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Arturo Pérez-Reverte: La piel del tambor

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Un pirata informático irrumpe clandestinamente en el ordenador personal del Papa. Entretanto, en Sevilla una iglesia barroca se ve obligada a defenderse matando a quienes están dispuestos a demolerla. El Vaticano envía un agente, sacerdote, especializado en asuntos sucios: el astuto y apuesto padre Lorenzo Quart, quien en el curso de sus investigaciones verá quebrantarse sus convicciones e incluso peligrar sus votos de castidad ante una deslumbrante aristócrata sevillana… Estos son solo algunos de los elementos que conforman esta laberíntica intriga donde se dan cita el suspense, el humor y la Historia a lo largo de un apasionante recorrido por la geografía urbana de una de las ciudades más bellas del mundo. «Arturo Pérez-Reverte es el novelista más perfecto de la literatura española de nuestro tiempo.» El País

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– Ahora la lucha es a muerte -continuó, sombrío-. Sin autoridad la Iglesia no funciona: el truco es mantenerla indiscutida y compacta. En esa tarea, la Congregación para la Doctrina de la Fe es un arma tan valiosa que su importancia crece desde los años ochenta, cuando Wojtila adoptó la costumbre de subir cada día al Sinaí a charlar un rato con Dios -la mirada de mastín vagó alrededor, en una pausa cargada de ironía-. El Santo Padre es infalible incluso en sus errores, y resucitar la Inquisición es buen sistema para cerrar la boca a los disidentes. ¿Quién habla ya de Kung, Castillo, Schillebeeck, o Boff?… La nave de Pedro resuelve siempre sus forcejeos históricos silenciando a los díscolos o arrojándolos por la borda. Nuestras armas son las de siempre: la descalificación intelectual, la excomunión y la hoguera… ¿En qué piensa, padre Quart? Lo veo muy callado.

– Siempre estoy callado. Monseñor.

– Es cierto. Lealtad y prudencia, ¿verdad?… ¿O debo emplear la palabra profesionalidad? -había un jocoso malhumor en la voz del prelado-. Siempre esa maldita disciplina que lleva puesta como una cota de malla… Bernardo de Claraval y sus mafiosos templarios habrían hecho buenas migas con usted. Estoy seguro de que, apresado por Saladino, se dejaría rebanar el gaznate antes que renegar de su fe. No por piedad, claro. Por orgullo.

Quart se echó a reír.

– Pensaba en Su Eminencia el cardenal Iwaszkiewicz -concedió-. Ya no hay hogueras -apuró el resto de su vaso-. Ni excomuniones.

Monseñor Spada emitió un gruñido feroz:

– Hay otras formas de arrojar a las tinieblas exteriores. Las hemos practicado incluso nosotros. Usted mismo.

El arzobispo calló, atento a los ojos de su interlocutor cual si lamentase ir demasiado lejos. De todos modos, era muy cierto. En una primera etapa, cuando no estaban en bandos opuestos, el propio Quart había proporcionado a los lobos negros de Iwaszkiewicz los clavos para varias crucifixiones. Volvió a ver ante sí las gafas empañadas, los ojos miopes y asustados de Nelson Corona, las gotas de sudor corriendo por la cara del hombre que una semana más tarde iba a dejar de ser sacerdote y otra semana después iba a estar muerto. De eso mediaban cuatro años, pero el recuerdo seguía nítido en la memoria.

– Sí -repitió-. Yo mismo.

Monseñor Spada advirtió el tono de su agente, pues los ojos veteados lo estudiaron, inquisitivos.

– ¿Corona, todavía? -preguntó con suavidad.

Quart moduló una sonrisa.

– ¿Con franqueza. Monseñor?

– Con franqueza.

– No sólo él. También Ortega, el español. Y aquel otro, Souza.

Habían sido tres sacerdotes vinculados a la llamada Teología de la Liberación, rebeldes a la corriente reaccionaria impulsada desde Roma; y en los tres casos el IOE ofició como perro negro por cuenta de Iwaszkiewicz y su Congregación. Corona, Ortega y Souza eran destacados curas progresistas que ejercían su apostolado en diócesis marginales, barrios muy pobres de Río de Janeiro y Sao Paulo. Gente partidaria de salvar al hombre en la tierra antes que en el reino de los cielos. Al señalársele como objetivos, el IOE puso manos a la obra, tanteando sus puntos débiles para presionar después. Ortega y Souza claudicaron pronto. En cuanto a Corona, una especie de héroe popular de las favelas de Río, azote de los políticos y la policía local, fue necesario enfrentarlo a ciertos equívocos pormenores de su labor apostólica entre jóvenes drogadictos, asunto que durante varias semanas fue cuidadosamente investigado por Lorenzo Quart sin pasar por alto ningún dicen que, vaya usted a saber, o etcétera. Aun así, el sacerdote brasileño se había negado a rectificar. Odiado por la ultraderecha, a los siete días de verse suspendido a divinis y expulsado de su diócesis con foto en primera plana de los diarios, Nelson Corona fue asesinado por los escuadrones de la muerte. Su cuerpo apareció maniatado y con un tiro en la nuca, en un vertedero próximo a su antigua parroquia. Comunista e veado : comunista y maricón, rezaba el cartel que le habían colgado al cuello.

