Y por la mañana Camille nos echó a los dos a la calle, equipaje incluido. La cosa empezó cuando llamamos a Roy Johnson, el Roy de Denver, y le hicimos venir con cervezas, mientras Dean cuidaba de la niña y lavaba los platos y la ropa en el patio, aunque todo lo hizo muy mal debido a la excitación. Johnson aceptó llevarnos a Mili City a ver a Remi Boncoeur. Camille volvió de su trabajo en la consulta de un médico y nos dedicó la triste mirada de una mujer atosigada. Intenté demostrar a la desgraciada chica que yo carecía de malas intenciones con respecto a su vida familiar y la saludé cordialmente y le hablé con el mayor cariño del que era capaz, pero ella se dio cuenta de que era una artimaña y una artimaña que había aprendido de Dean, y sólo me respondió con una triste sonrisa. Aquella misma mañana hubo una escena terrible: ella estaba tumbada en la cama llorando, y en medio de esto, de repente, tuve unas ganas tremendas de ir al cuarto de baño, y el único modo de hacerlo era atravesar la habitación de Camille.
– ¡Dean! ¡Dean! -grité- ¿Dónde está el bar más cercano?
– ¿Bar? -dijo Dean sorprendido; estaba lavándose las manos en el grifo de la cocina y pensó que quería emborracharme. Le conté lo que pasaba y me dijo-. Vete al cuarto de baño, ella hace eso todo el tiempo.
No, no podía ir. Así que salí en busca de un bar; subí y bajé por Russian Mili, recorrí cuatro bloques y sólo encontré lavanderías, tintorerías, heladerías y salones de belleza. Volví a la desvencijada casa. Se estaban chillando uno al otro cuando me deslicé por la habitación con una débil sonrisa y me encerré en el cuarto de baño. Pocos minutos después Camille estaba tirando las cosas de Dean por el suelo de la sala de estar y diciendo que las recogiera y se largara. Para mi asombro, vi un óleo de cuerpo entero de Galatea Dunkel encima del sofá. De pronto comprendí que todas estas mujeres se pasaban meses solas, meses exclusivamente femeninos, hablando de las locuras de sus maridos. Oí las carcajadas maniáticas de Dean por toda la casa junto con el llanto de la niña. Lo siguiente que vi fue a Dean caminando por la casa como Groucho Marx con su dedo enfermo envuelto en una enorme venda blanca y mantenido en alto igual que un faro qu se mantiene inmóvil por encima del furor de las olas. Volví a ver su destrozado baúl con calcetines y ropa interior sucia asomando; se inclinaba encima de él y arrojaba dentro todo lo que encontraba. Después sacó su maletín, el maletín más trillado de todos los EE. UU. Era de cartón y tenía dibujos para que pareciera de cuero. Tenía además una enorme raja; Dean lo ató con una cuerda. Después cogió su bolsa de marinero y metió más cosas en ella. Yo cogí mi saco, lo llené con mis cosas, y mientras Camille seguía tumbada en la cama diciendo:
– ¡Mentiroso! ¡Mentiroso! ¡Mentiroso! -salimos de la casa y caminamos calle abajo en busca de un tranvía: éramos una masa de hombres y equipaje con aquel enorme pulgar vendado levantado en el aire.
Aquel pulgar se convirtió en el símbolo de la evolución final de Dean. Ya no decía que todo se la sudaba (como antes), ahora además en principio todo le importaba; es decir, todo le daba igual y formaba parte del mundo y no podía evitarlo. Me detuvo en medio de la calle.
– Tío, ahora estoy seguro de que estás realmente intrigado; acabas de llegar a la ciudad y te echan a la calle el primer día y te preguntarás lo que he hecho para que nos pase esto junto con todos los demás terribles acontecimientos. ¡Ji-ji-ji! Pero ahora mírame. Por favor, Sal, mírame.
Le miré. Llevaba una camiseta, unos pantalones rotos que le colgaban por debajo de la barriga, unos zapatos muy viejos; no se había afeitado, tenía el pelo enmarañado, los ojos inyectados en sangre y aquel tremendo pulgar vendado en alto a la altura del corazón (tenía que mantenerlo de esa manera), y en su cara la mueca más necia que jamás he visto. Anduvo a trompicones y miraba a todas partes.
