Cecelia Ahern - Si pudieras verme ahora

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En la vida de Elizabeth Egan todo tiene su sitio, desde las tazas para café exprés en su reluciente cocina hasta los muestrario y los botes de pintura de su negocio de diseño de interior. El orden y la precisión le dan una sensación de control sobre la vida y mantienen el corazón de Elizabeth apartado del dolor que sufrió en el pasado. ejercer de madre de su sobrino de seis años al tiempo que saca adelante su empresa es un empleo a jornada completa, que deja poco margen al error y la diversión. Hasta que un día alguien muy singular aparece inesperadamente en sus vidas. El misterioso Ivan es despreocupado, espontáneo y amante de la aventura, todo lo contrario que Elizabeth. Reconoce a su verdadero amor antes de que ella le vea siquiera, y le enseña que la vida sólo merece la pena ser vivida cuando se nos presenta con todo su color y una pizca de desorden. Pero ¿quién es Ivan en realidad? Pícara y por momento profundamente conmovedora, esta novela nos permite recuperar toda la ternura y la emotividad características de la autora de Posdata: Te amo, novela que será llevada al cine con Hillary Swank como protagonista.

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– Aquella noche… -dijo Elizabeth y se le arrasaron los ojos de lágrimas-, quiero darle las gracias.

Tom se limitó a asentir con pesadumbre.

– ¿Ha vuelto a verla desde entonces? -preguntó ella

Tom negó con la cabeza.

– ¿Y cree… cree que la verá? -preguntó Elizabeth con la voz un poco rota.

– No en esta vida, Elizabeth -respondió Tom confirmándole lo que siempre había sabido en lo más hondo de su ser.

– Papá… -susurró Elizabeth para sí y se fue del bar para regresar a la noche fría.

La pequeña Elizabeth se alejó corriendo del pub; notaba cada gota de lluvia que azotaba su cuerpo, el dolor en el pecho cada vez que inhalaba aire frío, y el agua que le salpicaba las piernas al pisar los charcos. Corría hacia casa.

Elizabeth subió al coche dando un pequeño salto y salió a toda velocidad del pueblo hacia el camino recto que conducía a la morada de su padre. Unos faros que venían de frente la obligaron a dar marcha atrás y aguardar a que el coche pasara antes de continuar su viaje.

Su padre lo había sabido todo este tiempo y nunca le había dicho nada. No había querido destrozar sus ilusiones acerca de su madre, a quien ella había tenido siempre en un pedestal. La había considerado un espíritu libre y a su padre le había tenido por una fuerza opresiva, como un cazador de mariposas. Tenía que verle cuanto antes para disculparse, para poner las cosas en su sitio.

Enfiló de nuevo el camino y se topó con un tractor que avanzaba hacia ella resoplando, cosa inaudita a tan altas horas. Retrocedió una vez más hasta la entrada del camino. Pero su creciente impaciencia la empujó a abandonar el coche y a ponerse a correr. Corrió tanto como pudo por el camino que la llevaba a casa.

– Papá -sollozaba la pequeña Elizabeth mientras corría por el camino de su casa. Lo llamaba con voz cada vez más fuerte y por primera vez aquella noche el viento la ayudó trasladando sus palabras hasta la vivienda.

Se encendió una luz, luego otra y vio que se abría la puerta principal.

– ¡Papá! -gritó todavía más fuerte y corrió aún más deprisa.

Brendan estaba sentado ante la ventana del dormitorio tomando a sorbos una taza de té con la vista perdida en la noche oscura, esperando con toda su alma que la visión que estaba aguardando se dignara aparecer. Las había ahuyentado a todas, había hecho exactamente lo contrario de lo que deseaba y él era el único culpable. Lo único que podía hacer era esperar. Esperar a que una de sus tres mujeres apareciera. Aunque una de ellas, lo sabía a ciencia cierta, nunca podría ni querría regresar.

Un movimiento a lo lejos atrajo su atención y se enderezó en el asiento como un perro guardián. Una mujer corría hacia él, su melena negra flotaba tras ella, su imagen se desdibujaba por culpa de la lluvia que arremetía contra la ventana y chorreaba por el cristal.

Era ella.

La taza y el platillo se le cayeron al suelo y se levantó derribando la silla hacia atrás.

– Gránnie -susurró.

Agarró el bastón y se dirigió, tan deprisa como le permitieron las piernas, a la puerta principal. La abrió y forzó la vista en la noche tormentosa para ver a su esposa.

Oyó los lejanos jadeos de la mujer que corría.

– Papá -le oyó decir.

No, imposible que estuviera diciendo eso, su Gránnie no diría eso.

– Papá -oyó sollozar otra vez.

