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Arturo Pérez-Reverte: La piel del tambor

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Un pirata informático irrumpe clandestinamente en el ordenador personal del Papa. Entretanto, en Sevilla una iglesia barroca se ve obligada a defenderse matando a quienes están dispuestos a demolerla. El Vaticano envía un agente, sacerdote, especializado en asuntos sucios: el astuto y apuesto padre Lorenzo Quart, quien en el curso de sus investigaciones verá quebrantarse sus convicciones e incluso peligrar sus votos de castidad ante una deslumbrante aristócrata sevillana… Estos son solo algunos de los elementos que conforman esta laberíntica intriga donde se dan cita el suspense, el humor y la Historia a lo largo de un apasionante recorrido por la geografía urbana de una de las ciudades más bellas del mundo. «Arturo Pérez-Reverte es el novelista más perfecto de la literatura española de nuestro tiempo.» El País

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– Conocemos sus problemas con monseñor Corvo -dijo Iwaszkiewicz-. Pero el arzobispo es hombre de Iglesia, y sabrá poner el bien superior por encima de sus antipatías personales.

– Todos estamos en la nave de Pedro -se permitió decir monseñor Spada, y Quart comprendió que, a pesar del peligro que suponía compartir tapete con Iwaszkiewicz, el IOE tenía buenas cartas en aquella historia. Ayúdame a jugarlas, decían los ojos del superior.

– El arzobispo de Sevilla ha sido puesto al corriente, por cortesía -comentó el polaco-. Pero usted tiene plena independencia para obtener toda la información necesaria, utilizando no importa qué recursos.

– Legítimos, por supuesto -apuntó de nuevo monseñor Spada.

Se obligó Quart a contenerse para no delatar una sonrisa. Iwaszkiewicz los miraba alternativamente a ambos.

– Eso es -dijo tras un instante-. Legítimos, por supuesto.

Había alzado la mano del anillo para tocarse una ceja y el gesto, en apariencia inocente, parecía contener una advertencia. Tened cuidado con vuestros jueguecitos de club escolar, traslucía aquello. Ríe mejor quien ríe el último, y yo no tengo prisa. Un solo resbalón y seréis míos.

– Usted, padre Quart -prosiguió el cardenal-, tendrá presente que su misión es sólo informativa. Así que mantendrá una neutralidad exquisita. Más tarde, según el material que nos presente, dispondremos actuaciones concretas. De momento, encuentre lo que encuentre allí, evite toda publicidad o escándalo. Con la ayuda de Dios, naturalmente -hizo una pausa para observar el fresco del mar Tirreno y movió la cabeza igual que si leyera en él un mensaje oculto-… Recuerde que en los tiempos que corren no siempre la verdad nos hace libres. Me refiero a la verdad aireada en público.

Extendió la mano del anillo con gesto imperioso, brusco, prieta la línea de los labios y los ojos oscuros y amenazadores fijos en Quart. Pero éste era un buen soldado que escogía a sus amos, así que aguardó justo un segundo más de lo necesario, y sólo entonces se inclinó para poner una rodilla en tierra y besar el rubí rojo del anillo. El cardenal alzó dos dedos de la misma mano e hizo sobre la cabeza del sacerdote una lenta señal de la cruz, que lo mismo podía interpretarse bendición que amenaza. Después abandonó el despacho.

Quart exhaló el aire contenido en los pulmones y se puso en pie, sacudiéndose el pantalón sobre la rodilla puesta en el suelo. Tenía los ojos llenos de preguntas al volverse hacia monseñor Spada.

– ¿Qué opina de él? -inquirió el director del IOE. Había cogido otra vez la plegadera y mostraba una sonrisa preocupada al señalar con ella la puerta por donde se había ido Iwaszkiewicz.

– ¿ Ufficioso o ufficiale , Monseñor?

Ufficioso .

– No me hubiera gustado nada caer en sus manos hace doscientos o trescientos años -respondió Quart.

Su superior acentuó la sonrisa:

– ¿Por qué?

– Bueno. Se diría un hombre muy duro.

– ¿Duro? -el arzobispo miró de nuevo hacia la puerta y Quart vio que la sonrisa se le desvanecía despacio en la boca-. Si no fuese pecar contra la caridad respecto a un hermano en Cristo, yo diría que Su Eminencia es un perfecto hijo de puta.

