Margaret Atwood - El cuento de la criada

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En el estado de Gilead las criadas forman un estrato social pensado para conservar la especie. Las mujeres fértiles que integran esta clase, y que destacan por el hábito rojo con que se cubren hasta las manos, desempeñan una función esencial: dar a luz a los futuros ciudadanos de Gilead. Sin embargo, en un mundo antiutópico asolado por las guerras nucleares, gobernado por un código extremadamente severo y puritano, que castiga con la pena de muerte a quien se aparta del sistema y en el cual la mayoría de la población es estéril, engendrar no resulta fácil. Existe siempre el temor al fracaso y la amenaza de la confinación en la isla de seres inservibles más allá de las alambradas que rodean a la ciudad y del alto muro donde cuelgan, para que sirva de ejemplo, los cadáveres de los disidentes.

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A la izquierda del escenario están las que van a ser salvadas: dos Criadas y una Esposa. No es habitual que haya Esposas, y muy a pesar mío miro a ésta con interés. Quiero saber lo que ha hecho.

Han sido colocadas aquí antes de que se abrieran las puertas. Todas están sentadas en sillas plegables de madera, como si fueran estudiantes graduadas que están a punto de recibir un premio. Tienen las manos sobre el regazo, como si las tuvieran cruzadas. Se balancean un poco, probablemente les han dado inyecciones o píldoras, para que no molesten. Es mejor que las cosas transcurran en calma. ¿Estarán atadas a las sillas? Con tanta ropa como llevan, es imposible saberlo.

Ahora la comitiva oficial se acerca al escenario y sube los escalones de la derecha; son tres mujeres: una Tía que va delante y, un paso más atrás, dos Salvadoras vestidas con capas y capuchas negras. Detrás de ellas están las otras Tías. Los murmullos cesan. Las tres mujeres se acomodan y se vuelven hacia nosotras; la Tía queda flanqueada por las dos Salvadoras vestidas de negro.

Es Tía Lydia. ¿Cuántos años hacía que no la veía? Había empezado a pensar que sólo existía en mi imaginación, pero aquí está, un poco más vieja. Desde aquí la veo perfectamente, veo las profundas arrugas a los costados de la nariz, la marca en el entrecejo. Parpadea, sonríe nerviosamente, mira con atención a derecha e izquierda examinando al público, levanta una mano y juguetea con su tocado. A través del sistema de altavoces nos llega un sonido extraño y estrangulado: ella se está aclarando la garganta.

He empezado a tiritar. El odio me llena la boca de saliva.

Sale el sol y el escenario y sus ocupantes se iluminan como un belén. Veo las arrugas debajo de los ojos de Tía Lydia, la palidez de las mujeres que están sentadas, las hebras de la cuerda que está frente a mí, las briznas de hierba. Exactamente delante de mí hay un diente de león del color de una yema de huevo. Estoy hambrienta. Las campanas dejan de repicar.

Tía Lydia se levanta, se alisa la falda con ambas manos y se acerca al micrófono.

– Buenas tardes, señoras -saluda, y se oye el instantáneo y ensordecedor zumbido del sistema de altavoces.

Parece increíble, pero entre nosotras surgen algunas carcajadas. Resulta difícil no reírse, es la tensión y la expresión irritada de Tía Lydia mientras ajusta el sonido. Se supone que esto es algo solemne-. Buenas tarde, señoras -repite, esta vez en tono metálico y apagado. El hecho de que diga señoras, en lugar de niñas, se debe a la presencia de las Esposas-. Estoy segura de que todas somos conscientes de las lamentables circunstancias que nos reúnen en esta hermosa mañana, y no me cabe duda de que todas preferiríamos estar haciendo otra cosa, al menos así es en mi caso; pero el deber es un verdadero tirano, tal vez en este caso debería decir tirana, y es en nombre del deber que hoy estamos aquí.

Prosigue en esta tónica durante unos minutos, pero no la escucho. He oído este discurso, o uno parecido, bastantes veces: los mismos lugares comunes, los mismos lemas, las mismas frases sobre la antorcha del futuro, la cuna de la raza, el deber que nos espera. Resulta difícil creer que después de este discurso no se produzca un amable aplauso y que no se sirvan té y pastas en el jardín.

Creo que eso era el prólogo. Ahora irá al grano.

