Núria Masot - La sombra del templario

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En 1265, los caballeros del Temple, el Papa y un despiadado espía persiguen un pergamino con un poderoso secreto en su interior. Un secreto que podría cambiar la Historia. Bernard Guils, un templario que viaja en un barco con destino a Barcelona, es envenenado al final de su trayecto. Antes de morir, le dice a un judío que busque a otro templario, Guillem -un discípulo de Bernard-, para entregarlo unos papeles muy importantes. Los pergaminos de los que habló Bernard antes de su muerte desaparecen misteriosamente, dando lugar a una trama inteligentemente entretejida con traiciones, escondrijos y espías que pretenden hacerse con los valiosos papeles.

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– Déjale respirar, Dalmau, se lo merece. Deja que asimile la muerte de Bernard en paz. A ti te ha llevado toda una vida aceptar la muerte de Gilbert, y a mí…

– ¡Ya sé que se lo merece, Jacques! No es eso, es que tengo la intuición de que nos esconde algo, es sólo una sensación, no lo sé con exactitud.

– Vamos, Dalmau, muchacho. Tus intuiciones sólo han sido buenas para los negocios, pero en lo demás… Recuerda que fuiste el único que creyó en el maldito manto de la Virgen, hace ya muchos años.

– ¡Eso es un golpe bajo, y no me hace ninguna gracia!

– Está bien, tienes toda la razón, en estos momentos es una broma. de mal gusto y lo siento, perdóname. Pero deja en paz al muchacho una temporada, no le presiones ahora. Que «ellos» se esperen. Sólo te pido eso, Dalmau.

– Hay un mensaje enigmático para ti, en la nota de Guillem -apuntó Dalmau en tono de desconfianza-. Textualmente dice: «Supongo que lo has conseguido. Tus oraciones han sido escuchadas y yo me uno a tus plegarias». ¿Qué significa? ¿Sabes dónde está ahora?

– ¿Enigmático? Vamos, Dalmau, supongo que se refiere a que hemos acabado el asunto D'Arlés.

– ¡No soporto que me trates como a un estúpido, Jacques! Es posible que sea una maravilla en los negocios, pero no soy un estúpido en todo lo demás. No niego que Bernard fuera un inmejorable maestro, pero me temo que este chico, como tú y como él, tenga un escaso respeto por las reglas más elementales. Temo que, al igual que vosotros, olvide en demasiadas ocasiones que somos religiosos, y que tenemos una responsabilidad extrema.

– ¡Basta, Dalmau, basta! ¿Cómo puedes hablar así? ¿Acaso olvidas para lo que fuimos adiestrados? Nos encargamos del trabajo sucio, tú también empezaste con nosotros, ¿lo has olvidado? No hace ni dos horas estabas dispuesto a matar a otro cristiano, por muy bastardo que fuera, a ejercer tu derecho a la venganza. ¿Te he dicho, acaso, algo que pusiera en tela de juicio tus creencias o tu moralidad? Sabes que es muy complejo, Dalmau, lo sabes perfectamente. Y sí, el mensaje de Guillem es enigmático, por la simple razón de que no queremos perturbar más tu vida.

Dalmau escondió el rostro entre las manos, la contradicción en que vivía subía en oleadas, inundando su alma. Jacques lo miré) con afecto.

– Dalmau, viejo compadre, no te tortures. -Se acercó a él, rodeando su espalda con sus brazos-. Nadie te trata como a un estúpido y lo sabes. Quizás lo único que pretendemos hacer es evitarte más sufrimientos. Siempre supimos lo que este trabajo representaba para ti, eres demasiado bueno para esto, Dalmau, te parte el alma y no te deja vivir. Bernard y yo siempre fuimos unos animales, muchacho, nos encantaba revolcarnos en la porquería, pero tú eres diferente. No te preocupes por nosotros, siempre estaremos a salvo si alguien como tú reza por nosotros. Recuerda lo que decía Guils siempre, que eras la salvación de nuestras almas.

– ¿Te llevas a Bernard a Palestina? -preguntó un Dalmau entristecido, mirando la caja de madera que Jacques tenía entre las manos.

– Sabes que sí, ése era su deseo. Por esto te pedí algo que rompe todas las reglas, Dalmau, y con ello volví a perturbar tu alma y lo siento. Eras el único que podía conseguirme las cenizas.

Dalmau suspiró hondo. Envidiaba la seguridad de Jacques, en cierto sentido envidiaba su falta de escrúpulos en muchas cosas. Como si fuera parte misma de su alma, la parte que le faltaba y que deseaba en muchas ocasiones. Ésa había sido la base de su amistad durante años, como si fueran fragmentos sueltos de un todo que sólo se manifestaba cuando estaban juntos, como una moneda partida en pedazos.