Bajaron juntos por la escalera de piedra abierta a la Vía del Belvedere, donde aguardaba el coche oficial de monseñor Spada. El arzobispo tenía una cita cerca de la casa de Quart, en Cavalleggeri e Hijos. Cavalleggeri era, desde hacía un par de siglos, el sastre que vestía a toda la aristocracia de la Curia, incluido el Papa. Su taller estaba en la Vía Sistina, junto a la plaza de España, y el arzobispo ofreció a Quart dejarlo en las proximidades. Salieron por la puerta de Santa Ana, y a través de las ventanillas empañadas vieron cuadrarse a los guardias suizos al paso del automóvil. Quart sonrió divertido, pues monseñor Spada no era popular entre los suizos del Vaticano; una investigación del IOE sobre presuntos casos de homosexualidad en la Guardia había terminado con media docena de licenciamientos forzosos. Además, de vez en cuando y para matar el rato, el arzobispo ideaba perversos simulacros a fin de comprobar la seguridad interior; como la infiltración en el Palacio Apostólico de uno de sus agentes, de paisano y provisto de un frasco de supuesto ácido sulfúrico para el fresco de la Crucifixión de San Pedro, en la capilla Paulina. El intruso se hizo una foto con Polaroíd subido a un banco delante de la pintura y con una sonrisa de oreja a oreja, y monseñor Spada la remitió, junto a una nota interior bastante zumbona, al coronel de la Guardia Suiza.

De aquello habían transcurrido seis semanas y aún rodaban cabezas.

– Se llama Vísperas -dijo monseñor Spada.

El automóvil torcía a la derecha y después a la izquierda, tras pasar bajo los arcos de la puerta Angélica. Quart miró la espalda del chofer, separado por una mampara de metacrilato que insonorizaba los asientos traseros del automóvil.

– ¿Es todo lo que saben de él?

– Sabemos que puede ser clérigo, y puede no serlo. Y que tiene acceso a un ordenador conectado a la red telefónica

– ¿Edad?

– Imprecisa.

– Me cuenta poca cosa Su Reverencia.

– No fastidie, hombre. Le cuento lo que hay

El Fíat se abría camino entre el tráfico de la Via della Concihazione. Estaba dejando de llover y el cielo se despejaba un poco hacia el este, sobre las alturas del Pincio. Quart acomodó la raya de su pantalón y miró la esfera del reloj, aunque la hora lo tenía sin cuidado.

– ¿Qué está ocurriendo en Sevilla?

Monseñor Spada observaba la calle con aire distraído. Tardó unos instantes en responder, y lo hizo sin cambiar de postura:

– Hay una iglesia barroca… Vieja, pequeña, ruinosa. Se llama Nuestra Señora de las Lágrimas. Estaba siendo restaurada pero se acabó el dinero y la obra quedó a medias… Por lo visto, el solar esta situado en una zona importante, histórica: Santa Cruz

– Conozco Santa Cruz. Es la antigua judería, reconstruida a principios de siglo. Muy cerca de la catedral y el Arzobispado -Quart le dedicó una mueca al recuerdo de monseñor Corvo-. Un hermoso barrio.

– Debe de serlo, porque la amenaza de ruina en la iglesia y la paralización de las obras despierta pasiones de todo tipo- el ayuntamiento quiere expropiar, y una familia de la aristocracia andaluza, relacionada con un banco, desempolva también no sé que derechos seculares.

Acababan de pasar a la izquierda el castillo de Sant'Angelo y el Fiat avanzaba por el Lungotevere en dirección al puente Umberto I. Quart le echó un vistazo a la parda muralla circular que para él simbolizaba el lado temporal de la Iglesia a la que servía: Clemente VII corriendo, remangada la sotana, a refugiarse allí mientras los lansquenetes de Carlos V saqueaban Roma. Memento morí . Recuerda que eres mortal.

– ¿Y el arzobispo de Sevilla?… Me extraña que no se ocupe él.

El director del IOE miraba la corriente gris del Tíber a través de la ventanilla salpicada de gotas de lluvia.

– Es parte interesada, y aquí no se fían. Nuestro buen monseñor Corvo también pretende especular. En su caso, naturalmente, se trata de los intereses terrenales de la Santa Madre Iglesia… A todo esto, Nuestra Señora de las Lágrimas se cae en pedazos y a nadie interesa arreglarla. Parece más valiosa destruida que en pie.

– ¿Tiene párroco?

La pregunta arrancó un lento suspiro al arzobispo.

– Asombrosamente, sí. Un sacerdote de cierta edad se ocupa de ella. Creo que es individuo conflictivo, y las sospechas sobre la identidad de Vísperas apuntan a él o a su vicario: un joven pendiente de traslado a otra diócesis. Según hemos averiguado, todas sus apelaciones fueron desoídas por nuestro amigo Corvo -monseñor Spada hizo amago de sonreír un poco, con desgana-. No es descabellado pensar que uno de los dos, si no ambos, haya concebido este modo singular de apelación directa al Santo Padre.

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