– No me fijé. Me pegaron, me torturaron… Uno de ellos, supongo.
D'Arlés había acabado de trenzar la cuerda. Se acercó al clérigo y se la puso alrededor del cuello; después dio un paso atrás, fascinado por su obra. Mateo empezó a sudar copiosa mente, había comprendido que aquel hombre no tenía intención de tirarlo por la ventana, sino que ¡quería colgarlo! Procuró pensar con rapidez, no sabía qué respuesta esperaba de él, ni tampoco recordaba nada parecido a una nota. Tenía que intentar engañarle, decirle precisamente lo que deseaba oír.
– ¿Dos hombres? ¿Y cómo eran esos dos hombres? -Recuerdo a uno de ellos, era un gigante, muy alto, con una horrible cicatriz.
– ¿Santos? ¿El patrón de El Delfín Azul? -preguntó D'Arlés, poniéndose en tensión.
– Sí, era Santos. -Mateo hablaba con precaución, temiendo provocar la cólera del intruso-. Y el otro, no sé… era más joven.
– ¿No tenía ninguna característica especial? ¿Nada que le diferenciara de las otras personas? -La voz de D'Arlés se volvía más amenazante.
– ¡No sé lo que queréis decir! -chilló Mateo. -¿Era tuerto? ¿Era ese hombre tuerto?
– ¡Sí, era tuerto! ¡Ahora lo recuerdo! -Mateo suspiró. Por fin sabía qué era lo que buscaba aquel hombre.
– ¿Estás seguro? ¿Completamente seguro?
– Una cosa así no se olvida, no señor. Os puedo decir dónde me escondieron. Seguro que vuelven, ya sabéis…, me estaban vigilando. Los encontraréis allí, si es a ellos a los que buscáis.
– ¿Y dónde te escondieron? -La voz de D'Arlés sonó casi amable.
Mateo seguía pensando, aquel hombre no le buscaba a él, iba detrás de los estúpidos que le habían sacado de su casa, sobre todo del tuerto. Y si lo que quería era un tuerto, él estaba dispuesto a servírselo en bandeja de plata.
El clérigo le susurró la dirección del escondrijo, con instrucciones precisas para llegar a él y vio cómo el hombre se acercaba para sacarle el nudo del cuello. Exhaló un suspiro de satisfacción, había llevado las cosas con maestría; siempre había sido un auténtico experto en el comportamiento humano y una vez más las cosas iban a salirle bien. Pero el gesto del hombre de la ballesta le convenció rápidamente de lo contrario, sólo había sido un instante de esperanza, roto por el brusco tirón de la cuerda atenazando su garganta como una serpiente, casi ahogándole. D'Arlés observó la ventana, el patio en que desembocaba y sonrió con ironía.
– ¡Es perfecto, Mateo, el lugar adecuado!
Dio un violento empujón al clérigo que, por unos breves segundos, quedó encajonado en el alféizar, preso de su propia obesidad, pero el mismo peso acabó arrastrándole al vacío. Los ojos desorbitados de Mateo desaparecieron de la vista de D'Arlés, y la cuerda, atada a una de las vigas, se tensó con un crujido desagradable. No hubo tiempo ni para un alarido.
D'Arlés arregló la cama con delicadeza, odiaba el desorden. La preocupación endurecía sus facciones. ¿Era posible que Guils estuviera vivo? Eso encajaría con el interés del Temple de mantener a Abraham incomunicado y encerrado en su Casa. Acaso no fuera exactamente protección lo que le estaban ofreciendo al judío. ¿Tal vez querían ocultar que Guils estaba vivo? ¿Y por qué?
Giovanni contempló cómo el cuerpo de Mateo caía pesadamente, como un fardo de harina, y quedaba suspendido en el aire, balanceándose de lado a lado. Se apartó de la ventana, justo a tiempo. D'Arlés se asomó desde la habitación del clérigo para admirar su obra. El italiano se hallaba en la estancia de al lado; dos hombres dormían en los camastros habilitados, ajenos a su presencia y al drama que había tenido lugar unos segundos antes. Nada parecía tener el poder de despertarles. Se apoyó en la pared, cerca de la ventana. Había oído con toda claridad la conversación entre D'Arlés y el clérigo, sin perderse ni una sílaba. ¿ Bernard Guils vivo? De ser cierto, la Sombra se hallaría en grandes dificultades. El Bretón y Dalmau formaban una peligrosa pareja, pero si Guils vivía, el trío era mortal y D'Arlés lo sabía.
