Al llegar, Elizabeth no vio ni rastro de la asistenta que había contratado para su padre. Encontró la granja desordenada, polvorienta, maloliente y húmeda, y después de pasar dos días fregando se dio por vencida al darse cuenta de que ningún producto de limpieza devolvería el brillo a la casa. Cuando su madre se fue, se llevó el brillo con ella.
Saoirse se había mudado de la granja a una casa con un grupo de desconocidos con quienes había trabado amistad estando de acampada en un festival de música. Al parecer, lo único que hacían era sentarse en corro junto a la torre cercana al pueblo, tumbarse en la hierba con sus melenas y barbas, rasguear la guitarra y cantar canciones sobre el suicidio.
Elizabeth sólo había conseguido pescar a su hermana dos veces durante su estancia. El primer encuentro fue muy breve. El día de la llegada de Elizabeth ésta recibió una llamada de la única tienda de ropa femenina de Baile na gCroíthe. Tenían retenida a Saoirse tras haberla sorprendido robando camisetas. Elizabeth se personó en el establecimiento, se deshizo en disculpas, pagó las camisetas y en cuanto salieron a la calle Saoirse enfiló de nuevo hacia las colinas. La segunda vez que se encontraron duró sólo lo justo para que Elizabeth prestara un poco de dinero a Saoirse y quedara para almorzar con ella al día siguiente, almuerzo que Elizabeth terminó tomando sola. Al menos la alegró constatar que Saoirse por fin había engordado un poco. Tenía la cara más llena y su ropa no parecía que colgara de sus huesos como antaño. Tal vez vivir sola le estuviera haciendo bien.
Noviembre en Baile na gCroíthe era un mes solitario. Los jóvenes del lugar estaban fuera estudiando en el instituto y la universidad, los turistas estaban en su casa o visitando otros países, las tiendas estaban vacías y silenciosas, unas cerradas y las demás haciendo lo posible para ir tirando. El pueblo se veía gris, frío y lóbrego, pues aún no habían crecido las flores que alegrarían las calles. Era como un pueblo fantasma. Pero Elizabeth estaba contenta de haber regresado. A su reducida familia quizá le importase un comino que estuviera en casa o no, pero así supo con absoluta certeza que no podía pasarse la vida preocupada por ellos.
Mark y Elizabeth avanzaron con la cola. Sólo tenían una persona delante y entonces ya serían libres. Libres de coger su vuelo a Dublín para desde allí proseguir hasta Nueva York.
El teléfono de Elizabeth sonó y el estómago se le encogió instintivamente.
Mark se volvió de inmediato.
– No contestes.
Elizabeth sacó el teléfono del bolso y miró el número.
– No contestes, Elizabeth -insistió él con voz firme y seria.
– Es un número irlandés.
Elizabeth se mordió el labio.
– No lo hagas -dijo Mark con ternura.
– Pero puede que haya ocurrido al…
El teléfono dejó de sonar. Mark sonrió aliviado.
– Bien hecho.
Elizabeth sonrió débilmente y Mark se volvió de cara al mostrador de facturación. Dio un paso al frente para acercarse al mostrador y al hacerlo volvió a sonar el teléfono.
Era el mismo número.
Mark estaba hablando con la mujer de detrás del mostrador, tan simpático y encantador como de costumbre. Elizabeth estrujó el teléfono con la mano mirando el número de la pantalla hasta que desapareció y el aparato dejó de sonar; después emitió un par de pitidos anunciando un mensaje de voz.
– Elizabeth, esta señorita necesita tu pasaporte -dijo Mark dándose la vuelta. Se le demudó el semblante.
– Sólo estoy escuchando los mensajes -dijo Elizabeth enseguida, y se puso a revolver el bolso en busca de su pasaporte, con el teléfono pegado a la oreja.
– Hola, Elizabeth, soy Mary Flaherty. Llamo desde la sala de maternidad del Hospital de Killerney. Tu hermana Saoirse ha ingresado con dolores de parto. Es un mes antes de lo previsto, como sabrás, así que Saoirse ha querido que te llamáramos para hacértelo saber por si querías estar aquí con ella…
Elizabeth no oyó el resto. Se quedó allí clavada. ¿Dolores de parto? ¿Saoirse? Si ni siquiera estaba embarazada. Volvió a poner el mensaje pensando que quizá fuese un número equivocado, haciendo caso omiso de las súplicas de Mark para que le diera el pasaporte.
