Y Carlitos Alegre se había graduado de médico con las más altas notas y con todos los honores, y su fama de investigador, a la vez riguroso y tremendamente intuitivo e imaginativo, empezaba a extenderse con gran velocidad por Europa y los Estados Unidos. También su fama de loco, o más bien de extravagante y absolutamente volado, empezaba a ser conocida, sobre todo a raíz de un incidente ocurrido durante un congreso médico organizado por el Johns Hopkins Hospital, de Baltimore. El joven doctor Carlos Alegre, que se tropezaba con cuanto objeto y mueble había en la pequeña residencia en que se alojaban los médicos invitados al congreso, y parecía hacerlo siempre a propósito, se había ganado la franca y total antipatía de la arrugadísima y horrible vieja encargada de aquel hermoso pero recargado local, un perfecto gallo hervido, la vieja del diablo esa, y las cosas realmente se pusieron feas cuando una mañana el doctor Alegre fue descubierto por su circunstancial y pérfida enemiga en el momento en que abandonaba la residencia con una pequeña radio de baterías que pertenecía a la residencia, oculto bajo el abrigo y a todo volumen. O, mejor dicho, misses Farley, que así se llamaba la vieja bruja, descubrió al médico llegado de París con las manos en la masa, aunque sin que éste se enterara de nada, por supuesto, llamó a la policía mientras Carlitos se apresuraba feliz con su Septeto de cuerdas, de Beethoven, en dirección al salón de congresos en que se iba a llevar a cabo la sesión de aquella mañana, y finalmente el joven dermatólogo fue detenido y llevado a la comisaría. En un perfecto inglés, Carlitos explicó que de robarse la radio, él, nada, que no fueran tan brutos, por favor -frase que les sentó como un tiro a los policías de EE. UU.-, y que lo que realmente había ocurrido es que él había estado escuchando esa joya de la música de cámara, mientras se vestía, que de pronto se había percatado de que ya era hora de ir a su sesión matinal del congreso, y que luego, de puro abstraído que andaba con tanta belleza musical, había cogido la radio para continuar con su concierto por el camino, de la forma más natural del mundo, pero sin darme cuenta de ello, y esto es lo principal, señores, creo yo. En fin, que de robo nada, y que nevaba, además, les explicó Carlitos al comisario y a sus dos auxiliares, agregando que por ello había metido el pequeño aparato bajo su abrigo, para protegerlo, como es lógico, y que sin duda alguna lo habría vuelto a dejar en su lugar no bien se hubiese dado cuenta de su distracción, o, en todo caso, no bien hubiese terminado ese concierto sublime, y finalmente les preguntó si ellos habían tenido la suerte de escuchar el Septeto de cuerdas de Ludwig Van Beethoven, alguna vez, ah, se lo recomiendo, señores, ¿o ya lo conocen? No, ni el comisario ni sus auxiliares habían escuchado jamás, ni tenían intención alguna de escuchar, tampoco, el maldito concierto de marras, pero, en cambio, el pago de la fianza era de ley, sí, señor, y además vamos a llamar inmediatamente al director del Johns Hopkins Hospital, para que venga ahora mismo a avalar con su firma y su presencia la honestidad de su invitado. En fin, que la abominable vieja encargada de la residencia obtuvo todas las satisfacciones del caso, que el director del hospital lamentó inmensamente el incidente, que desgraciadamente éste se parecía mucho a otro que el doctor Alegre había protagonizado en Munich, pocos meses atrás, y que, a su vez, se parecía como dos gotas de agua a un primer incidente también protagonizado por el mismo doctor Alegre, en Zurich, el año pasado, por cierto, pero bueno… Total que, al final, los policías de EE. UU. fueron los únicos que, no bien abandonó Carlitos la comisaría, manifestaron estar realmente convencidos de que, de robo, nada, y que se trataba tan sólo de un caso más de científico loco pero nada peligroso.