Todavía no tenía muy claro cuál sería el plan adecuado. Actuaba por intuición, dejándose llevar por la cadena de acontecimientos. No se presentó ante Monseñor, ni tampoco le había comunicado que sus hombres habían localizado a D'Arlés y le seguían a todas partes. Aunque no podría explicar las razones de su convicción, sabía que aún no había llegado el momento de hacerlo. Se preguntó qué debía hacer ahora. D'Arlés estaba aislado, su único punto de conexión con la realidad era aquel fraile dominico, el tal fray Berenguer, aunque quizás era ya tiempo de cortar aquel lazo, de inutilizarlo. A decir verdad, su servicio era escaso y de pésima calidad. Aquella ciudad, Barcelona, no era territorio de la Sombra, pensó con satisfacción. Más bien al contrario, era un terreno inseguro y lleno de antiguos camaradas sedientos de venganza. Siempre existía la posibilidad de que la Sombra lograra escabullirse de nuevo, escapándose a una de sus madrigueras seguras, pero ¿se lo permitiría su patrón, el déspota Carlos d'Anjou? No, de ninguna manera, aquellos pergaminos tenían una importancia vital para Carlos y para el Papa, para Roma y para el Temple. D'Arlés no podía presentarse ante su amo con un fracaso, no habría excusas suficientes para una cosa así, con un asunto de aquella naturaleza. Sin embargo, no había nada seguro sobre el tablero de juego, nada previsible que pudiera guiarle en una dirección concreta. Decidió dejar de pensar, seguir con la intuición, le llevara donde le llevase, y en aquel preciso momento, le conducía hasta fray Berenguer. «Monseñor tiene razón en una sola cosa -pensó-, hay demasiada gente implicada en aquel asunto. Ya es hora de hacer limpieza a fondo.»
Salió de la habitación sin prisas, había oído el portazo de D'Arlés, que indicaba su huida, pero sus hombres se encargarían de seguirle, era el momento preciso de hablar con Monseñor.
Jacques el Bretón quedó paralizado ante la puerta. Dalmau, -a sus espaldas, gruñía de desaprobación ante su inmovilidad.
– Pero, bueno… ¿A qué estás esperando?
– Creo que los problemas están aumentando a gran velocidad, Dalmau.
Jacques entró en la estancia seguido por su nervioso compañero y se inclinó sobre el cuerpo de la mujer, la vieja compañera de Mateo.
– ¡Santo Cielo, Dios nos proteja! ¿Qué es esto? ¿Dónde están los demás, y Guillem?
El Bretón no respondió a ninguna de sus preguntas. Registró cuidadosamente el resto de la casa, palmo a palmo. Al acabar, su gesto expresaba gravedad.
– Sólo nos faltaba esto. Esta mujer está muerta, Dalmau, calculo que debe hacer un par de horas. Y encima, Abraham y Arnau desaparecidos. ¡Vaya panorama! Pero ¿dónde está el chico?
Dos sonoros golpes en la puerta sobresaltaron a los dos hombres. Jacques indicó a su compañero que guardara silencio y se acercó con sigilo a la puerta, entreabriéndola unos centímetros sin apartar la mano de la empuñadura de su espada. Un hombre entrado en años esperaba en el dintel, con el puño en alto, dispuesto a seguir golpeando la puerta hasta el día del juicio final.
– ¡Por todos los…! ¿De dónde sales tú?
– Del infierno, Jacques, del abismo de Lucifer. ¿Qué ocurre, ya me dabas por muerto y enterrado? -El hombre entró, apartando a un lado al Bretón, inmóvil por la sorpresa-. ¿Qué hay, Dalmau?
– ¡Por los clavos de Cristo! ¿Eres tú, Mauro? ¡Te suponía muerto hace años! -exclamó igual de asombrado Dalmau.
– Siento decepcionaros, muchachos, pero Bernard me mantiene vivo, durmiendo a temporadas, pero vivo. Vengo a encargarme del cadáver y a entregaros un mensaje de Guillem de Montclar.
Читать дальше