Pedro Alarcón - El Niño De La Bola

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El Niño de la bola está considerada entre sus mejores páginas literarias.
Obtuvo un gran éxito editorial y trabajó en ella durante años con la intención de desquitarse del triste destino polémico que le había tocado a El Escándalo. Incluye «un par de crímenes» como ingrediente que, a juicio del autor, no debe faltar en ningún relato romántico. Alarcón sabe captar a la perfección el aliento casi irracional que alimenta esta «tragedia popular», en la que no faltan los elementos costumbristas típicos de sus novelas. El título de su última novela, La pródiga, hace referencia a la protagonista, Julia, en la que encontramos trazos románticos con continuas alusiones a George Sand, cuya vida y el idilio amoroso que mantiene es condenado por el autor y el coro de personajes

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– Pero, señor cura… ¡Eso es tirarse a matar! -exclamó la antigua nodriza-. Anoche se recogió usted a las tantas, muerto de fatiga, después de correr por el campo muchas horas…

– ¡Buscándote! -entrerrenglonó don Trinidad, dando un codazo a Manuel y sin mirarlo.

– Y esta mañana -continuó Polonia- se levantó usted con estrellas, y desde entonces no ha parado un momento, con tantas funciones en la parroquia y tantos jaleos como ha habido en la calle… por culpa de quien yo me sé…

– ¡Qué quieres, hija! -pronunció el cura, haciéndose el chiquito-. ¡No hay más remedio que arrimar el hombro hasta que le toque a uno reventar y caer!… Acuéstate tú y descansa, que también has trabajado hoy mucho… ¡Pobrecita vieja! ¡Cuánto siento proporcionarte estos sinsabores! ¡Conque vamos, señor don Manuel…; usted dirá adónde nos dirigimos primero: si a buscar a un hombre de bien para matarlo, o a enamorar a una madre de familias!…

Manuel seguía en un ángulo de la habitación, vuelto de espaldas a don Trinidad, fijos los ojos en el suelo y estremeciéndose a cada recriminación que se desprendía contra él de aquellos discursos. Sobre todo, las últimas frases del sacerdote, tan sarcásticas y sangrientas, le arrancaron una especie de gemido, cual si le hubiesen llegado al alma.

Polonia replicaba entretanto.

– Pero ¡no se marchará usted sin cenar! Son las diez de la noche, y desde la una de la tarde está usted con el triste puchero, que apenas probó…

– Es muy verdad… Pero ¿qué quieres? Las cosas vienen así…

– ¡Acuérdese usted de que tiene dos perdices estofadas…, que tanto le gustan!

– ¡Ya las huelo…, y, en medio de estos sinsabores, estaba soñando con ellas!… ¡Perdóneme Dios, pero es mi único vicio: cenar bien los días clásicos! Sin embargo, quiero demostrar con un ejemplo a este cobarde que el hombre es dueño de sus pasiones, de sus apetitos, de su voluntad… Dile a la criada que lleve ahora mismo ese par de perdices, y mi pan, y mi almíbar de cabello de ángel, en fin, todo lo que ibas a darme de cenar esta noche, a la pobre viuda del albañil que se mató el otro día… ¡Así celebrará con sus hijos la fiesta de hoy, mientras que a mí me servirá de alimento el pensar en la alegría de esos infelices!

– Pero, niño… -observó el ama a media voz-. ¡Repara en que te vas a caer muerto! Lo de regalar las perdices está bien, y Dios te bendiga por esa idea… Pero toma otra cosa.

– ¡Nada! ¡No ceno! ¡Ya está hecho el sacrificio! ¡Veré esta noche la procesión de las Ánimas…, y Dios querrá premiarme abriéndole el sentido a ese alma de cántaro!

– ¡Esto es demasiado! -gritó Manuel, acercándose a don Trinidad-. ¡Usted se ha propuesto matarme! ¡Usted no tiene lástima de mí!…

– ¡Pues entonces no sé quién la tiene!… -respondió fríamente el sacerdote-. ¿Será acaso el público , que piensa divertirse a tu costa como si fuese al teatro a ver una tragedia?

– Lo que digo… -insistió el joven con ternura- es que cene usted y se acueste…

– En tu mano está el que lo haga… ¡Quédate a cenar y a dormir conmigo! ¡Si no perdices (porque ya no son nuestras), tomaríamos huevos frescos y jamón crudo!, y en cuanto a cama, por ahí debe de andar tu antiguo catre…

– ¡Su cuarto está como lo dejó!… -añadió Polonia con indecible alegría.

– Señor cura, yo tengo que irme a mi casa… -balbuceó Manuel implacablemente.