– ¿Qué es lo que veo? ¡Ah!… el cielo azul, viejo amigo. -Osciló y parpadeó. Se frotó los ojos-. Y las ventanas… ¿te has fijado alguna vez en las ventanas? Hablemos de las ventanas. He visto ventanas auténticamente locas que me miraban, y algunas hasta tienen las persianas bajadas y hacen gestos. -Sacó del saco de marinero un ejemplar de Los misterios de París, de Eugene Sue y, estirándose la camiseta, empezó a leerlo en la esquina de la calle con aire pedante-. Bien, Sal, ahora vamos a saborear todo lo que veamos… -Se olvidó de todo aquello al instante siguiente y miró a su alrededor desorientado. Me alegró haber venido. Dean me necesitaba.
– ¿Por qué te echó Camille? ¿Qué vas a hacer ahora?
– ¿Eh? -respondió- ¿Eh? ¿Eh? -Nos devanamos los sesos pensando adónde ir y qué hacer. Me tocaba decidirlo a mí. Pobre, pobre Dean… ni el propio diablo había caído tan bajo; desconcertado, con el pulgar infectado, rodeado por el destrozado equipaje de su vida febril y sin hogar yendo y viniendo a través de América, era un pájaro perdido-. Vámonos a Nueva York caminando -dijo-, y así podremos enterarnos mejor de todo lo que nos pase por el camino… ¡Sí! ¡Eso es! -saqué mi dinero y lo conté; se lo enseñé.
– Tengo aquí ochenta y tres dólares y algunas monedas -le dije-. Ven a Nueva York conmigo… luego podemos ir a Italia.
– ¿Italia? -se le iluminaron los ojos-. Italia, sí, eso espero, ¿cómo iremos hasta allí, Sal?
– Ganaré algo de dinero -respondí-. Los editores me van a pagar mil dólares. Conoceremos a todas las mujeres chifladas de Roma, de París, de todos aquellos sitios; nos sentaremos en las terrazas de los cafés; viviremos en casas de putas. ¿Por qué no vamos a Italia?
– ¿Por qué no? -añadió Dean, y entonces comprendió que yo estaba hablando en serio y me miró de reojo por primera vez: anteriormente jamás había implicado tan directamente en su intranquila existencia. Su mirada era la de un hombre que considera sus posibilidades de ganar antes de hacer la apuesta. Había triunfo y desafio en sus ojos, era una mirada diabólica, y no apartó sus ojos de los míos durante un largo rato. Yo también le miraba y enrojecí.
– ¿Qué pasa? -y me sentía desconcertado cuando lo dije. No respondió pero siguió mirándome con la misma prudencia insolente.
Traté de recordar todas las cosas que Dean había hecho durante su vida y si había algo que le hiciera sospechar de mí. Le repetí con resolución y firmeza:
– Ven a Nueva York conmigo; tengo dinero.
Volví a mirarle; mis ojos estaban empañados por la turbación y las lágrimas. Seguía con los ojos clavados en mí. Ahora me miraba intensamente y como atravesándome. Probablemente fue el momento crítico de nuestra amistad. De pronto, se dio cuenta de que había pasado unas cuantas horas pensando en él y en sus problemas, y trataba de situar aquello dentro de sus categorías mentales atormentadas y tremendamente confusas. Algo hizo ¡click! en el interior de en ambos. En mí era un súbito interés por un hombre que era unos cuantos años más joven que yo, en concreto cinco, y cuyo destino se había ligado al mío en el curso de los años anteriores; en él era algo de lo que únicamente pude asegurarme a partir de lo que haría después. Se puso muy contento y dijo que todo estaba arreglado.
– ¿A qué venía esa mirada? -le pregunté. Le entristeció oírme. Frunció el entrecejo. Era extraño que Dean lo frunciera. Los dos nos sentíamos perplejos e inseguros con respecto a algo. Estábamos allí de pie en la cima de una colina de San Francisco un día de sol; nuestras sombras se alargaban sobre la acera. De una de las casas próxima a la de Camille salieron once griegos, hombres y mujeres, que al momento se pusieron en fila sobre el soleado pavimento mientras otro retrocedía por una estrecha calleja y les sonreía con una cámara de fotos en la mano. Quedamos boquiabiertos ante aquella gente que celebraba la boda de una de sus hijas, probablemente la milésima de una ininterrumpida sucesión de morenas generaciones sonriendo bajo el sol. Estaban bien vestidos, y nos parecían extraños. Dean y yo podíamos haber estado en Chipre y todo hubiera sido igual. Las gaviotas volaban por encima de nosotros en el aire reluciente.
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