Javier Marías - Mientras ellas duermen
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– ¿Qué es eso que te ha irritado tanto? -Mi gesto debió ser violento.
– Nada, nada -dije yo, y cuidé de recoger los pedazos para que no pudiera recomponerla.
Esperaba una tercera carta, y justamente porque la esperaba tardó en llegar más de lo previsto o a mí la espera se me hizo más larga. Era muy distinta de las anteriores y se asemejaba a las que había recibido mi padre durante un tiempo: Mercedes me tuteaba y se me ofrecía en cuerpo, que no en alma. «Podrás hacer lo que quieras conmigo», me decía, «cuanto imaginas y cuanto no te atreves a imaginar que puede hacerse con un cuerpo ajeno, con el del otro. Si accedes a mi súplica de desenterrar e incinerar a tu padre, de permitir que se pueda reunir conmigo, no volverás a olvidarme en toda tu vida ni aun en tu muerte, porque te engulliré, y me engullirás.» Creo que al leer esto por vez primera me ruboricé, y durante una fracción de segundo cruzó por mi cabeza la idea de viajar a Gijón, para ponerme a tiro (me atrae lo insólito, soy sucio en el sexo). Pero en seguida pensé: «Qué absurdo. Ni siquiera sé su apellido.» Sin embargo esta tercera carta no fue a la papelera. Aún la escondo.
Fue entonces cuando Marta empezó a cambiar de actitud. No es que de un día para otro se convirtiera en una mujer ardiente y dejara de bostezar, pero fui advirtiendo un mayor interés y curiosidad por mí o por mi cuerpo ya no muy joven, como si intuyera una infidelidad por mi parte y estuviera alerta, o bien la hubiera cometido ella y quisiera averiguar si también conmigo era posible lo recién descubierto.
– Ven aquí -me decía a veces, y ella nunca me había solicitado. O bien hablaba un poco, decía por ejemplo-: Sí, sí, ahora sí.
Aquella tercera carta que prometía tanto me había dejado a la espera de una cuarta aún más que la segunda irritante a la espera de la tercera. Pero esa cuarta no llegaba, y me daba cuenta de que aguardaba el correo diario con cada vez mayor impaciencia. Noté que sentía un vuelco cada vez que un sobre no llevaba remite, y entonces mis ojos iban rápidamente hasta el matasellos, por ver si era de Gijón. Pero nadie escribe nunca desde Gijón.
Pasaron los meses, y el día de Difuntos Marta y yo fuimos a llevar flores a la tumba de mis padres, que es también la de mis abuelos y la de mi hermana.
– No sé qué pasará con nosotros -le dije a Marta mientras respirábamos el aire puro del cementerio sentados en un banco cercano a nuestro panteón. Yo fumaba un cigarrillo y ella se controlaba las uñas estirando los dedos a cierta distancia de sí, como quien impone calma a una multitud-. Quiero decir cuando nos muramos, aquí ya no queda sitio.
– En qué cosas piensas. Miré a lo lejos para adoptar un aire ensoñado que justificara lo que iba a decir y dije:
– A mí me gustaría ser enterrado. Da una idea de reposo que no da la incineración. Mi padre quiso que lo incineráramos, ¿recuerdas?, y no cumplimos su voluntad. Debimos seguirla, creo yo. A mí me molestaría que no se cumpliera la mía, de ser enterrado. ¿Qué te parece? Deberíamos desenterrarlo. Así, además, habría sitio para mí cuando muera, en el panteón. Tú podrías ir al de tus padres.
– Vamonos de aquí, me estás poniendo enferma.
Echamos a caminar por entre las tumbas,en busca de la salida. Hacía sol. Pero a los diezo doce pasos yo me detuve, miré la brasa de mi cigarrillo y dije:
– ¿No crees que deberíamos incinerarlo?
– Haz lo que quieras, pero vamonos ya de aquí.
Arrojé el cigarrillo al suelo y lo sepulté en la tierra, con el zapato.
Marta no estuvo interesada en asistir a la ceremonia, que careció de toda emoción y me tuvo a mí por solo testigo. Los restos de mi padre pasaron de ser vagamente reconocibles en un ataúd a ser irreconocibles en una urna. No pensé que hiciera falta esparcirlos, y además, hacer eso está prohibido.
Al regresar a casa, ya tarde, me sentí deprimido; me senté en el sillón sin quitarme el abrigo ni encender la luz y me quedé allí esperando, musitando, pensando, oyendo la ducha de Marta a lo lejos, quizá reponiéndome de la responsabilidad y el esfuerzo de haber hecho algo que estaba pendiente desde hacía tiempo, de haber cumplido un deseo (un deseo ajeno). Al cabo de un rato mi mujer, Marta, salió del cuarto de baño con el pelo aún mojado y envuelta en su albornoz, que es rosa pálido. La iluminaba la luz del baño, en el que había vaho. Se sentó en el suelo, a mis pies, y apoyó la cabeza húmeda en mis rodillas. Al cabo de unos segundos yo dije:
– ¿No deberías secarte? Me estás mojando el abrigo y el pantalón.
– Te voy a mojar entero -dijo ella, y no llevaba nada debajo del albornoz. Nos iluminaba la luz del baño, a lo lejos.
Aquella noche fui feliz porque mi mujer, Marta, fue lasciva e imaginativa, me dijo cosas bonitas y no bostezó, y me bastó con ella. Eso nunca lo olvidaré. No se ha vuelto a repetir. Fue una noche de amor. No se ha vuelto a repetir.