– No sabes lo mucho que me gustaría acompañarte, Jacques -murmuró con tristeza.

– Lo sé, y de alguna manera, estarás allí. Cuando el viento del desierto esparza las cenizas de Bernard, estarás allí, siempre estuviste allí.

Una pequeña comitiva avanzaba lentamente por el camino bordeado de bosques. La mañana era espléndida, sin una sola nube en el horizonte, y el intenso sol había obligado a los viajeros a aligerarse de ropa. Abraham montaba erguido, con la capa blanca ondeando sobre su montura y nadie hubiera adivinado tras el altivo templario a un anciano judío y enfermo. El viaje le estaba sentando bien, y las profundas ojeras que mostraba en la posada, habían desaparecido para dejar paso a una miríada de minúsculas arrugas rodeando a sus pequeños ojos claros.

Arnau había dejado de observarle continuamente y había aceptado la regañina que el anciano médico, harto de su vigilancia, le había lanzado. «Si me sigues examinando así -le había dicho Abraham-, voy a empeorar de un momento a otro.» El boticario comprendió que su amigo tenía toda la razón del mundo, su exagerada atención no hacía más que exasperar al anciano y no servía de otra ayuda. En realidad, lo que tenía más preocupado al boticario en aquellos momentos era la actitud de Guillem. El joven parecía encerrado en una profunda meditación, sin comunicar sus preocupaciones a nadie. Abstraído y silencioso cabalgaba a su lado contestando con monosílabos a sus intentos de entablar conversación. Arnau estaba convencido de que su alma estaba atravesada por graves problemas, y su actitud, cerrada y aislada, le confirmaban sus sospechas, pero no sabía qué hacer para procurarle alivio.

Detrás de él, Mauro y Abraham habían hecho una buena amistad, sin parar de hablar, descubriendo amistades comunes que les llenaban de regocijo. «¡El viejo Mauro! -reflexionaba Arnau-, nadie sabe la edad que tiene, es un misterio peor que la propia resurrección de Cristo, ¡que el Cielo me perdone!» Pero su memoria, aburrida, seguía buscando una referencia que le aproximara a la edad de su viejo compañero: era mayor que él, de eso estaba seguro. Había sido el maestro de Guils, y ya estaba en la orden cuando Arnau ingresó, ¿o no? Se esforzó en recordar cuándo conoció a Mauro por primera vez. ¿Fue en Palestina?

Llegaron a una encrucijada de camino. En el de la izquierda, una cruz de piedra solitaria parecía marcar el límite de algún territorio. Mauro les avisó que tenían que seguir por aquel sendero, y tanto él como Abraham se colocaron a la cabeza de la comitiva, abriendo la marcha, como si fueran portadores de un invisible «bausant», la enseña del Temple, blanca y negra, que marcaba el compás de los combates. Arnau sonrió, aquellos dos simbolizaban el mejor «bausant» posible. La teoría de los contrarios hecha carne y sangre, un viejo espía del Temple al que todos daban por muerto y un viejo judío que seguía vivo por algún milagro del cielo.

El sendero se adentraba en un hermoso bosque de encinas, estrechándose en curvas sinuosas, con los cálidos rayos del sol filtrándose entre el techo vegetal. Media hora después, volvían a desviarse para entrar en un olvidado atajo, sus bordes casi borrados por la maleza, obligados a seguir en fila de a uno, uno tras otro, ordenadamente. Mauro, en cabeza, seguido por Abraham, después Arnau y, cerrando la marcha, un melancólico Guillem.

El pequeño sendero desembocaba en una planicie y desde la breve plataforma una continuación de bajas colinas verdes se extendía ante sus ojos, salpicada de reflejos dorados. Se detuvieron allí unos minutos, para admirar el paisaje, momento que aprovechó Abraham para desmontar en busca de plantas medicinales.

– ¡Ven Arnau, mira qué maravilla! ¿ Cuánto tiempo hacía que no veías esta variedad tan extraña?

El boticario se contagió del entusiasmo de su compañero, dedicándose ambos a la búsqueda, mientras los demás se disponían a tomar un breve respiro. Mauro aprovechó el momento para indicar un alto en el camino, preparando una improvisada mesa sobre una gran piedra plana, y dando cuenta de los restos del asado que les había preparado el cordial posadero. Después, continuaron el viaje descendiendo por la suave colina, hacia los destellos dorados. Transcurrida una hora, Arnau descubrió con asombro que los destellos eran estanques, una serie de estanques agrupados por alguna mano humana y desconocida y repartidos de forma extraña.

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