Estaba cansada de abrazar almohadas, de confiar en las mantas para darse calor y de revivir momentos románticos sólo en sueños. Estaba cansada de esperar que cada día transcurriera deprisa para pasar al siguiente. De esperar que fuese un día mejor, un día más fácil. Pero nunca lo era. Trabajaba, pagaba las facturas y se acostaba, pero nunca dormía. Cada mañana la carga que pesaba sobre sus hombros era mayor y cada mañana deseaba que anocheciera cuanto antes para poder regresar a la cama y abrazarse a sus almohadas y envolverse en el calor de sus mantas.
Miró al amable desconocido de ojos azules que la estaba observando y vio más preocupación en aquellos ojos que en los de cualquier otra persona que ella hubiese conocido hasta entonces. Deseaba decirle cómo se sentía, deseaba oírle decir que todo iría bien, que no estaba sola y que todos vivirían felices y comerían perdices y… se interrumpió. Los sueños, los deseos y las esperanzas eran poco realistas. Debía impedir que la mente la llevara por aquellos derroteros. Tenía un buen trabajo y ella y Luke gozaban de buena salud. Eso era cuanto necesitaba. Levantó la vista hacia Ivan y pensó sobre cómo contestar a su pregunta. ¿Estaba bien?
Ivan bebió un sorbo de leche.
Elizabeth sonrió y se echó a reír, ya que encima del labio le había quedado un bigote blanco tan grande que le llegaba hasta las ventanas de la nariz.
– Sí, gracias, Ivan, estoy bien.
Él no parecía tenerlas todas consigo mientras se limpiaba la boca y, tras estudiarla un ratito, reanudó la conversación.
– Así pues, eres diseñadora de interiores.
Elizabeth frunció el ceño.
– Sí. ¿Cómo lo sabes?
Los ojos de Ivan chispearon maliciosos.
– Lo sé todo.
Elizabeth sonrió.
– Como todos los hombres. -Miró la hora-. No me explico por qué tarda tanto Sam. Seguro que tu esposa ya estará pensando que os he raptado a los dos.
– Oh, no estoy casado -contestó Ivan enseguida-. Chicas, ¡puf!
Hizo una mueca.
Elizabeth se rió.
– Lo siento, no sabía que tú y Fiona no seguíais juntos.
– ¿Fiona? -Ivan parecía confundido.
– ¿La madre de Sam? -preguntó Elizabeth sintiéndose estúpida.
– Ah, ¿ella? -Ivan hizo otra mueca-. Ni hablar. -Se inclinó hacia delante en el sofá de piel y éste crujió bajo sus téjanos. Un ruido que Elizabeth conocía-. ¿Sabes?, le encanta preparar ese espantoso plato de pollo. La salsa echa a perder la carne de pollo, en serio.
Elizabeth se encontró riendo de nuevo.
– Ésa es una razón poco frecuente para que no te guste alguien. -Aunque curiosamente Luke se había quejado de lo mismo después de cenar en casa de Sam durante el fin de semana.
– No, si te gusta el pollo es una razón de peso -respondió Ivan con sinceridad-. El pollo es con mucho mi plato favorito -agregó sonriendo.
Elizabeth asintió con la cabeza tratando de aguantarse la risa.
– Bueno, desde luego mi carne de ave favorita.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Elizabeth rompió a reír otra vez. Sin duda Luke había copiado algunas de sus frases.
– ¿Qué pasa?
Ivan sonrió de oreja a oreja mostrando una dentadura blanca y reluciente.
– Eres tú -dijo Elizabeth tratando de serenarse y controlar la risa. No podía creer que estuviera comportándose de aquel modo con un perfecto desconocido.
– ¿Qué pasa conmigo?
– Eres divertido.
Elizabeth sonrió.
– Eres preciosa -dijo Ivan con calma y ella volvió a mirarle sorprendida.
Se ruborizó. ¿Cómo se atrevía a decirle algo semejante? Hubo otro silencio por parte de ella mientras se preguntaba si tenía que ofenderse o no. La gente no acostumbraba hacer tales comentarios a Elizabeth. No sabía cómo se suponía que debía reaccionar.
