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Javier Marías: Mientras ellas duermen

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Javier Marías Mientras ellas duermen

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Pero fue en una de estas ocasiones cuando se le ocurrió un posible remedio para su desesperación, una solución a su ignorancia. Acababa de protagonizar una de las bochornosas escenas que el despecho le inspiraba y, desolado, presa de la histérica rabia a que conducen las situaciones de prolongada impotencia, se había tumbado boca abajo en el sofá del pasillo. Eran las ocho y cuarenta y siete minutos. Y de repente, en medio de su congoja, le pareció oír que la puerta de cristales del despacho de Mr Bayo se abría de nuevo y que el señor de Santiesteban volvía a dar sus invariables quince pasos para luego cerrar, como era de rigor. Sorprendido, se incorporó y se atusó el pelo, que tenía alborotado. Miró hacia la puerta y a continuación miró hacia el corcho. Y fue entonces cuando comprendió que en realidad la segunda vez no había oído nada, sino que, como la música de un disco que se escucha infinidad de veces a lo largo del día, los pasos (su ritmo, su intensidad) se habían alojado en su cerebro y se repetían -como un pasaje obsesivo y complicado que se recuerda a la perfección pero que sin embargo no se puede reproducir- sin que se lo propusiera, involuntariamente, en su interior. «Se los sabía de memoria», y si bien no podía ni intentar siquiera imitarlos mediante la voz, sí podía hacerlo en cambio con sus propios pies. Lleno de nuevas esperanzas y de ilusión, abandonó el edificio. Y aquel sábado de junio, como no sucedía desde hacía muchos fines de semana, durmió en su apartamento de la calle de Orellana.

De pronto se sentía como el actor que lleva varios meses representando la misma obra con notable éxito y que, sabedor de la calurosa salva de aplausos con que el público va a premiar su actuación, no tiene ninguna prisa por salir a escena a recitar su parte, sino que, más bien al contrario, se permite el lujo de remolonear entre bastidores y hacer su entrada con algunos segundos de retraso a fin de impacientar a la audiencia y desconcertar a sus compañeros de reparto. Es decir, Lilburn volvió a sentirse seguro de su triunfo y, en vez de poner inmediatamente en práctica su plan, se dedicó, sin dejar que la incertidumbre hiciera acto de presencia y le apremiara, a complacerse en la suerte con que el destino, lo adivinaba, iba a obsequiarle. Ya solamente pasó una noche más en el instituto: la de la víspera de su encuentro con el señor de Santiesteban, que también era la de su marcha. En efecto, decidió esperar a que terminaran las clases y los exámenes para llevar a cabo su experimento, y consideró que la fecha más apropiada era precisamente la de su partida por la siguiente razón: si le sucedía algo… trascendental, nadie podría echarle en falta ni en consecuencia hacer indagaciones tal vez engorrosas o comprometedoras, puesto que todo el mundo, incluido Mr Bayo, lo haría en Londres y a nadie extrañaría su ausencia. Y aunque ese día se celebraba de ocho a nueve y media la función que todos los años, tradicionalmente, ponían en escena los alumnos del centro para festejar el final del curso y por tanto en ese sábado concreto no se encontraría ni mucho menos a solas en el edificio, pensó que en realidad tal circunstancia no haría sino favorecerle (nadie le importunaría, pues a las nueve menos cuarto padres, profesores, alumnos y mujeres de la limpieza estarían concentrados en el salón de actos, y en cambio, en caso de ser sorprendido, su presencia a aquellas horas en el instituto estaría de sobras justificada) y se reafirmó en su determinación. No dejó ningún cabo suelto al azar: se las ingenió sin dificultades para que Mr Bayo le dejara en algún momento la llave de su despacho y sacar una copia; puso su reloj en hora con el del instituto y comprobó que ni uno ni otro adelantaban o retrasaban; y, como antes dije, la víspera de la fecha señalada pasó toda la noche ensayando hasta lograr una imitación absolutamente perfecta.

Y llegó el día. Lilburn hizo su aparición poco antes de las ocho y fue muy elogiado por haberse acercado hasta el instituto para ver la función cuando su avión salía aquella misma noche a las once y media. Aprovechó la circunstancia para advertir que precisamente por esta causa se vería obligado, lamentándolo mucho, a marcharse a mitad de representación y añadió que, sin embargo, se sentía muy satisfecho de poder contemplar al menos parte de la obra antes de irse. Cuando ésta iba ya a comenzar se despidió de sus colegas y de Mr Bayo, a quien dijo: «Ya tendrá usted noticias mías.»

Los alumnos, aquel año, pusieron en escena una versión abreviada de Julius Caesar . Tanto la interpretación como la dicción inglesa eran desastrosas, pero Lilburn, ensimismado, apenas si lo advirtió. Y a las nueve menos veintidós, cuando daba comienzo el tercer acto, se puso en pie y, procurando no hacer ruido, abandonó el salón de actos y subió al primer piso. Abrió con su llave la puerta del despacho de Mr Bayo y entró.

