– Los pobres chicos esos como que no estaban preparados, Natalia -le comentó Olga Henstridge, una mujer sensible, exquisita y bondadosa como pocas, agregando-: Tal vez debería haber dejado aquella historia para otra oportunidad.
– No te preocupes, Olga -le dijo Natalia, que andaba furiosa con los mellizos, porque acababan de terminar un nuevo padrón, pero de los primeros contribuyentes de la república, esta vez, para no verse envueltos en más líos de refinamientos genuinos, y más bien elegir a sus parejas en dinero contante y sonante. Y a Carlitos lo tenían loco con lo de las llamadas telefónicas.
– Son cosas de chicos, Natalia.
– De acuerdo, pero, sin querer queriendo, a mi Carlitos me lo van a convertir en un alcahuete profesional.
– Qué cosas dices, por favor, Natalia…
– No se. A veces me pongo muy nerviosa con esos tipos. Y es que Carlitos no tiene más amigos que ellos.
– Y a mí, ellos, en cambio, me dieron pena desde el primer día.
Se notó, sí, y a gritos, que a Olga le habían dado mucha pena los mellizos Céspedes y su desesperado arribismo. Natalia lo recordaba. A Olga le dio tanta pena lo del té tan agradable y la mantequilla tan de mi agrado y la mermelada me sumo al agrado, que aquella tarde posó larga e intensamente sus retinas sobre los mellizos, pero el asunto no surtió efecto alguno, y los tipos, ay, siguieron siempre exactos a sí mismos y sumamente agradados.
Todo lo contrario sucedía en cambio con Silvina y Talía, que eran dos chicas muy bonitas, sí, pero que cada vez que su papá las miraba devenían en realmente preciosas, ante la atónita mirada de los mellizos, que tontos no eran, la verdad, porque esa misma noche de la primera cita en casa de don Jaime Grau, mientras regresaban a la calle de la Amargura, e, incluso, a escondidas uno del otro, le posaron una intensa mirada a todo lo largo y ancho, y, muy en especial, al sector en que quedaba su casa, con la vana y vaga ilusión de un rápido y genuino contagio, de alguna partícula de belleza contraída en la casa de la Magdalena Vieja, a fuerza de observar esas retinas posadas sobre el mundo, llegando a la metalizada conclusión, totalmente equivocada, por supuesto, de que algo, una ñizca, aunque sea, de salpicadura Rothschild, tenía que haber en aquel asunto de los ojos Grau Henstridge, sus retinas, y sus miradas.
– Es que esos cojudos miran con ojos que han visto al barón Rothschild, Arturo.
– No me cabe la menor duda, Raúl.
Pues Dios y el almirante Grau, sin duda alguna, castigaron a los mellizos, por andar pensando en tanto bien terrenal y ninguno espiritual, ya que el tiempo hizo que Silvina y Talía heredaran lo Grau de don Jaime y lo Henstridge de doña Olga, pero, aunque Arturo y Raúl llegaron a ser amigos genuinos de aquellas muchachas, jamás una mirada de nadie los retinizó de manera alguna, salvo, claro está, la de las chicas Vélez Sarsfield, tan amigas de ellas, que, año tras año, las invitaron siempre a Europa, y que, bueno, sí, y a regañadientes, aceptaron que en el fondo los mellizos eran excelentes estudiantes y que podían llegar a convertirse en grandes médicos, con lo cual dejaron de mirarlos y tratarlos como a un par de cretinos, mas no por efecto de retina alguna, sino porque eran amigas de Silvina y Talía y nosotras somos sumamente respetuosas del parecer de cada cual, y allá nuestras amigas y esos cretinos, finalmente, aunque de mis labios jamás saldrá la palabra cre, Mary, ni de los míos tampoco, Susy…
– Pero si el único cretino en ese trío es Carlitos Alegre -soltó Melanie, sentadita ahí en su sofá gigantesco y de pésimo humor por el asunto aquel de su menstruación ignorada.