Tía Lydia revuelve en su bolsillo y saca un trozo de papel arrugado. Le lleva un tiempo excesivo desplegarlo y echarle un vistazo. Es como si nos lo restregara por la nariz, haciéndonos saber quién es ella exactamente, obligándonos a mirarla mientras lee en silencio haciendo alarde de sus prerrogativas. Esto es una obscenidad, pienso. Acabemos con esto de una vez.

– En el pasado -dice- existía la costumbre de comenzar los Salvamentos con un detallado informe de los delitos por los cuales se condenaba a los prisioneros. Sin embargo, hemos considerado que un informe público de este tipo, especialmente cuando se trata de un acto televisado, es seguido invariablemente por un brote, si puedo llamarlo así, una ola casi diría, de delitos exactamente iguales. Así que hemos decidido, por el bien de todos, romper con esta práctica. Los Salvamentos se desarrollarán sin más explicaciones.

Se oye un murmullo colectivo. Los delitos de los demás son un lenguaje secreto entre nosotras. A través de ellos nos demostramos que, después de todo, nosotras seríamos capaces de cometerlos. No es una declaración popular. Pero nadie lo sabría mirando a Tía Lydia, que sonríe y parpadea, como abrumada por los aplausos. Ahora nos dejan que nos las arreglemos solas, que hagamos nuestras propias especulaciones. La primera, la que ahora levantan de su silla, las manos con guantes negros sobre la parte superior de los brazos: ¿por leer? No, sólo es una mano amputada, en la tercera condena. ¿Infidelidad, o un atentado contra la vida de su Comandante? O, más probablemente, contra la de la Esposa del Comandante. Eso es lo que estamos pensando. En cuanto a la Esposa, generalmente hay una sola razón por la que podrían someterla al Salvamento. Ellas pueden hacernos casi cualquier cosa, pera no están autorizadas a matarnos, al menos legalmente. Ni con agujas de tejer, ni con tijeras de jardín, ni con cuchillos hurtados de la cocina, y menos aún si estamos embarazadas. Podría ser adulterio, por supuesto. Siempre podría ser eso.

O intento de fuga.

– Decharles -anuncia Tía Lydia. No la conozco. La hacen avanzar; camina como si realmente se concentrara en la tarea, un pie, luego el otro, no hay duda de que está drogada. En su boca se dibuja una sonrisa descentrada y débil y contrae un costado de la cara en un guiño sin coordinación dirigido a la cámara. Por supuesto, no lo mostrarán, esto no es en directo. Las dos Salvadoras le atan las manos a la espalda.

Detrás de mí alguien tiene náuseas.

Por eso no nos dan el desayuno.

– Seguramente es Janine -susurra Deglen.

He visto esto antes, la bolsa blanca colocada sobre la cabeza, la mujer que es ayudada a subir al alto taburete como si la ayudaran a subir los escalones de un autobús, sostenida allí arriba, el lazo ajustado delicadamente alrededor de su cuello como una vestidura, y luego una patada al escabel para apartarlo. He oído el prolongado suspiro que se eleva a mi alrededor, un suspiro como el aire de un colchón hinchable, he visto a Tía Lydia colocar la mano sobre el micrófono para amortiguar los sonidos que llegan desde detrás de ella, me he inclinado hacia delante para tocar junto con las demás mujeres, con ambas manos, la cuerda que está delante de mí, esa cuerda peluda y pegajosa de alquitrán a causa del sol, y luego me he puesto la mano en el corazón para mostrar mi unidad con las Salvadoras, mi consentimiento y mi complicidad en la muerte de esta mujer. He visto los pies dando patadas y las dos que van vestidas de negro cogiéndose a ellos y tirando hacia abajo con todas sus fuerzas. No quiero verlo más. En cambio, miro el césped. Describo la cuerda.

CAPÍTULO 43

Los tres cuerpos quedan allí colgados; con los sacos blancos sobre sus cabezas parecen extrañamente estirados, como pollos colgados del pescuezo en el escaparate de una carnicería, como pájaros con las alas cortadas, como pájaros incapaces de volar, como ángeles destruidos. Es difícil quitarles los ojos de encima. Los pies cuelgan por debajo de los dobladillos de los vestidos, dos pares de zapatos rojos, un par de azules. Si no fuera por las cuerdas y los sacos, podría tratarse de una especie de danza, un ballet captado en el aire por una cámara fotográfica. Parecen puestas en orden. Como si fueran parte de un espectáculo. Debe de haber sido Tía Lydia la que puso a la de azul en el medio.

– El Salvamento de hoy ha concluido -anuncia Tía Lydia por el micrófono-. Pero…

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