– ¡Y yo contigo! -repuso don Trinidad, fingiendo buen humor-. ¡Tú mismo te lo dices todo!… Conque vamos andando… Adiós, Polonia: ¡hasta que Dios quiera!

– ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí? -gimió el pobre Venegas, resolviéndose a echar a andar-. ¡Yo no contaba con este hombre!

– Espera un poco… -exclamó don Trinidad, obstruyendo con su cuerpo la puerta del despacho-. Tengo que dar algunos encargos a Polonia.

Manuel se dejó caer en una silla.

Don Trinidad salió con su ama al corredor, y le dijo rápidamente:

– Hay que buscar ahora mismo a la señá María Josefa, en su casa o en la de su hija…

– ¡Ahí la tienes esperándote hace media hora!… -respondió el ama.

– ¡Ah! ¡El cielo me la envía! Voy a hablarle… Quédate tu aquí de centinela, y si ves que mi prisionero piensa escapar, avísame… Pero ¡no le des conversación!

Pocos minutos después, el cura había terminado su conferencia con la madre de Soledad, y estaba de vuelta en la puerta del despacho, diciendo al abatido joven:

– Cuando quieras podemos irnos…

– ¡Quédese usted, don Trinidad!… -expuso Manuel, levantándose y en ademán de súplica.

– ¡No hay don Trinidad que valga…! adonde tú vayas, voy yo: si a tu casa a tu casa… (que es lo mejor que podemos hacer), y si a correrla, a correrla. ¡Ah! Se me olvidaba la alcancía…

Así dijo el denonado cura, y cogiendo los antiguos ahorros del joven, salió resueltamente al corredor, y comenzó a bajar la escalera, no sin exclamar con grandes voces:

– Vamos…, ven…, y dame el brazo, que estoy rendido de fatiga…

Manuel inclinó la frente, y salió en pos de don Trinidad, el cual se aferró a su brazo derecho con tal fuerza, que no hubiera sido fácil determinar quién era el robusto y quién el débil, quién el aprehensor y quién el aprehendido.

Por último, ya desde la puerta de la calle, don Trinidad retrocedió hasta el ojo de patio, llevando y trayendo a Manuel como a un hombre ebrio y gritó fortísimamente:

– ¡Cuidado, Polonia! ¡Que no tardes en enviar las perdices a quien hemos dicho!…

Añadiendo luego en voz baja:

– ¡Y qué buenas deben de estar las pícaras! ¡Esta Polonia guisa como un ángel!

IV. LOS NIÑOS Y LOS VIEJOS

Poquísimas personas encontraron en las calles don Trinidad y Manuel al trasladarse de una casa a otra, y todas ellas se arrimaron a las paredes con no menos susto que respeto, para dejar pasar a aquellos dos maravillosos personajes de que tanto se estaba hablando en toda la ciudad.

No sucedió, empero, lo mismo cuando, llegados a la Plaza Mayor, tuvieron que cruzar por delante de la célebre botica…

Hallábase ésta a medio cerrar, y en la media puerta que aún dejaba paso a la luz de adentro veíase a Vitriolo , quien despedía a sus últimos tertulios, dándoles tal vez instrucciones para el día siguiente.

Tan luego como divisaron y reconocieron a la claridad de la luna el interesante grupo que formaban el cura y Manuel, comenzaron a reír y murmurar en voz baja, y aun los más jóvenes se atrevieron a seguirlos y a pasar casi rozando con ellos, a ver si les cogían alguna frase.

Quedó, sin embargo, defraudada su curiosidad, pues el párroco y su antiguo huésped no hablaron ni una palabra, como tampoco la habían hablado en todo el camino, y de este modo penetraron al fin en la antigua Casa del Chantre .

Profusamente alumbrada la tenía también aquella noche la etiquetera Basilia, así como abierta de par en par y con toda la servidumbre en ejercicio, a fin de recibir al señor con los honores debidos a sus grandes riquezas y a la sangre real mahometana de que procedía.

El arriero malagueño, alojado allí con sus tres mulas, y resuelto a no marcharse de la ciudad hasta después de la rifa que tanto le elogió el mismo Venegas la tarde anterior, hallábase en el patio, haciendo de portero, y saludó con una profunda reverencia al extraordinario personaje con quien había andado tres largas jornadas sin imaginar que llevaba consigo al terror y asombro de las gentes.

Al pie de la escalera estaba la pérfida Volanta , que no sólo era amiga de Vitriolo , y paniaguda de Soledad y de la señá María Josefa, sino también duende familiar de Polonia y Basilia; lo cual quiere decir que discurría libremente y con salvoconducto por todos los campamentos, como los traidores y los espías. Don Trinidad, hombre de clarísimo instinto, la miró con enojo; pero ella le besó la mano y corrió a ocultarse en las tinieblas como una garduña en su escondrijo.

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