo que reclutar tropas de manera indiscriminada y abusiva, sino también que inventarse oficiales no siempre merecedores del rango. Louvet fue una de estas creaciones tardías, pero en su caso no puede hablarse de desliz ni de improvisación: sus profundos conocimientos teóricos del arte bélico, la ingente obra escrita en que los había plasmado, la clarividencia estratégica que tales páginas dejaban traslucir no hacían sino convertir en lógica y apremiante su incorporación a filas en un puesto de mando y responsabilidad, y en disparatada, absurda, perversa, la circunstancia de que hasta entonces se hubiera mantenido alejado de los campos de batalla y hubiera confinado su saber abrumador al polvo de las bibliotecas y a los ojos cansados y débiles de los curiosos y los ilustrados. Pero al igual que el aficionado a los mapas rara vez siente el impulso o la necesidad de viajar porque sabe que la carta no miente y que en el lugar visitado no hallará más que lo que aquélla le anuncia y describe y da ya, así a Louvet no se le había ocurrido jamás (considerándolo algo denigrante y super-fluo) constatar personalmente sobre el terreno la veracidad de unas doctrinas que, como su progenitor, él reputaba obligadas y ciertas. Y sólo en 1812, quién sabe si porque la magnitud de la empresa le atrajo o porque, ya cincuentón, sufrió una conmoción inesperada y profunda de carácter patriótico, quién si porque se dejó seducir a fuerza de lisonjas y halago o porque a punta de bayoneta fue forzado a ingresar, quién, finalmente, si porque vio en ello una rúbrica adecuada a su obra o porque quizá enloqueció, el docto Louvet recibió su primer baño de fatiga y de sangre al pasar a formar parte del ejército nacional con el rango de capitán. Y no me cabe ninguna duda de que ya entonces Louvet presintió su destino y aceptó de buen grado que aquella incursión intempestiva y marchita le costara la vida. La función que a lo largo de la campaña desempeñó era la propia de un general veterano y con experiencia estratégica, pero el caso de Louvet desde un principio resultó singular: pese a estar tan capacitado para dirigir las operaciones de envergadura como cualquiera de los mariscales del Emperador, no se le concedió tan alta graduación, quizá para evitar los recelos, quejas y descontento de quienes la disfrutaban por los méritos y cicatrices acumulados desde el año 93, quizá a petición propia y con el íntimo, probable propósito de conocer el ambiente que le era contrario y militar en el frente. Y así, se daba la contradicción de que mientras a Louvet se le asignaba de facto un cargo espectral y oficioso que podríamos denominar de supervisor general estratégico y táctico, al tiempo, de iure y como capitán, participaba en el combate con asiduidad y una extraña delectación;…en la lucha cuerpo a cuerpo, sí, en la refriega misma, ¿de qué se asombra usted?, dirigiendo cargas de caballería y cortando cabezas: el sable en la mano, la mirada encendida, la mandíbula tensa, poseído sin duda por la enajenación y el pavor. Tanto es así que en las confrontaciones previas a Borodino se distinguió más por su arrojo en el campo, péle-méle, que por su maestría o habilidades tácticas (sentía gran respeto por las teorías y maniobras del general Phull). No puede decirse que el suyo fuera un arrojo suicida, sino más exactamente irracional: a menudo recordaba al todo o nada que el pánico suele propiciar en el ánimo impresionable y endeble del novel; pero tenga usted en cuenta que en última instancia eso era Louvet, y que aunque su espíritu estuviera traspasado de marcialidad, no era en ningún caso un militar, sino un hombre de letras, un estudioso que había pasado la totalidad de su vida entre libros, planos y crayons: meditando, trazando, proponiendo, arguyendo; en suma, no era un hombre de acción; y el único medio a su alcance para sobreponerse al espanto y la fascinación que el combate no podía por menos de producirle era sumergirse en él con el entusiasmo y la dedicación del que nada tiene que perder, o mejor dicho, de quien está convencido de que lo va a perder todo…

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