Con los diecinueve años cumplidos, a Carlitos Alegre le había salido, o se le había puesto, o le había quedado, y esperemos que no para siempre, una impresionante cara de quince, que realmente torturaba a Natalia, a la vez que le encantaba, porque además el tipo estaba cada día más niño de mirada y de actitud ante el mundo y de despistes y de todo, cada día más entrañable y ocurrente en las escenas de sala, terraza, baño y comedor, cada noche más fogoso, y también ocurrente y entrañable, en las escenas de alcoba y piscina apenas iluminada, cuando todo y todos dormían en el huerto, o se hacían los dormidos hasta los perros, y la señora y su amante parecían un solo fantasmón corriendo por el jardín, rumbo al agua, metido él calatito entre el albornoz blanco de su gran amor, hasta que llegaban al borde de la piscina y ella se levantaba el faldón de toalla blanca y lo dejaba escapar de ahí adentro, de esa total oscuridad, y él exclamaba, ante el borde tentador de la piscina iluminadita, que literalmente lo acababan de dar a luz, y con estas felices palabras se arrojaba muerto de risa a la pileta bautismal erótica.
– ¿Quién soy, amor? ¿Cuál es el nombre de pila y pipí que has escogido para mí? -le preguntaba, luego, chapoteando feliz, ahí en el agua.
– Eternamente Carlitos, Carlitos. Jamás te podría llamar de otra manera, mi amor, mi gran amor niño.
– Imagínate tú todo lo que se imaginarían los discípulos de Freud, si se enteraran de esto. ¡Qué cogitaciones!
– Gigantescos complejos recíprocos de Edipo.
– Y el parto de los montes.
– Eco. El parto de los montes, tú lo has dicho.
– E imagínate si me apellidase Montes…
– Pues todo un caso de predestinación fálico-clitórico-vaginal, o algo por el estilo, qué sé yo.
– Lo de Alegre tampoco debe de parecerles nada mal, a esos tipos.
Todas estas escenas terminaban siempre en la alcoba, a la cual accedían también siempre con un pasaporte falso que Natalia le había conseguido a Carlitos. En fin, cuestión de irse habituando al asunto, de irse acostumbrando, sí, porque Natalia andaba en eso y también en aquello. Y aquello era el arreglo muy importante que estaba efectuando con poderosos hombres de París, para que Carlitos obtuviera además una documentación francesa, francesa y completita, revalidara su primer año de estudios y hasta lo que llevaba del segundo, y continuara su carrera en la Facultad de Medicina de París. Y, en cuanto al Perú, ni una sola falsificación, ni nada, o, bueno, sólo esos veintiún añitos de mentira, y la mayoría de edad también, claro, en un pasaporte extendido con todas las de ley por el propio Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú.
Natalia, sin embargo, se aterraba a veces al mirar a Carlitos y ver la cara de quince años cada día más quince con que regresaba de su misa de seis. Y le daba rabia, a la vez, porque el tipo, cuando abandonaba la camota y la alcoba, era todo un hombre, un hombre hecho y derecho, con sus diecinueve años bien cumplidos, sus orgasmos, de llamar a los bomberos, bien acumulados en la mirada aún ardiente y deseosa, a pesar del sueño y el despertador, con todo su amor a cuestas y el peso de su fogosa virilidad, que incluso lo hacían caminar rumbo al baño como se camina rumbo a los veinte años de edad, y de ahí, de un saltito más, ya ni siquiera doce meses más, a la súper mayoría de edad, hombre hecho y derecho, macho y varón y mi amor. Y se duchaba con esa misma actitud mayor, cantando pésimo, eso sí, destrozando día a día su ya muy alterada versión de Siboney -todo parecido con la realidad era pura coincidencia, la verdad-, aunque cantando con la misma voz ronca y sin gallitos con que luego destrozaba cualquier otra canción mientras se secaba y se vestía. Si, incluso, a veces, cuando del baño regresaba a la cama, bien hombrecito, tarareando el nombre de Natalia para despedirse de su amor, ella hasta sospechaba que había pronunciado el nombre de una china, por qué no, y se ponía como loca de celos, mas sólo hasta que él le daba el beso de despedida de Carlitos Alegre, cuya característica fundamental era la de no tener cuando acabar, por lo distraído y fogoso que era el tipo, incluso a esas horas en que ni las gallinas daban aún señales de vida, pero él ya partía a su misa diaria y lo hacía bien varón y muy dueño de tu dueña, amor mío.
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