Margaret Atwood - El cuento de la criada

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En el estado de Gilead las criadas forman un estrato social pensado para conservar la especie. Las mujeres fértiles que integran esta clase, y que destacan por el hábito rojo con que se cubren hasta las manos, desempeñan una función esencial: dar a luz a los futuros ciudadanos de Gilead. Sin embargo, en un mundo antiutópico asolado por las guerras nucleares, gobernado por un código extremadamente severo y puritano, que castiga con la pena de muerte a quien se aparta del sistema y en el cual la mayoría de la población es estéril, engendrar no resulta fácil. Existe siempre el temor al fracaso y la amenaza de la confinación en la isla de seres inservibles más allá de las alambradas que rodean a la ciudad y del alto muro donde cuelgan, para que sirva de ejemplo, los cadáveres de los disidentes.

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Me siento en el borde de la bañera y observo las toallas blancas. Alguna vez me habían resultado excitantes. Representaban las secuelas del amor.

Vi a tu madre, me dijo Moira.

¿Dónde?, le pregunté. Sentí que me estremecía y me di cuenta de que había estado pensando en ella como si estuviera muerta.

No en persona, sino en la película que me mostraron sobre las Colonias. Había un primer plano en el que aparecía ella. Estaba envuelta en una de esas cosas grises, pero sé que era ella.

Gracias a Dios, dije.

¿Gracias a Dios por qué?, se extrañó Moira.

Pensé que estaba muerta.

Sería mejor que lo estuviera, afirmó Moira. Es lo que deberías desearle.

No puedo recordar cuándo fue la última vez que la vi. Se me mezcla con todas las otras; fue alguna ocasión sin importancia. Ella debió de dejarse caer por mi casa; solía hacerlo, entraba y salía despreocupadamente de mi casa como si yo fuera la madre y ella la hija. Aún conservaba toda su viveza. A veces, mientras se mudaba de un apartamento a otro, solía traer su ropa sucia para lavarla en mi lavadora-secadora. Tal vez pasó por casa para pedirme algo prestado: una olla, el secador del pelo. Ésta también era una costumbre suya.

No sabía que sería la última vez que nos veríamos; de lo contrario la habría recordado mejor. Ni siquiera recuerdo lo que dijimos.

Una semana después, dos semanas, tres, cuando de repente las cosas empeoraron aún más, intenté llamarla. Pero no obtuve respuesta, y más tarde, cuando volví a intentarlo, tampoco.

No me había dicho que pensara ir a algún sitio, pero tal vez se había ido sin avisarme; no siempre lo hacía. Tenía su propio coche, y no era demasiado mayor para conducir.

Finalmente logré hablar por teléfono con el vigilante del edificio. Dijo que últimamente no la había visto.

Yo estaba preocupada. Pensé que tal vez había tenido un ataque cardíaco o de apoplejía, aunque no era probable porque, por lo que yo sabía, no había estado enferma. Siempre gozaba de muy buena salud. Aún trabajaba en Nautilus e iba a nadar cada dos semanas. Yo solía decirles a mis amigos que ella estaba más sana que yo, y tal vez era verdad.

Luke y yo fuimos en coche a la ciudad y Luke obligó al vigilante a abrir el apartamento. Ella podría estar tendida en el suelo, muerta, insistió Luke. Cuanto más tiempo la deje, peor será. ¿Se imagina el olor? El vigilante dijo algo acerca de que era necesario un permiso, pero Luke supo ser persuasivo. Le aclaró que no pensábamos esperar ni irnos. Yo empecé a llorar. Quizá esto fue lo que terminó de convencerlo.

Cuando el hombre abrió la puerta, lo que encontramos fue un verdadero caos. Había muebles puestos patas arriba, el colchón estaba desgarrado, los cajones de la cómoda tirados en el suelo, boca abajo, y el contenido de éstos desparramado y amontonado. Pero mi madre no estaba.

Voy a llamar a la policía, dije. Había dejado de llorar; sentía que un escalofrío me recorría el cuerpo de pies a cabeza y me castañeteaban los dientes.

No lo hagas, me aconsejó Luke.

¿Por qué no?, le pregunté mirándolo fijamente; ahora estaba furiosa. Él se quedó de pie en medio de los restos de la sala y se limitó a mirarme. Se metió las manos en los bolsillos, en uno de esos gestos inintencionados que la gente adopta cuando no sabe qué hacer.

Simplemente no lo hagas, dijo.

Tu madre es muy limpia, me dijo Moira cuando íbamos a la universidad. Tiempo después: es una descarada. Más tarde aún: es astuta.