Esos sonidos le hicieron retroceder más de veinte años en el tiempo. Era su niña, su niña que corría otra vez hacia casa bajo la lluvia porque le necesitaba.

– ¡Papá! -volvió a gritar Elizabeth.

– Estoy aquí -respondió Brendan, en voz baja al principio y luego a voz en cuello-. ¡Estoy aquí!

Oyó que su hija lloraba, la vio abrir la verja chirriante, calada hasta los huesos, y tal como hiciera veinte años atrás tendió los brazos para recibirla con un fuerte abrazo.

– Estoy aquí, no te preocupes -la tranquilizó dándole palmaditas en la cabeza y meciéndola-. Papá está aquí.

Capítulo 38

El día del cumpleaños de Elizabeth, su jardín parecía la escena de la merienda del Sombrerero Loco en el País de las Maravillas. Había dispuesto una mesa larga en medio del jardín decorada con un mantel rojo y blanco. Cubriendo cada centímetro de la mesa había un fabuloso despliegue de fuentes con salchichas de aperitivo, patatas fritas, ganchitos al queso, picos de pan, salsas, emparedados, ensaladas, fiambres y dulces. El jardín estaba podado a conciencia, habían plantado flores nuevas y el aire olía a hierba recién cortada mezclada con el aroma procedente del rincón de la barbacoa. El día era caluroso, el cielo de un azul añil sin una nube a la vista, las colinas de los alrededores de un intenso verde esmeralda, las ovejas que en ellas pastaban parecían copos de nieve y a Ivan le dolía en lo más vivo tener que abandonar un lugar tan hermoso y a la gente que había en él.

Elizabeth salió apresurada de la cocina.

– Ivan, me alegra mucho que hayas venido.

– Gracias. -Ivan sonrió y se volvió para saludarla-. ¡Caramba, estás preciosa! -Se quedó boquiabierto. Elizabeth llevaba un sencillo vestido de verano de lino blanco que realzaba con suma elegancia el tono oliváceo de su piel; lucía la larga melena ligeramente rizada y suelta por encima de los hombros-. Date una vuelta para que te vea bien -dijo Ivan, aún sorprendido por su aspecto. Sus rasgos se habían suavizado y todo en ella parecía más amable.

– Dejé de dar vueltas ante los hombres a los ocho años. Y basta de mirarme embobado, hay mucho que hacer -le espetó ella.

Bueno, quizá no todo en ella fuese más amable.

Elizabeth echó un vistazo al jardín con los brazos en jarras como si estuviera de patrulla.

– Bien, deja que te enseñe cómo lo he organizado.

Agarró a Ivan del brazo y tiró de él hacia la mesa.

– Cuando los invitados entren por la verja lateral vendrán primero aquí. Recogerán las servilletas, platos y cubiertos y continuarán por ahí. -Avanzó sin soltarle el brazo y hablando deprisa-. Cuando lleguen aquí, tú estarás detrás de esta barbacoa en la que asarás lo que elijan de esta selección. -Señaló una mesa auxiliar con fuentes llenas de carne-. La de la izquierda es la carne de soja y la de la derecha la normal. No las confundas.

Ivan abrió la boca para protestar, pero ella levantó un dedo y prosiguió.

– Entonces, después de coger un panecillo, pasarán a las ensaladas. Por favor, fíjate en que las salsas para las hamburguesas son estas de aquí.

Ivan cogió una aceituna y Elizabeth, sin dejar de hablar, le dio una palmada en la mano haciendo que la echara de nuevo al cuenco.

– Los postres están aquí, el té y el café aquí, la leche orgánica en la jarra de la izquierda, la normal en la de la derecha, el aseo entrando por esa puerta a la izquierda y punto. No quiero que vayan de acá para allá por toda la casa, ¿entendido?

Ivan asintió con la cabeza.

– ¿Alguna pregunta?

– Sólo una. -Cogió una aceituna y se la metió en la boca sin darle tiempo a arrebatársela-. ¿Por qué me cuentas todo esto?

Elizabeth puso los ojos en blanco.

– Porque -se secó las manos sudorosas con una servilleta- nunca he dado una recepción como ésta y puesto que tú eres quien me ha metido en este berenjenal, tendrás que ayudarme.

Ivan se echó a reír.

– Elizabeth, lo harás la mar de bien, pero te aseguro que ponerme a cargo de la barbacoa no es una buena idea.

– ¿Por qué? ¿Es que no hacéis barbacoas en Aisatnaf? -preguntó Elizabeth con sarcasmo.

Ivan hizo caso omiso de su comentario.

– Oye, hoy no necesitas reglas ni horarios. Deja que la gente haga lo que quiera, que deambulen por el jardín, que alternen con todo el mundo y que elijan lo que quieran comer por sí mismos. ¿Qué más da si empiezan por la tarta de manzana?

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