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Núria Masot: La sombra del templario

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Núria Masot La sombra del templario

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En 1265, los caballeros del Temple, el Papa y un despiadado espía persiguen un pergamino con un poderoso secreto en su interior. Un secreto que podría cambiar la Historia. Bernard Guils, un templario que viaja en un barco con destino a Barcelona, es envenenado al final de su trayecto. Antes de morir, le dice a un judío que busque a otro templario, Guillem -un discípulo de Bernard-, para entregarlo unos papeles muy importantes. Los pergaminos de los que habló Bernard antes de su muerte desaparecen misteriosamente, dando lugar a una trama inteligentemente entretejida con traiciones, escondrijos y espías que pretenden hacerse con los valiosos papeles.

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En tanto el cerebro de fray Berenguer se encerraba en el baúl de sus creencias, fray Pere de Tever descubría que el mundo no terminaba en el jardín del claustro.

Escribió con pulcritud la carta que su hermano le dictaba, sin hacer ningún comentario, caligrafió la larga lista de ofensas y oprobios, guardando su opinión para sí. Sabía que era perder el tiempo intentar convencer a su hermano y también que podía resultar sumamente peligroso disuadirle. «No -reflexionó-, será mucho mejor esperar una ocasión más propicia, siempre habrá una posibilidad de ofrecer mi punto de vista cuando sea preguntado.» Estaba seguro de que sería interrogado a conciencia, sus superiores no dejarían de comprobar si aquel viaje había influido en sus creencias, si había contraído algún contagio peligroso en su contacto con el mundo exterior. Tenía que actuar con mucha prudencia y cautela. Se quedó absorto en sus pensamientos e incluso sus labios dejaron de musitar la oración. Debía encontrar cómo manifestar su opinión sin ser acusado de rebeldía.

Arnaud d'Aubert vio cómo se alejaba el capitán veneciano con una expresión burlona. Había conseguido molestarlo durante media hora y eso le llenaba de satisfacción, aquel maldito arrogante lo había tenido que soportar únicamente por la abultada bolsa que había pagado. Sentía un enorme desprecio por los venecianos para los que no existía otra idea que la del beneficio; nada los hacía mover tan rápido como una buena cantidad de oro, incapaces de pensar en otra cosa con su escaso cerebro mercantil. Estuvo a punto de soltar una carcajada, aquel cretino presuntuoso le divertía y el viaje era lo suficientemente largo y tedioso como para aprovechar cualquier ocasión para distraerse. Y lo estaba consiguiendo. Hacía unos días, se había acercado al anciano judío para decirle, en voz baja, que había oído rumores de grandes algaradas en la judería de Barcelona, provocándole un gran sobresalto. Se había regocijado al contemplar el pánico en su cara.

Se tocó la pierna izquierda, intentando calmar el dolor que subía, en línea recta, hacia sus riñones. Aquel maldito teutónico de Acre había dirigido una puñalada certera, dejando la memoria de su rostro en la mente de D'Aubert. Saeta musulmana o riña de taberna, qué demonios le importaría a nadie, meditó taciturno. El recuerdo del teutónico le ponía de mal humor y ni siquiera la imagen de las suaves curvas de la adolescente árabe por la que habían peleado, logró tranquilizar el dolor, intenso y agudo, parecido a la misma daga que lo traspasó. «Quizá se acerca una tormenta -rumió-, el dolor es siempre un aviso, tan cerca de puerto… y sólo faltaría que una tormenta nos echara a pique.» Una sensación de hastío subió hasta su garganta, corno un alimento en malas condiciones. Necesitaba a alguien con quien distraerse. Estiró las piernas, mirando a su alrededor, buscando a una nueva víctima. La tripulación parecía más activa y atareada que de costumbre y el mar había cambiado de color, el azul intenso desaparecía para dar paso a un gris plomo. Se agarró a las cuerdas que recorrían la nave, alejándose de popa. Había visto a Guils y no le parecía buena compañía, aquel hombre no estaba para chanzas y en su mirada se intuían señales de peligro indefinido, como en los ojos del teutónico de la taberna, clavados en su memoria como su maldita daga.