No es astuta, respondí. Es mi madre.

Ja, se rió Moira, tendrías que ver a la mía.

Pienso en mi madre recogiendo toxinas letales; así solían acabar sus días las ancianas en Rusia, barriendo mugre. Sólo que esta mugre la matará. No puedo creerlo. Seguramente su descaro, su optimismo y energía, su astucia, harán que se libre de ello. Se le ocurrirá algo.

Pero sé que esto no es verdad. Simplemente es echarle el muerto, como hacen los niños con las madres.

Ya he llorado su muerte. Pero volveré a hacerlo, una y otra vez.

Retorno al presente, al hotel. Aquí es donde necesito estar. Me echo una mirada en este enorme espejo, bajo la luz blanca.

Me miro detenida y penetrantemente. Estoy hecha una ruina. El maquillaje se me ha vuelto a correr a pesar de los retoques de Moira, el lápiz labial purpurino se ha desteñido y tengo el pelo revuelto. Las plumas rosadas se ven chillonas como las de una muñeca de carnaval y algunas de las lentejuelas en forma de estrella se han caído. Probablemente faltaban desde el principio, y yo no lo noté. Parezco un travestí mal maquillado y con las ropas de otra persona.

Me gustaría tener un cepillo de dientes.

Podría quedarme aquí, pensando en todo esto, pero el tiempo pasa.

Debo estar de vuelta en la casa antes de medianoche; de lo contrario, me convertiré en una calabaza… ¿O eso es lo que le pasaba al carruaje? Según el calendario, mañana se celebra la Ceremonia, así que Serena quiere que yo esta noche sea montada, y si no estoy allí descubrirá el motivo, ¿y entonces qué?

Y el Comandante está esperando, para variar; lo oigo pasearse en la habitación principal. Ahora se detiene al otro lado de la puerta del cuarto de baño y se aclara la garganta con un teatral ejem. Abro el grifo del agua caliente para dar a entender que estoy lista, o algo parecido. Tengo que acabar con esto. Me lavo las manos. Tengo que cuidarme de la inercia.

Cuando salgo lo encuentro tendido en la enorme cama y noto que se ha quitado los zapatos. Me tiendo junto a él, no tiene que decírmelo. Preferiría no hacerlo, pero es bueno estirarse, estoy muy cansada.

Al fin solos, pienso. La cuestión es que no quiero estar a solas con él, no sobre la cama. Preferiría que también Serena estuviese presente. Preferiría jugar al Intelect.

Pero mi silencio no lo desanima.

– Es mañana, ¿verdad? -pregunta en tono suave-. Pensé que podríamos adelantarnos -se vuelve hacia mí.

– ¿Por qué me ha traído aquí? -le digo fríamente.

Ahora me acaricia el cuerpo; de proa a popa, como solían decir, con caricias gatunas a lo largo del costado izquierdo, bajando por la pierna izquierda. Se detiene al llegar al pie y me rodea el tobillo con los dedos, brevemente, como un brazalete, donde está el tatuaje, como si leyera el sistema Braille, como si fuera una marca del ganado. Significa propiedad.

Me recuerdo a mí misma que no es un hombre desagradable; que, en otras circunstancias, incluso me gustaría.

Sus manos se detienen.

– Pensé que podía gustarte un cambio -sabe que eso no es suficiente-. Supuse que era una especie de experimento -eso tampoco es suficiente. Dijiste que querías saber.

Se incorpora y empieza a desabotonarse la ropa. ¿Será peor verlo despojado del poder que le confiere la ropa? Se ha quitado la camisa, y debajo de ella aparece una triste y pequeña barriga. Y unos mechones de pelo.

Me baja uno de los tirantes y desliza la otra mano entre las plumas; pero no sirve de nada, allí me quedo como un pájaro muerto. Él no es un monstruo, pienso. No puedo permitirme el lujo de sentir orgullo o aversión, hay muchas cosas a las que se debe renunciar bajo determinadas circunstancias.

– Quizá sería mejor si apagara la luz -dice el Comandante, consternado y, sin duda alguna, defraudado. Antes de que apague la luz, lo veo. Sin el uniforme parece más pequeño, más viejo, como si empezara a secarse. El problema es que no puedo comportarme con él de una manera distinta a la habitual. Y habitualmente me muestro inerte. Seguramente aquí hay algo más para nosotros, algo que no sea esta futilidad y sensiblería.

Finge, me grito mentalmente. Debes recordar cómo hacerlo. Acaba con esto de una vez o te pasarás aquí toda la noche. Muévete. Respira pesadamente Es lo menos que puedes hacer.

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