– Escuche, padre Quart. Aquel hombre se apartó del voto de obediencia y de las prioridades de su ministerio, y fue llamado a reconsiderar sus errores. Eso es todo. Después el asunto se fue de las manos; no a nosotros, sino a Iwaszkiewicz y su Santa Congregación. Usted no hizo sino cumplir órdenes. Sólo facilitó las cosas, y no es responsable.

– Con todo el respeto que debo a Su Ilustrísima, sí soy responsable. Corona está muerto.

– Usted y yo conocemos a otros hombres que también han muerto. El financiero Lupara, sin ir más lejos.

– Corona era uno de los nuestros. Monseñor.

– Los nuestros, los nuestros… Nosotros no somos de nadie. Estamos solos. Respondemos ante Dios y ante el Papa -el arzobispo hizo una pausa cargada de intención: los papas morían, y Dios no-. Por ese orden.

Quart miró hacia la puerta como si deseara desentenderse del asunto. Después bajó la cabeza.

– Tiene razón Su Ilustrísima -dijo en tono opaco.

El arzobispo cerró lentamente un puño, igual que si se dispusiera a golpear la mesa; pero lo mantuvo así, enorme, cerrado e inmóvil. Parecía exasperado:

– Oiga. A veces detesto su maldita disciplina.

– ¿Qué debo responder a eso. Monseñor?

– Dígame lo que piensa.

– En situaciones así procuro no pensar.

– No sea idiota. Es una orden.

Quart permaneció callado un instante y después encogió los hombros:

– Sigo creyendo que Corona era uno de los nuestros. Y además un hombre justo.

El arzobispo abrió el puño y alzó un poco la mano.

– Con debilidades.

– Quizás. Lo suyo fue exactamente eso: una debilidad, un error. Y todos cometemos errores.

Paolo Spada se echó a reír, irónico.

– No en su caso, padre Quart. Me refiero a usted. Hace diez años que estoy al acecho de su primer error, y ese día me daré el gusto de recomendarle un buen cilicio, cincuenta azotes y cien avemarías como disciplina -de pronto su tono se volvió ácido-. ¿Cómo logra mantenerse tan disciplinado y tan virtuoso? -hizo una pausa para pasarse la mano por las cerdas del pelo y movió la cabeza sin esperar respuesta-… Pero volviendo al desgraciado asunto de Río, ya sabe que el Todopoderoso escribe a veces con renglones torcidos. Ése fue un caso de mala suerte.

– Ignoro lo que fue. En realidad no me inquieta demasiado, Monseñor; pero es un hecho. Algo objetivo: yo lo hice. Y algún día quizá deba dar cuenta de ello.

– Ese día Dios lo juzgará como a todos nosotros. Hasta entonces, y sólo para cuestiones de trabajo, ya sabe que tiene mi absolución general, sub conditione .

Levantó una de sus grandes manos en gesto de breve bendición. Quart sonreía abiertamente:

– Necesitaría algo más que eso. Además, ¿puede Su Ilustrísima asegurarme que hoy habríamos actuado del mismo modo?

– ¿Se refiere a la Iglesia?

– Me refiero al Instituto para las Obras Exteriores. ¿Le pondríamos ahora en bandeja con tanta facilidad aquellas tres cabezas al cardenal Iwaszkiewicz?

– No lo sé. Francamente, no lo sé. Una estrategia se compone de acciones tácticas -el prelado observó a su interlocutor con brusca atención, interrumpiéndose, el aire inquieto-… Espero que nada de esto tenga relación con su trabajo en Sevilla.

– No la tiene. Al menos eso creo. Pero me pidió que fuese franco.

– Escuche. Usted y yo somos sacerdotes profesionales y no acabamos de caernos de un guindo. Iwaszkiewicz tiene a todo el mundo comprado o atemorizado en el Vaticano -miró alrededor como si el polaco fuese a aparecer por allí de un momento a otro-. Únicamente le falta poner su zarpa sobre el IOE. Ya sólo nos defiende cerca del Santo Padre el secretario de Estado, Azopardi, que fue compañero mío de estudios.

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