Empezó a caer una lluvia fina y muy fría, y D'Aubert encaminó sus pasos hacia la bodega. Bien, seguro que allí encontraría al comerciante catalán vigilando su mercancía, repasando cada cuerda, cada saco… podía ser un buen motivo de distracción. Tropezó con un miembro de la tripulación y soltó una imprecación en voz alta, atravesado por el dolor que, traspasando sus riñones, había decidido instalarse en su cerebro. Su primer impulso fue volverse y propinarle un fuerte puntapié al responsable del encontronazo, pero se paró en seco, helado ante la mirada sarcástica del otro que parecía provocarle, esperar su reacción. «Dame un buen motivo para matarte», parecían decir aquellos ojos. Se apartó de un salto de ese hombre que le producía aquel escalofrío extraño y penetrante y descubrió, asombrado, que se encontraba ante la mirada de un asesino. Retrocedió paso a paso, lentamente, sin perder de vista al sujeto que le sonreía, hasta llegar al extremo de la proa, lo más lejos posible. A Arnaud d'Aubert se le habían pasado las ganas de distraerse.

Capítulo II Barcelona

«Gentil hermano, los prohombres que os han hablado han hecho las preguntas necesarias, pero sea lo que sea lo que hayáis respondido, son palabras vanas y fútiles y nos podría sobrevenir la desdicha por cosas que nos hayáis ocultado. Más he aquí las santas palabras de Nuestro Señor y responded la verdad sobre las cosas que os preguntemos porque si mentís, seréis perjuro y podríais perder la Casa por ello, de lo que Dios os guarde.»

La ciudad de Barcelona estaba a la vista y el capitán D'Amato exhaló un profundo suspiro de alivio. Los últimos días habían sido una auténtica pesadilla, aquel maldito fraile le había hecho la vida imposible, exigiéndole que encerrara al viejo judío en la bodega; el comerciante Camposines no había cesado de quejarse del servicio y el mercenario tuerto hacía dos días que no se movía del camastro. Empezaba a dudar del buen negocio que todo ello le reportaba y su máximo deseo era deshacerse de aquella ralea de pasajeros y enfilar rumbo a Venecia.

Barcelona había crecido por los cuatro costados y la poderosa muralla romana que durante siglos había protegido su perímetro era ya insuficiente para contener la marea humana que albergaba. La tendencia a aprovechar los más pequeños espacios había convertido al barrio antiguo en un laberinto de callejuelas estrechas y oscuras. La necesidad de espacio obligaba a construir viviendas pegadas a la antigua muralla romana, aprovechando su grueso muro para edificar a ambos lados por medio de arcos entre las torres.

Jaime I, monarca de Catalunya y Aragón, construía una nueva línea defensiva de murallas para dar un respiro a la creciente población. Iniciada en el tramo del nuevo barrio de Sant Pere de les Puelles, la muralla avanzaba hacia la iglesia de Santa Ana y seguía hacia el mar, aprovechando el trazado del torrente de las Ramblas. Este antiguo torrente, llamado durante años por su nombre latino arenno , y denominado ahora por su término árabe de ramla , marcaba el límite occidental de la ciudad.

Un gran barrio marítimo crecía alrededor de la iglesia de Santa María de les Arenes, en el lugar donde medio siglo después se alzaría la impresionante mole de Santa María del Mar. El barrio, integrado por armadores, mercaderes y marineros, había crecido de forma espectacular, la plaza de la iglesia se había llenado de talleres y de actividad mercantil y nuevas calles se abrían hacia el exterior, dando paso a los espacios dedicados a los gremios de artesanos de la plata y a los que confeccionaban espadas y dagas.

Este nuevo barrio, la Vila Nova del Mar, enlazaba con el mercado del Portal Major, el más importante de la vieja muralla romana y que conducía a una de las vías de salida de la ciudad, la Vía Francisca, sobre el trazado de la otrora importante calzada romana. El antiguo orden romano de urbanización marcaba todavía el recuerdo del cardus y el decumanus, grabando una gran cruz en el corazón de la ciudad.

Sin embargo, aquella gran urbe en expansión carecía de un buen puerto, a pesar de haberse convertido en una de las potencias marítimas y comerciales del Mediterráneo. El antiguo puerto, a los pies del Montjuic, estaba totalmente inutilizado desde hacía largo tiempo a causa de las riadas y de la acumulación de arena. Sólo disponía de su amplia playa, con la única protección de varios islotes y bancos de arena. Las grandes naves de carga no podían acercarse a la orilla y se veían obligadas a echar el ancla a cierta distancia, dependiendo de pequeñas embarcaciones que hacían el duro trabajo de transportar a tierra mercancías y pasajeros. Aquella situación había favorecido el crecimiento de varios oficios que ocupaban a gran parte de los hombres de la ciudad. En primer lugar, los mozos de cuerda, responsables de cargar y descargar las mercancías, y también los barqueros que, con sus embarcaciones, trasladaban a gentes y fardos de un lado a otro. El mejor negocio, sin duda, lo hacían los propietarios de las barcas, que solían tener un buen número de esclavos, cosa que les reportaba importantes beneficios.

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