Unos días después recibí la cuarta carta tanto tiempo esperada. Todavía no me he atrevido a abrirla, y a veces tengo la tentación de romperla sin más, de no leerla jamás. En parte es porque creo saber y temo lo que dirá esa carta, que, a diferencia de las tres que me dirigió Mercedes con anterioridad, tiene olor, huele un poco a colonia, a una colonia que no he olvidado o que conozco bien. No he vuelto a tener una noche de amor, y por eso, porque no se ha vuelto a repetir, tengo a veces la extraña sensación, cuando la rememoro con añoranza e intensidad, de que aquella noche traicioné a mi padre, o de que mi mujer, Marta, me traicionó a mí con él (quizá porque nos dimos apelativos ficticios o nos creamos existencias que no eran las nuestras), aunque no cabe duda de que aquella noche, en la casa, en la oscuridad, sobre el albornoz, sólo estábamos Marta y yo. Como siempre Marta y yo.
No he vuelto a tener una noche de amor ni me ha vuelto a bastar con ella, y por eso también sigo yendo de putas, cada vez más caras y más aprensivas, no sé si probar con los travestidos. Pero todo eso me interesa poco, no me preocupa y es pasajero, aunque haya de durar aún. A veces me sorprendo pensando que en su momento lo más fácil y deseable sería que Marta muriera antes, porque así podría enterrarla en el sitio del panteón que quedó vacante. De este modo no tendría que darle explicaciones sobre mi cambio de parecer, pues ahora deseo que se me incinere y no se me entierre, en modo alguno que se me entierre. Sin embargo no sé si ganaría algo con eso -me sorprendo pensando-, pues mi padre debe de estar ocupando su puesto junto a Mercedes, mi puesto, por toda la eternidad. Una vez incinerado, así pues -me sorprendo pensando-, tendría que acabar con mi padre, pero no sé cómo puede acabarse con alguien que ya está muerto. Pienso a veces si esa carta que aún no he abierto no dirá algo distinto de lo que imagino y temo, si no me daría ella la solución, si no me preferirá. Luego pienso: «Qué absurdo. Ni siquiera nos hemos visto.» Luego miro la carta y la huelo y le doy vueltas entre mis manos, y al final acabo escondiéndola siempre, sin abrirla aún.
Un epigrama de lealtad
Para Montse Mateu
[Aviso: Aunque este episodio de la vida del escritor John Gawsworth es un texto nuevo e independiente, cabe advertir que sólo los lectores de mi novela Todas las almas (1989) dispondrán de todos los datos para su comprensión cabal. J M]
El señor James Lawson levantó la vista. Aquella misma mañana había cambiado el escaparate de la librería de la que era gerente, Bertram Rota Ltd, de Long Acre, Covent Garden, una de las más prestigiosas y delicadas librerías de viejo de la ciudad de Londres. No solía llenar el escaparate, a lo sumo diez libros o manuscritos expuestos, todos ellos de gran valor e inteligentemente escogidos. La clase de ediciones que podía llamar la atención de sus clientes habituales, todos caballeros distinguidísimos y alguna elegante dama bibliófila. Aquella mañana había colocado, con orgullo, títulos como Salmagundi , de William Faulkner, que no se había publicado nunca más desde aquella edición de 1932 (525 ejemplares numerados), y la primera de Jacob's Room , de Virginia Woolf, que costaba dos mil libras. Aunque era él quien fijaba los precios según el mercado, no acababa de acostumbrarse a que un libro valiera tanto. Pero esto no era nada al lado de la versión mecanografiada y corregida por el propio Beckett de su novela Watt , cuyo precio había sido tasado en cincuenta mil libras. Había dudado a la hora de ponerlo en el escaparate, era un objeto demasiado valioso, pero finalmente se había decidido. Constituía un gran motivo de satisfacción, y al fin y al cabo él iba a estar allí, sentado a su mesa, toda la mañana y toda la tarde, sin moverse, vigilando el escaparate. Sin embargo estaba nervioso, y por eso levantaba la vista de la mesa en cuanto notaba que había alguien, alguna figura, parada delante de la vitrina. Incluso cuando los transeúntes pasaban levantaba la vista (aunque no se pararan). Esta vez la dejó levantada, porque vio ante sí, parado, a un mendigo de aspecto fiero. Llevaba el pelo algo largo y una barba rojiza de pocos días, era corpulento y tenía una gran nariz que parecía partida. Sus ropas eran astrosas y de color indefinido, como las de cualquier pordiosero, y en la mano derecha sostenía una botella de cerveza ya mediada. Pero no bebía, es decir, no se la llevaba a la boca de vez en cuando, sino que estaba absorto, mirando fijamente el escaparate de Bertram Rota. El señor Lawson se preguntó qué estaría mirando. ¿Camus? Había expuesto en la vitrina, abierto por la página indicada, un ejemplar de La Chute dedicado por el propio autor. Pero no, La Chute lo había colocado a la derecha, junto al texto mecanografiado de Watt , y el mendigo tenía la vista clavada en el lado izquierdo. Allí había expuesto Salmagundi y la segunda edición de Oliver Twist , trescientas libras, de 1839. Quizá Dickens podía interesar al mendigo más que Faulkner. A Dickens podía haberlo leído en la escuela, no a Faulkner, pues aquel hombre no tendría menos de sesenta años, tal vez más.
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