– ¿Qué le pasa a tu mujer? -pregunté.
– Cada vez está peor, tío -me respondió-. Llora y coge rabietas sin parar, no me deja ir a ver a Slim Gaillard, se enfada siempre que llego un poco tarde, y cuando me quedo en casa no quiere hablar conmigo y dice que soy un animal -corrió arriba para calmarla.
– ¡Eres un mentiroso! ¡Eres un mentiroso! -le oí gritar a Camille y aproveché la oportunidad para examinar la maravillosa casa que tenían.
Era un edificio destartalado de dos pisos, una especie de pabellón de madera situado entre otros edificios de apartamentos, junto en la cima de Russian Hill, con vistas a la bahía; tenía cuatro habitaciones, tres arriba y una especie de sótano con la cocina abajo. La puerta de la cocina daba a un patio cubierto de yerba donde había ropa colgada. Detrás de la cocina había un trastero donde todavía estaban los viejos zapatos de Dean cubiertos por varios centímetros del barro tejano que había quedado pegado a ellos aquella noche en que el Hudson se atascó en el río Brazos. Naturalmente, el Hudson había desaparecido; Dean no había podido seguir pagando los plazos. Ahora no tenía coche. Su segundo hijo estaba en camino. Era horrible oír sollozar así a Camille. No podíamos soportarlo y fuimos a comprar unas cervezas y volvimos con ellas a la cocina. Camille había decidido irse a dormir por fin o al menos a pasar la noche a oscuras. Yo no comprendía lo que iba tan mal, a menos que Dean la hubiera vuelto loca.
Después de mi última partida de Frisco, Dean se había vuelto loco de nuevo por Marylou y pasó meses acechando su apartamento en Divisadero, donde todas las noches recibía a un marinero distinto y él atisbaba por la ranura del correo y veía la cama. Por las mañanas veía a Marylou toda abierta de piernas con un tipo al lado o encima. Necesitaba pruebas absolutas de que era una puta. La amaba, estaba loco por ella. Finalmente, consiguió algo de mandanga verde, como se llama entre los entendidos (verde, es decir, marijuana sin curar). Llegó a sus manos por casualidad y fumó demasiado.
– El primer día -me dijo-, quedé rígido como una tabla encima de la cama y no me podía mover ni hablar; sólo podía mirar al vacío con los ojos muy abiertos. La cabeza me zumbaba y veía todo tipo de cosas en un tecnicolor maravilloso y me sentía de puta madre. El segundo día vino todo a mí, TODO lo que había hecho o conocido o leído u oído o pensado volvió a mí y se fue reordenando en mi cabeza con una lógica nueva y como no podía pensar en nada debido a mi preocupación interior por retener y alimentar el asombro y gratitud que sentía, decía sin parar: «Sí, sí, sí, sí». No muy alto. Sólo era un «Sí» auténtico, tranquilo; y estas visiones de la tila verde duraron hasta el tercer día. Por entonces ya lo había comprendido todo, mi vida entera estaba decidida, sabia que amaba a Marylou, sabía que tenía que encontrar a mi padre estuviera donde estuviera y salvarle, sabía que eras mi mejor amigo, etcétera. Sabía que Carlo es algo grande. Sabía miles de cosas respecto a todo y todos. En esto, el tercer día, empecé a tener una terrible serie de pesadillas y eran tan absolutamente terribles y pavorosas y verdes que lo único que podía hacer era estar doblado con las manos en las rodillas diciendo: «¡Oh, oh, oh, ah, oh!»… Los vecinos me oyeron y llamaron a un médico. Camille estaba fuera con la niña, había ido a visitar a su familia. Todo el vecindario intervino. Entraron y me encontraron en la cama con los brazos estirados y tiesos. Corrí a ver a Marylou con parte de esa tila. Bueno, Sal, pues a ella le ocurrió lo mismo; tuvo las mismas visiones, desarrolló la misma lógica, tomó una decisión definitiva idéntica con relación a todo, la misma visión de todas las verdades en un idéntico conjunto doloroso que provocaba pesadillas y dolor. Entonces me di cuenta de que la quería tanto que necesitaba matarla. Volví a casa y me pegué cabezazos contra las paredes. Fui a ver a Ed Dunkel; está de vuelta en Frisco con Galatea; le pregunté por un tipo que conocemos que tiene una pistola, fui a ver al tipo, cogí la pistola, y volví a casa de Marylou. Miré por la ranura del correo y vi que estaba acostada con un tipo; me retiré vacilando y volví una hora después. Entré sin llamar ni nada y estaba sola… y le di la pistola y le dije que me matara. Tuvo el arma en la mano mucho tiempo. Le supliqué que hiciéramos un dulce pacto de muerte. Ella no quiso. Le dije que uno de los dos tenía que morir. Dijo que no. Me golpeé la cabeza contra la pared. Tío, estaba fuera de mí. Me hizo desistir de ello… te lo puede contar ella misma.
