Javier Marías - Mientras ellas duermen

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El coronel se pasó un dedo por la punta de la lengua (fue un gesto fugaz) y se alisó una ceja que se le levantaba.

– Anónimo. Así que no conoce usted el caso del capitán Louvet, del ejército francés… ¡Pero hombre de Dios, si es muy famoso! Descanse, descanse y figúrese: un soldado valioso, arrojado, con excelentes condiciones, batallador, un poco ingenuo (era un teórico), seguramente lo que le perdió. Su historia fue muy comentada y más tarde silenciada, no se sabe a ciencia cierta… ¡Pero esa es la esencia del ejército! No se sabe; aunque esté constituido por individuos, el ejército no es una unidad; ni aun haciendo abstracción de esa multitud de individuos que lo componen siempre de manera circunstancial. Y al no ser unidad, ni sabe ni se deja saber, porque ¿acaso lo que no es unidad puede conocer o ser conocido? ¿Puede ser conocido lo que no es unidad ni divisible en unidades por lo único que tiene capacidad cognoscitiva, a saber: la unidad? Vea usted que escapa a nuestra comprensión, como muchas otras cosas que nos empeñamos en entender. El ejército es incognoscible, y sin embargo no es tampoco una patraña. ¿Qué es, pues? Ah, yo no lo sé ni pretendo saberlo; es indefinible, ahí radican su grandeza y su misterio. No, no me pregunte, yo sólo sé que es múltiple y anónimo (múltiple en virtud de que no es uno, pero irreductible a partes e incontable según ellas); y que se lo entiende mal. Se lo toma por lo que no es porque se lo trata de entender (hay colegas, camaradas que se jactan… ¡y yo recomendaría la abstención!), y al final de tal empresa no caben más que el desconcierto o el error… Pues bien, no se sabe a ciencia cierta cómo acabó Louvet porque su episodio estaba de tal modo imbricado en lo que podríamos denominar los supuestos esenciales o fundamentos de la corporación, y hasta tal punto participaba de su espíritu más íntimo e incontaminado, que todas las vicisitudes inherentes al caso se negaban a revelarse y se adivinaban incognoscibles; y el ejército, al silenciarlo, no hizo sino dar configuración palpable y sancionar, con sus atribuciones más temporales, lo que ya era de por sí un estado real y verdadero, hondo, tajante e incuestionable: arrojó un velo figurativo sobre el velo transcendente que ocultaba el resplandor ya polvoriento de los hechos; con su decisión prestó encarnación a los dictados eternos de la ley natural. ¿Cómo no conoce usted el caso Louvet? ¡Si es paradigmático! Es muy ilustrativo de la tragedia del ejército (porque el ejército también es trágico, ¿lo sabía?; por estructura y por definición). Y no toda corporación es de naturaleza trágica, ese es un mérito que prácticamente nos cabe en exclusiva, y se lo debemos a nuestro profundo sentimiento de las jerarquías, tan arraigado y cabal que cualquier tergiversación o trastorno de las mismas desemboca indefectiblemente en la tragedia. Usted sabe que la tragedia, para producirse, precisa de un cuerpo rígido de leyes como entorno, de una normativa inviolable cuyo desacato revista tal gravedad que el conflicto suscitado por la transgresión y por la intromisión de un segundo corpus doctrinal (cuando lo hay, cuando merece ese apelativo) incompatible con la vieja legislación (vieja en tanto que es inmemorial, no crea: su vigencia es asombrosa e imperecedera) sólo pueda tener por desenlace la catástrofe; así, la historia toda del ejército, o mejor dicho su errática y siempre declinante trayectoria no es más que un jalonamiento, tumultuoso y caótico, de diferentes prótasis, epítasis y catástasis simultáneas (o atemporales quizá, si me apura usted: ya sabe, exposición, nudo y climax), que en un momento y lugar determinados se unen, o más propiamente convergen, y, manifestándose instantánea y excepcionalmente en el Tiempo, adquieren un orden fugaz y un sentido efímero para a continuación deshacerse en una catástrofe común. Esta catástrofe puede tomar la forma de un destino unívoco y personal, como en el caso Louvet, o presentarse bajo la apariencia arrolladora… ¿qué le diré?, de un exterminio imprevisible y masivo de tropas, por citar tan sólo un par de ejemplos de los sinnúmero dados a través de todas las épocas y por darse en el futuro. O también de ambas cosas a la vez, una de las características del ejército en su vertiente o modo fenoménico es la ubicuidad. Pero vea usted que la meta continuamente renovada del ejército (siempre la misma y ajena a toda voluntad con visos de humanidad) consiste en hallar cauce a los parsimoniosos meandros y entresijos de un itinerario deslavazado, anómalo y torrencial, para acto seguido desintegrarlo en un océano redolente de pasado y extenderlo entre los acuosos desperdicios acumulados por la actividad acéfala, perpetuamente creadora y destructiva, de los tiempos. Le diré que ese cauce momentáneo, una vez disuelto en el bajío de desechos, queda irreconocible para siempre: hay que aceptar la imposibilidad de su recuerdo.