– Elizabeth -dijo Mark en voz alta interrumpiendo sus pensamientos-, el pasaporte. Estás haciendo esperar a todo el mundo.
Elizabeth se volvió y la saludó una fila de rostros enojados.
– Lo siento -susurró pasmada, temblando de la cabeza a los pies.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Mark, de cuyo semblante se desvanecía el enojo para dar paso a la preocupación.
– Disculpe -llamó la empleada de facturación-. ¿Va a coger este vuelo? -preguntó con tanta educación como pudo.
– Pues… -Elizabeth, presa de la confusión, se frotó los ojos y miró alternativamente la tarjeta de embarque de encima del mostrador y el rostro de Mark-. No, no, no puedo. -Dio un paso atrás y salió de la cola-. Lo siento. -Se volvió hacia los pocos pasajeros que formaban la cola y éstos la miraron con menos severidad-. Lo siento mucho. -Miró a Mark, que seguía en la cola mostrándose muy… muy decepcionado. No decepcionado porque no fuera a viajar con él, sino decepcionado con ella.
– Señor -dijo la señorita entregándole la tarjeta de embarque.
Mark la cogió con ademán distraído y salió muy despacio de la cola.
– ¿Qué ha sucedido?
– Es Saoirse -dijo Elizabeth con un hilo de voz. Se le hizo un nudo en la garganta-. La han llevado al hospital.
– ¿Ha vuelto a beber más de la cuenta? -La preocupación se había esfumado ipsofacto de la voz de Mark.
Elizabeth reflexionó sobre aquella respuesta un buen rato y la vergüenza y el bochorno de no estar enterada del embarazo de Saoirse se adueñaron de ella y le gritaron que mintiera.
– Sí, eso parece. No estoy segura.
Negó con la cabeza tratando de alejar sus pensamientos.
Mark relajó los hombros.
– Oye, lo más probable es que simplemente tengan que hacerle un lavado de estómago otra vez. No es nada nuevo, Elizabeth. Saquemos tu tarjeta de embarque y lo hablamos en la cafetería.
Elizabeth volvió a negar con la cabeza.
– No, no, Mark, tengo que ir -dijo con voz temblorosa.
– Elizabeth, seguramente no será nada -sonrió-. ¿Cuántas llamadas como ésta recibes al cabo del año y siempre acaba siendo lo mismo?
– Puede que esté ocurriéndole algo, Mark.
Algo que una hermana en su sano juicio habría sabido, algo que tendría que haber descubierto.
Mark apartó las manos de la cara de Elizabeth.
– No dejes que te haga esto.
– ¿Hacer qué?
– No dejes que te obligue a elegir su vida por encima de la tuya.
– No seas ridículo, Mark, es mi hermana, forma parte de mi vida. Tengo que cuidar de ella.
– Pese a que ella nunca cuida de ti. Pese a que no podría importarle menos que estés aquí para apoyarla o no.
Fue como un puñetazo en la boca del estómago.
– No, te tengo a ti para que cuides de mí.
Trataba de ponerlo de buen humor, trataba de hacer que todos fueran felices como de costumbre.
– Pero no puedo hacerlo si no me dejas -protestó Mark. La pena y el enojo le ensombrecieron la mirada.
– Mark -Elizabeth intentó reír sin conseguirlo-, te prometo que cogeré el primer vuelo que pueda. Sólo necesito averiguar qué ha sucedido. Piénsalo. Si se tratara de tu hermana ya te habrías marchado de este aeropuerto hace rato, estarías a su lado mientras hablamos y no te habrías detenido ni un instante a pensar en tener esta estúpida conversación.
– Entonces ¿qué demonios haces aún aquí? -repuso Mark con frialdad.
El enojo y el llanto anidaron en Elizabeth de repente. Agarró su maleta y se alejó de él. Salió del aeropuerto y fue a toda prisa hasta el hospital.
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