– ¿Y qué pasó después?
– Eso fue hace meses… después de que te fueras. Acabó casándose con un vendedor de coches usados, un hijoputa que ha prometido matarme en cuanto me vea, pero si es necesario y para defenderme me lo cargaré yo a él e iré a San Quintín, Sal, porque en cuanto cometa cualquier otro delito iré a San Quintín para toda la vida… será mi final. A pesar de mi mano y todo. -Me enseñó la mano. Con la excitación no me había fijado que su mano había sufrido un terrible accidente-. Golpeé a Marylou en la sien el veintiséis de febrero a las seis en punto de la tarde… de hecho, eran las seis y diez, lo recuerdo porque tuve que despachar mi trabajo en una hora y veinte minutos… Fue la última vez que nos vimos y la última vez que lo decidimos todo; y ahora escucha esto: el golpe no alcanzó de lleno a Marylou porque ella hizo una finta. No le hizo el menor daño y hasta se rió. Pero mi puño había pegado en la pared y se me fracturó el pulgar, y un médico horrible me arregló los huesos, cosa difícil porque tenía tres fracturas diferentes. Fueron veintitrés horas de sentarse en bancos duros esperando y todo eso, y por fin al escayolarme se me clavó en el dedo una aguja de tracción y por eso en abril, cuando me quitaron la escayola, tenía infectado el hueso y se había producido una osteomielitis que se convirtió en crónica, y tras una operación que fracasó y un mes escayolado de nuevo, tuvieron que amputarme un maldito trozo de la punta del dedo.
Se quitó las vendas y me lo enseñó. Faltaba algo más de un centímetro de carne debajo de la uña.
– Las cosas fueron de mal en peor. Tenía que mantener a Camille y Amy y tenía que trabajar lo más de prisa que podía en Firestone como moldeador, arreglando neumáticos y después levantándolos, y pesaban unos veinticinco kilos, desde el suelo a los coches, y sólo podía utilizar mi mano sana y me golpeaba sin parar la enferma. Total, que se produjo una nueva fractura y tuvieron que arreglarme los huesos de nuevo, y todo se ha infectado otra vez. Así que ahora yo cuido de la niña mientras Camille trabaja. Y así están las cosas. Soy un tipo de primera, un Moriarty genial al que su mujer tiene que ponerle todo los días inyecciones de penicilina que me producen urticaria, porque soy alérgico. Tengo que ponerme sesenta mil unidades del invento de Fleming cada mes y tomar una tableta cada cuatro horas para combatir la alergia que me producen. También tengo que tomar aspirina con codeina para aliviarme el dolor del pulgar. También tengo que ser intervenido quirúrgicamente debido a un quiste de una pierna. El lunes tengo que lavantarme a la seis de la mañana para que me hagan una limpieza de la boca. Encima, tengo que ver a un pedicuro dos veces a la semana. Tengo que tomar jarabe para la tos todas las noches. Tengo que sonarme y sorberme los mocos sin parar para despejarme la nariz que se ha hundido justo debajo del puente en un sitio debilitado por una operación que me hicieron hace años. He perdido el pulgar de mi mejor brazo. El mejor lanzador de la historia del reformatorio estatal de Nuevo México. Y a pesar de todo… a pesar de todo, nunca me he sentido mejor y más tranquilo y más feliz en mi vida que ahora, viendo jugar a los niños al sol y estoy tan contento de verte, mi maravilloso Sal, ya sabes, sé que todo marchará perfectamente. Mañana verás a mi hijita, es guapísima y ya puede andar sola treinta segundos seguidos, pesa diez kilos y mide setenta y dos centímetros. He calculado que es treinta y uno y un cuarto por ciento inglesa, veintisiete y medio por ciento irlandesa, veinticinco por ciento alemana, ocho y tres cuartos por ciento holandesa, siete y medio por ciento escocesa, y cien por cien maravillosa. -Me felicitó cariñosamente porque ya había terminado mi libro que acababa de ser aceptado por los editores y continuó-. Sabemos cómo es la vida, Sal, nos hacemos viejos poco a poco, y seguimos aprendiendo cosas. Comprendo perfectamente lo que me dices de tu vida, siempre he sabido lo que sientes, y ahora estás preparado para unirte a una chica auténticamente maravillosa siempre que consigas encontrarla y cultivarla y logres que se interese por tu alma como yo lo he intentado tan desesperadamente con estas malditas mujeres mías. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! -gritó.
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