Javier Marías - Mientras ellas duermen
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Fue a partir de entonces cuando el proceso de modificación de mi abominable persona se desencadenó. Buscaba a conciencia aquellas cosas que un tipo tan relamido, suavón, formal y sentencioso como Gualta (también piadoso) no podría haber hecho jamás, y a las horas y en los lugares en que más improbable resultaba que Gualta, en Barcelona, estuviera dedicando su tiempo y su espacio a los mismos desmanes que yo. Empecé a llegar tarde y a irme demasiado pronto de la oficina, a decir groserías a mis secretarias, a montar en cólera por cualquier nimiedad y a insultar a menudo al personal a mis órdenes, e incluso a cometer algunos errores de poca consecuencia que un hombre como Gual-ta, sin embargo, nunca habría cometido, tan avizor y perfeccionista era. Esto en cuanto a mi trabajo. En cuanto a mi mujer, a la que siempre respeté y veneré en extremo (hasta los treinta), poco a poco, con sutilezas, logré convencerla no sólo de que copuláramos a deshoras y en sitios impropios («Seguro que Gualta no es tan osado», pensé una noche mientras yacíamos -apresuradamente- sobre el techo de un quiosco de Príncipe de Vergara), sino de que incurriéramos en desviaciones sexuales que sólo unos meses antes habríamos calificado de vejaciones sexuales y sevicias sexuales en el supuesto improbable de que (a través de terceros) hubiéramos sabido de ellas. Llegamos a cometer actos contra natura, esa beldad y yo.
Al cabo de tres meses más aguardaba con impaciencia un nuevo encuentro con Gualta, confiado como estaba en que ahora sería muy distinto de mí. Pero la ocasión tardaba en surgir, y por fin decidí viajar a Barcelona un fin de semana por mi cuenta y riesgo con el propósito de acechar el portal de su casa y comprobar -aunque fuera de lejos- los posibles cambios habidos en su persona y en su personalidad. O, mejor dicho, comprobar la eficacia de los operados en mí.
Durante dieciocho horas (repartidas entre sábado y domingo) estuve refugiado en una cafetería desde la que se divisaba la casa de Gualta, a la
espera de que saliera. Pero no apareció, y sólo cuando ya estaba dudando si regresar derrotado a Madrid o subir al piso aunque ello me descubriera, vi salir del portal a la mosquita muerta. Iba vestida con cierto descuido, como si el éxito de su cónyuge ya no bastara para embellecerla artificialmente o su efecto no alcanzara a los días festivos. Pero en cambio se me antojó, a su paso ante la luna oscura que me ocultaba, una mujer mucho más inquietante que la que había visto en la cena madrileña y en la fiesta barcelonesa. La razón era muy simple, y me fue suficiente para comprender que mi originalidad no había sido tanta ni mis medidas tan atinadas: en su expresión reconocí a una mujer salaz y sexual-mente viciosa. Siendo tan diferentes, tenía la misma mirada levemente estrábica (tan atrayente), turbadora y nublada de mi monumento.
Regresé a Madrid, convencido de que si Gualta no había salido de su casa en todo el fin de semana era debido a que aquel fin de semana él había viajado a Madrid y había estado durante horas apostado en La Orotava, la cafetería de enfrente de mi propia casa, vigilando mi posible salida que no se había producido al estar yo en Barcelona vigilando la suya que no se había producido por estar él en Madrid vigilando la mía. No había escapatoria.
Todavía hice algunas tentativas, ya sin fe. Pequeños detalles para completar el cambio, como hacerme socio del Real Madrid, pensando que uno del Español no sería admitido en el Barca; o bien tomaba anís y cazalla -bebidas que me repugnan- en los baruchos del extrarradio, seguro de que un délicat como Gualta no estaría dispuesto a semejantes sacrificios; también me dio por insultar en público al Papa, seguro de que a tanto no se atrevería mi fervoroso rival católico. Pero en realidad no estaba seguro de nada, y creo que ya nunca lo podré estar. Al cabo de un año y medio desde que conocí a Gualta, mi carrera de ascensos en la empresa para la que aún trabajo está totalmente frenada, y aguardo el despido (con indemnización, eso sí) cualquier semana. Mi mujer -no sé si harta de corrupciones o, antes al contrario, porque mi fantasía ya no le bastaba y necesitaba buscar desenfrenos nuevos- me abandonó hace poco sin explicaciones. ¿Habrá hecho la mosquita muerta lo propio con Gualta? ¿Será su posición en la empresa tan frágil como la mía? No lo sabré, como he dicho, porque prefiero ignorarlo ahora. Pues ha llegado un momento en el que, si me cito con Gualta, pueden suceder dos cosas, ambas aterradoras, o más que la incertidum-bre: puede ocurrir que me encuentre a un hombre opuesto al que conocí e idéntico a mi yo de ahora (desastrado, desmoralizado, negligente, mal educado, blasfemo y pervertido) que quizá, sin embargo, me seguirá pareciendo tan execrable como el Xavier de Gualta de la vez primera. Respecto a la otra posibilidad, es aún peor: puede que me encuentre, intacto, al mismo Gualta que conocí: inmutable, cortés, jactancioso, atildado, devoto y triunfal. Y si así fuera, habría de preguntarme, con una amargura que no podré soportar, por qué fui yo, de los dos, quien tuvo que claudicar y renunciar a su biografía.