Miró de reojo a Ivan y la intrigó ver que no se mostraba en absoluto perplejo ni avergonzado. Como si para él fuese normal decir esas cosas. Para un hombre como él seguramente lo era, pensó con cinismo. Un seductor, eso era lo que era. Aunque por más que lo mirara con forzado desdén, en realidad no conseguía creérselo. Aquel hombre no sabía nada acerca de ella, la había conocido hacía escasos diez minutos, le había dicho que era preciosa y sin embargo seguía sentado en su sala de estar como si fuese su mejor amigo, inspeccionando la habitación como si fuese el lugar más interesante que había visto en su vida. Era de natural muy afable, resultaba muy fácil hablar con él y escucharle, y a pesar de haberle dicho que era guapa sentada allí con su ropa vieja, los ojos enrojecidos y el pelo grasoso, lo cierto era que no la incomodaba lo más mínimo. Cuanto más se prolongaba el silencio más claro tuvo que simplemente le había hecho un cumplido.
– Gracias, Ivan -dijo Elizabeth educadamente.
– Gracias a ti.
– ¿Por qué?
– Has dicho que yo era divertido.
– Ah, sí. Bueno…, de nada.
– No suelen hacerte cumplidos, ¿verdad?
Elizabeth tendría que haberse levantado en aquel preciso instante y ordenarle que saliera de su sala de estar por ser tan entrometido, sin embargo no lo hizo porque por más que pensara que técnicamente, según sus propias reglas, debería sentirse molesta, la verdad era que no lo estaba. Suspiró.
– No, Ivan, más bien no.
Él le sonrió.
– Bueno, pues que éste sea el primero de muchos.
La miró fijamente y a Elizabeth comenzaron a temblarle los párpados por haberle sostenido la mirada tanto rato.
– ¿Sam duerme contigo esta noche?
Ivan puso los ojos en blanco.
– Espero que no. Para ser un crío de sólo seis años, no te imaginas cómo ronca.
Elizabeth sonrió.
– Seis años son bastantes a… -Se interrumpió y tomó un trago de café.
Ivan enarcó las cejas.
– ¿Cómo dices?
– Nada -masculló Elizabeth. Mientras Ivan seguía estudiando la habitación Elizabeth le echó otro vistazo por el rabillo del ojo. Le costaba calcular qué edad tenía. Era alto y musculoso, viril pero con un encanto juvenil. Estaba confundida. Decidió salir de dudas.
– Ivan, hay algo que me tiene confundida.
Tomó aliento para hacer la pregunta.
– Pues no lo estés. Nunca estés confundida.
Curiosamente, Elizabeth frunció el ceño y sonrió a la vez. Hasta su propio rostro estaba confundido ante semejante declaración.
– De acuerdo -dijo despacio-. ¿Te importa que te pregunte qué edad tienes?
– No -contestó Ivan alegremente-. No me importa lo más mínimo.
Silencio.
– ¿Y bien?
– ¿Y bien qué?
– ¿Qué edad tienes?
Ivan sonrió.
– Digamos que una persona me ha dicho que tengo la misma edad que tú.
Elizabeth se rió. Ya lo había supuesto. Obviamente Ivan no se había librado de los comentarios poco sutiles de Luke.
– Los niños te mantienen joven, Elizabeth. -Su voz se volvió seria, sus ojos profundos y meditabundos-. Mi trabajo consiste en cuidar de los niños, ayudarlos a crecer y brindarles apoyo.
– ¿Eres asistente social? -preguntó Elizabeth.
Ivan lo meditó.
– Puedes llamarme asistente social, amigo íntimo profesional, consejero… -Extendió las manos y se encogió de hombros-. Los niños son quienes saben exactamente lo que está ocurriendo en el mundo, ¿sabes? Ven más cosas que los adultos, creen en más cosas, son sinceros y siempre te harán saber a qué debes atenerte, cuál es tu posición.
Elizabeth asintió con la cabeza. Saltaba a la vista que Ivan adoraba su trabajo, como padre y como asistente social.
– Resulta muy interesante, ¿sabes? -Él volvió a inclinarse hacia delante-. Los niños aprenden muchísimo más deprisa que los adultos. ¿Adivinas por qué?
Elizabeth supuso que existía alguna explicación científica, pero negó con la cabeza.
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