Allí aguardó todavía durante un par de minutos y finalmente, cuando su reloj marcaba exactamente las ocho y cuarenta y cinco y en la distancia se oía la voz de un niño que decía « I know not, gentlemen, what you intend, who else must be let blood, who else is rank », el joven Derek Lilburn abrió con un portazo que hizo vibrar los cristales, dio siete decididos pasos hasta el corcho que había enfrente, clavó allí con una chincheta una hoja de papel corriente, dio media vuelta, a continuación ocho pasos en la dirección contraria y por último entró en el despacho de nuevo y cerró la puerta, suavemente, tras de sí.

Durante el verano el viejo Fabián Jaunedes perdió definitivamente la vista y Mr Bayo y el director del instituto no tuvieron más remedio que contratar a un nuevo portero. Cuando el 1 de septiembre éste se presentó en el centro para incorporarse a su puesto, Mr Bayo le informó acerca del señor de Santiesteban y de su escrito de dimisión. Como de costumbre, y en esta ocasión temeroso, además, de que el recién llegado pudiera asustarse y pretendiera renunciar, procuró quitarle importancia y dar la menor cantidad de detalles posible. El nuevo encargado, aparte de gozar de inmejorables referencias, era un hombre de muy buenos modales que sabía estar en su lugar, y se limitó a asentir con respeto y a asegurar a Mr Bayo que no dejaría de quitar la carta del corcho ni una sola mañana. El anciano profesor de historia respiró aliviado y se dijo que la adquisición de los servicios de aquel hombre había sido un completo acierto. Pero su sorpresa sería mayúscula cuando a la mañana siguiente el nuevo portero entró en su despacho y le dijo:

– He cumplido su encargo de quitar la carta del corcho, señor, pero quería decirle que la información que usted me dio ayer no es exacta. Anoche, en efecto, oí cómo se abría la puerta y unos pasos, pero también oí con claridad las voces de dos personas que charlaban animadamente. Y esta mañana recogí el escrito de que me habló. Por curiosidad, que espero que usted disculpe, lo he leído, y he de decirle también que no sólo no está escrito, como usted dio a entender ayer, en singular, sino que lo firman dos nombres distintos, uno español y otro inglés… Bueno, véalo usted mismo.

Mr Bayo cogió la carta y la leyó. Y mientras lo hacía su rostro fue adquiriendo una expresión parecida a la del maestro que un día, repentinamente, descubre que su discípulo le ha superado, e invadido por una extraña mezcla de envidia, orgullo y temor, sólo acierta a preguntarse, confundido, si en el futuro se verá humillado o ensalzado por quien de ahora en, adelante ejercerá el poder.

El espejo del mártir

Áspera militiae invenís certamina fugi,

Nec nisi lusura novimus arma manu.

Ovidio

– Ha habido verdaderos dramas en el ejército, se lo aseguro; el suyo no es un caso aparte, por mucho que su reprobable exceso de individualismo le haga pensar lo contrario. Ha habido falacias, invectivas, maledicencia; ajusticiamientos de carácter meramente diplomático, deserciones a mansalva, regimientos enteros diezmados para dar un escarmiento, una lección; consejos de guerra contra altos cargos, traiciones y delaciones, espionaje interno, amotinamientos, insubordinaciones y mucha insolencia; actos de indisciplina que han costado batallas cruciales, sedición, sentimientos malsanos, casos de homosexualidad, rebeliones, atropellos;…casos de homosexualidad, todo tipo de aberraciones carnales, morbosidad; y pánico, mucho pánico. Y, por encima de todo, implacabilidad. Esto entre nosotros: el ejército es injusto siempre, tiene que ser injusto para ser un auténtico ejército. ¿No conoce usted, por ejemplo, el caso del capitán Lou-vet, durante la campaña rusa de Napoleón? ¿No lo conoce? ¿De veras? Louvet era un valiente (tengo para mí que fue un valiente), y sin embargo, según todos los indicios, acabó fusilado por los suyos. ¿Por qué? Por una razón muy sencilla y a la vez inapelable: el ejército no admite la duda, la desconoce y en última instancia niega su existencia; y su caso era dudoso, muy dudoso. Es posible, sí, que la evidencia obrara a su favor, pero no basta con semejante testimonio en nuestro seno. Parecía decir la verdad y los hechos tendían a apoyar su versión, por eso había dudas; pero, ¡justamente!, no existía certeza; y, más que eso, lo que había era una irregularidad de por medio, suficiente por sí sola para condenarlo. Podía habérsele desterrado, haber suprimido su nombre de las matrículas y los archivos, como va a hacerse con usted prácticamente (usted va a ir a la isla de Bormes por tiempo indefinido, hasta nueva orden, ¿comprende?), pero, ¡ah!, siempre quedaba la posibilidad de que escapara, de que regresara, de que eludiera la deportación, incluso de que se alzara en armas contra nosotros (nunca se sabe), arrastrando tras de sí algunas compañías leales a su persona o enfervorizadas por el remordimiento. El heroísmo tiene adeptos y produce ceguera; es admirable, sí, pero si se le une el infortunio el resultado es fanatismo. Por eso ya no hay héroes individuales, porque fomentan un entusiasmo desmedido y nocivo, despiertan las ansias de emulación y las tropas ya sólo piensan en hazañas improbables, en proezas singulares y en la gloria en general. Incluso se ha tenido que acabar con el genio militar, con el gran estratega: aunque de adhesión más minoritaria (únicamente entre los oficiales, ¿sabe?), también esa figura provocaba delirios e idolatría. El ejército es anónimo, tiene que ser anónimo…

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