La canción de Lord Rendall
James Ryan Denham (1911-1943), nacido en Londres y educado en Cambridge, fue uno de los talentos malogrados por la II Guerra Mundial. Perteneciente a una familia acomodada, inició una carrera diplomática que lo llevó a Birmaniay la India (1934-1937). Su obra literaria conocida es breve y escasa, y se compone de cinco títulos, todos ellos publicados en ediciones privadas hoy inencontrables, ya que al parecer juzgaba esta actividad un mero entretenimiento. Amigo deMalcolm Lowry, con quien había coincidido en la universidad, y del famoso coleccionista de arte Edward James, él mismo llegó a poseer una excelente colección de pintura francesa del XVIII y el XIX.
Su último libro, How to Kill (1943), del que procede el cuento aquí traducido, «Lord Ren-dall's Song», fue el único que intentó publicar en edición comercial, pero ningún editor lo quiso porque se consideró que podría deprimir a los combatientes y a la población, aún en plena guerra, y por la desusada carga erótica de algunos de los relatos. Con anterioridad, Denham había publicado un libro de versos, Vanishings (1932), otro volumen de cuentos, Knives and Landscapes (1934), una novela corta, The Night-Face (1938), y Gentle Men and Women (1939), una serie de breves semblanzas de personajes célebres, entre ellos Chaplin, Cocteau, la bailarina Tilly Losch y el pianista Dinu Lipatti. Denham murió a los treinta y dos años, caído en combate en el Norte de África.
Aunque el presente relato (una mise en abîme de vértigo) se explica perfectamente por sí solo, puede ser útil saber que la canción popular inglesa Lord Rendall es el diálogo entre el joven Lord Rendall y su madre después de que aquél haya sido envenenado por su novia. A la última pregunta de la madre, «¿Qué le dejarás a tu amor, Rendall, hijo mío?», éste responde: «Una soga para ahorcarla, madre, una soga para ahorcarla.»
Para Julia Altares,
que aún no me ha descubierto
Quería darle la sorpresa a Janet, así que no le comuniqué el día de mi regreso. Cuatro años, pensé, son tanto tiempo que no importarán unos días más de incertidumbre. Saber un lunes, por medio de una carta, que llego el miércoles le será menos emocionante que saberlo el mismo miércoles al abrir la puerta y encontrarse conmigo en el umbral. La guerra, la prisión, todo aquello había quedado atrás. Tan rápidamente atrás que ya empezaba a olvidarlo. Estaba más que dispuesto a olvidarlo en seguida, a lograr que mi vida con Janet y el niño no se viera afectada por mis padecimientos, a reanudarla como si nunca me hubiera ido y jamás hubieran existido el frente, las órdenes, los combates, los piojos, las mutilaciones, el hambre, la muerte. El miedo y los tormentos del campo de concentración alemán. Ella sabía que yo estaba vivo, se le había notificado, sabía que había sido hecho prisionero y que por tanto estaba vivo, que regresaría. Debía de esperar a diario el aviso de mi llegada. Le daría una sorpresa, no un susto, y valía la pena. Llamaría a la puerta, ella abriría secándose las manos en el delantal y allí estaría yo, vestido por fin de paisano, con no muy buen aspecto y más flaco, pero sonriente y deseando abrazarla, besarla. La cogería en brazos, le arrancaría el delantal, ella lloraría con la cara hundida en mi hombro. Yo notaría cómo sus lágrimas me humedecían la tela de la chaqueta, una humedad tan distinta de la de la celda de castigo con sus goteras, de la de la lluvia monótona cayendo sobre los cascos durante las marchas y en las trincheras.
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