Natalia, por su parte, era la muy laboriosa y feliz propietaria de tres grandes y muy importantes tiendas de antigüedades, en París, Londres y Roma, y no cesaba de ir y venir de una ciudad a otra, lo cual también le permitía encontrarse a menudo con algunos amigos peruanos de toda la vida, y en especial con Jaime y Olga Grau Henstridge. Solían pasar dos o tres semanas juntos, todos los veranos, en la hermosa villa que ella había adquirido en Théoule-sur-Mer, entre Saint-Raphaël y Cannes. Jaime y Olga continuaban siendo los mismos adorables amigos de toda la vida. No tenían un centavo, pero tampoco lo necesitaban, porque siempre había alguien por ahí, inmensamente rico, que no podía vivir sin verlos de tiempo en tiempo, y dispuesto a arrancarles los ojos a todas las demás personas que habían escogido las mismas fechas para invitar al matrimonio peruano. Pero Jaime y Olga, con todo lo encantadores y buenos amigos que eran, le planteaban a Natalia dos inconvenientes, que, de un momento a otro, podían convertirse en verdaderos problemas para ella. Natalia, al menos, lo pensaba así, aunque nada dijera al respecto. El primero de esos dos inconvenientes era la felicidad de sus amigos como pareja casada, algo que realmente conmovía a Carlitos, y que hacía que, todos los veranos, no bien el matrimonio Grau Henstridge abandonaba la villa de Théoule-sur-Mer, él empezara a hablarle de la posibilidad de casarse. Natalia se defendía siempre diciendo que su primer matrimonio le había dejado un recuerdo tan atroz, que hacía muchos años que se había jurado que nunca más se volvería a casar, que aquello era como un trauma, Carlitos, algo que sólo contigo, y ciento por ciento gracias a ti, lo reconozco, he logrado superar, pero que considero totalmente innecesario repetir, sobre todo en nuestro caso.
– Somos una pareja libre, mi amor, y el matrimonio está de sobra entre gente como nosotros.
– Si tú lo dices, Natalia…
– Pues sí, mi amor… Y lo digo porque lo pienso y lo siento así realmente, créeme, por favor.
– Si tú ves las cosas de esa manera…
– Las prefiero así, también, para serte muy sincera. Y las prefiero así porque además me parece mucho más lindo que sólo el cariño nos una. Un inmenso cariño mutuo y absolutamente nada más. ¿No te parece mucho más lindo, así?
– Bueno, tal como lo pones, por supuesto que suena mucho más lindo.
– ¿Entonces?
– No, nada. Entonces, nada, Natalia.
El verano terminaba y también su mes de vacaciones en la costa, y Carlitos volvía a sumergirse en sus investigaciones en el hospital Pasteur, donde llevaba ya dos años trabajando con un equipo de médicos de reputación mundial. Y olvidaba por completo su idea del matrimonio con Natalia, hasta el próximo verano, en que volvía a ver a Jaime y Olga Grau y la idea volvía a rondarle la mente y a parecerle sumamente atractiva y hermosa. Este era, pues, el primer inconveniente que tenía para Natalia la presencia de esos seres tan queridos. Porque no era el recuerdo de su primer matrimonio el que la hacía rechazar de lleno toda posibilidad de casarse con Carlitos. Era la diferencia de edad, que día a día pesaba más sobre su ánimo, a pesar de la maravilla que había resultado, a todo nivel, su vida con él. Pero la idea de envejecer a su lado empezaba a resultarle cada día más odiosa, y, aunque lo disimulaba a la perfección y se sentía aún muy joven y bella, dieciséis años de diferencia eran muchos y Natalia se preguntaba constantemente, en sus momentos de soledad, si tendría la lucidez para ponerle punto final al sueño cumplido que era su vida, un segundo antes de que empezara a convertirse en una pesadilla, al menos para ella. Y ésta era la verdadera razón por la cual rechazaba cualquier posibilidad de casarse con el hombre que tanto amaba, y también el primer inconveniente -totalmente involuntario, por cierto- que significaba la visita de sus amigos Olga y Jaime.
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