El coronel se echó levemente hacia atrás (con la punta del largo cortaplumas que hasta aquel instante había guardado bajo la axila, en posición de fusta o bastón de mando) una indómita onda del cabello que le bailaba por la frente: fue un gesto juvenil y enteramente perfunctorio.

– Es esta una función ingrata para los inocentes que hemos de darle corporeidad, pero como no está en nuestra mano abolir o renunciar a tal misión…, ¡al tiempo!; y por otra parte (y quizá deba decir afortunadamente), son pocos los que, incluso desempeñándola, están al tanto de ella. Tal vez sólo miembros de hierro, como usted, Louvet o yo, capaces de hendir la espuela en el barro y esperar la acometida; brutales como sablazos, tersos, inconmovibles, desheredados sin origen que piden a voces su aniquilación: porque yo participo de su pequeño drama, ¿comprende?: usted va destinado al islote de Bormes indefinidamente, o quizá al de Malvados, y soy yo quien le convierte en un militar oscuro y provinciano (en un descamisado, sí) cuando su hoja de servicios le auguraba un puesto en el mando y una vitola de mundanidad que a buen seguro habría contribuido enormemente a realzar su prestigio y a acentuar su personalidad; soy yo quien le va a sumir en el olvido y la deyección, en la rutina y la desidia, o para ser más exactos: yo formo parte de la encarnación de la catástasis… no me atrevería a hablar aún de catástrofe en su caso, no se dé importancia… los dramas habidos en el ejército han sido legión y multiformes, y de magnitudes tales que si se hiciera un simple recuento grosso modo, el mundo quedaría boquiabierto y pasmado usque ad nauseam. Y el suyo está viciado a primera vista, tiene… ¿cómo expresarlo?, una cierta aureola de carácter anecdótico que impide determinar con rotundidad si efectivamente se inscribe en nuestra inveterada y fatídica trayectoria (siendo lógico en tal caso que cuanto más pronunciado es el declive más anodinas resulten sus manifestaciones visibles) o si bien, por el contrario, es solamente otra estampa de lo que podríamos llamar el santoral de nuestro cuerpo: algo con que promover y recordar la regularidad invulnerable del ejército, algo con que dar a conocer y divulgar de forma amena y superficial nuestros conceptos entre los novatos y los legos. Ya le digo: no lo sé, aún ignoro la fuerza y la necesidad a que responden sus errores y el consiguiente derrumbamiento; el ejército está cambiando, el arte de la guerra no es el único desuetudinario, no es el único que ha dejado de existir; y al haberse desvanecido (al haberse amortiguado cuando menos) lo que en buena medida conformaba la representación viva y material de nuestra esencia, los atajos de que se vale nuestro espíritu son desorientadores hoy por hoy: sólo causan perplejidad y desconfianza, incluso un poco de desaliento involuntario (falta de fe, en otros términos) para los que, como yo mismo, somos versados en la materia, hemos reflexionado y conocemos la ilustración portentosa del pasado. Sepa usted que este nugatorio deambular de nuestros días es algo nuevo enteramente, y que una de las características de esa configuración, de esa fuga del magma, de ese cauce o cristalización de que le hablo, era la luz, el breve fulgor, el destello nítido y cegador, la irradiación sublime del momento culminante; en una palabra el fugitivo cielo estrellado entre la masiva e idéntica condensación de dos tormentas en la noche. Pero parece que es este un brillo ya difunto, cancelado, innecesario: como si el desenvolvimiento de la tragedia mortífera y perenne del ejército hubiera desechado a la postre su incursión final por nuestro tiempo, como si la materia de que están hechas las tres primeras partes hubiera absorbido a la cuarta albergándola en su seno y en su dimensión y confundiéndola; como si se estuviera produciendo un transvase, una transubstanciación cuyo efecto sería la progresiva y gradual difuminación de la catástrofe: si su difu-minación o su desaparición, eso me temo que nosotros no lo llegaremos a saber, ni a intuir siquiera. Tal vez de ahora en adelante (si no ha ocurrido ya) el ciclo funesto y glorioso del ejército se reduzca y pierda su estructura dorada y modélica. ¿Se lo imagina? Un encadenamiento tan indiscernible e incesante que lleve a la descomposición de los eslabones; una yuxtaposición tan brumosa y perfecta que finalmente no sea sino la fusión de las partes, un continuum informe y compacto, como el tiempo incontable del convicto en la mazmorra o del amante postergado; y todo ello dándose en un reino que nos está vedado, en el campo invisible de batallas fantasmales y campañas venales, en un terreno donde ni se muere ni llueve, ¿comprende usted?, ¡donde ni se muere ni llueve!…

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